Al principio fueron gestos fríos, desencuentros esporádicos. Luego vinieron los silencios incómodos, las cenas que no se repitieron, las fotos que no se sacaron. Y finalmente, el terreno de las agresiones: la burla, la ironía hiriente, el ninguneo público. Como si ambos se hubieran olvidado que cuando se dinamita un puente, ya no hay camino de regreso.
En este escenario, resulta casi surrealista que la Ley de Ficha Limpia —un principio básico de higiene institucional— se convierta en motivo de disputa, especulación y defensa acalorada. ¿De verdad hay que explicar que un condenado por corrupción no debería ocupar cargos públicos?
En cualquier democracia funcional, sería una obviedad. En Argentina, es una batalla ideológica. Argentina, donde el relato le gana a la realidad, aún hay quienes insisten en disfrazar los delitos como persecución política. Hablan de proscripción como si la Justicia fuera una herramienta del poder, y no —aun con sus demoras y limitaciones— el último dique contra la impunidad. Pero la verdad es más sencilla: en Argentina no hay proscritos, hay condenados. Y lo que está en juego no es el derecho de una persona a ser candidata, sino el derecho de todos los argentinos a no ser gobernados por delincuentes.
La discusión sobre la Ficha Limpia es solo un síntoma más de una democracia enferma. Una sociedad agotada por la pobreza, la desconfianza y la falta de ejemplaridad, debería al menos poder exigir que quienes pretendan representarla no tengan cuentas pendientes con la Justicia. Pero ni eso. Ni siquiera eso.
Mientras tanto, el peronismo —sin quererlo o tal vez queriéndolo más de lo que admite— vuelve a ganar una pulseada. Una más. Porque conoce como nadie las reglas del juego: protegerse entre ellos, blindarse en el Congreso, simular peleas en los medios y pactar en los pasillos para que nada cambie.
El gobierno nacional, por su parte, sigue eligiendo a Cristina Kirchner como antagonista. Le sirve para mantener viva la narrativa del pasado corrupto, para justificar una cruzada moral que, en los hechos, se diluye en nombramientos a dedo, pactos opacos y manejos oscuros del poder. Pero curiosamente, se cuida de no confrontar con la misma energía a Mauricio Macri y su círculo íntimo, quienes también contribuyeron a vaciar de legitimidad a las instituciones.
Entonces, ¿de verdad podemos hablar de gobiernos de unidad? ¿Podemos seguir creyendo en el diálogo, cuando los líderes que deberían marcar el camino solo promueven el odio? ¿Qué se les puede pedir a los ciudadanos, si los referentes actúan más como boxeadores que como representantes?
La política argentina está jugando con monstruos: el monstruo del ego, el monstruo del rencor, el monstruo de la impunidad. Y cuando se juega con monstruos, nadie sale ileso.
Es hora de que los políticos se pongan a derecho. Que dejen de esconderse detrás de candidaturas o relatos victimistas. Si alguna vez hablaron de justicia, de nuestros hijos, de un país mejor, entonces empiecen por respetar la ley. El pueblo seguirá juzgando. Y lo hará, como siempre, con la herramienta más poderosa que le queda: el voto.
“Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable.”
— Cicerón