PARÍS – El gobierno de Francia ha caído tras perder un voto de confianza parlamentario impulsado por el primer ministro François Bayrou, en un intento fallido de forzar a la Asamblea Nacional a afrontar los problemas fiscales del país. Al destituir al equipo de Bayrou, la oposición –compuesta tanto por la izquierda como por la derecha– pareció negar la necesidad de un ajuste fiscal.
La situación fiscal de Francia está profundamente desequilibrada. El año pasado, el déficit total del país alcanzó los 169.600 millones de euros (200.000 millones de dólares), es decir, el 5,8% del PIB. Con una deuda pública del 113% del PIB, la necesidad de ajuste es realmente urgente.
Sin embargo, Francia es también el único país importante de la OCDE que ha implementado una reforma estructural profunda –en concreto, cambios de gran alcance en su sistema de pensiones– desde el inicio de la pandemia de COVID-19. Y aunque Francia salió de la última década con una posición fiscal debilitada, el reciente aumento de su deuda nacional se enmarca dentro de una tendencia global más amplia, que también afecta a países como Estados Unidos y Alemania.
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Aun así, dos gobiernos sucesivos han optado por presentar la situación fiscal de Francia en términos casi catastróficos. El ministro de Finanzas, Éric Lombard, incluso sugirió recientemente que Francia podría necesitar un rescate del Fondo Monetario Internacional, aunque luego se retractó de su declaración.
El objetivo era convencer a los votantes de apoyar el presupuesto propuesto por el gobierno, que reduciría significativamente el gasto público en 2026. Este presupuesto suspendería la indexación de la mayoría del gasto público (incluidas las pensiones) a la inflación y eliminaría dos feriados nacionales. Se trataba de un buen paquete de consolidación fiscal, ni especialmente regresivo ni progresivo, pero ha resultado altamente polémico.
Exagerar la situación fue un error táctico. Rara vez funciona en sociedades democráticas. Por el contrario, suele generar desconfianza, cansancio y rechazo. Los ciudadanos quieren sentir que tienen opciones. Protestan, votan contra el oficialismo o se desconectan de la política.
Hemos visto esta dinámica en acción en materia de política climática. En lugar de presentar los méritos y beneficios de combatir el calentamiento global, los gobiernos y organismos internacionales suelen centrarse en advertencias dramáticas sobre catástrofes inminentes. Pero imponer medidas a los ciudadanos –especialmente aquellas percibidas como costosas o injustas– bajo un falso dilema (“esto o el desastre climático”) ha provocado reacciones adversas. En Francia, eso se vio claramente en 2018 con el surgimiento del movimiento de los “chalecos amarillos”, en respuesta a los aumentos de impuestos al combustible.
La misma lógica se aplica a la política fiscal. Tanto la deuda como el cambio climático son problemas que requieren visión a largo plazo y sentido de justicia intergeneracional. Sin embargo, una y otra vez, los responsables políticos han intentado esquivar esa complejidad y simplemente asustar a la gente, diciéndoles que están al borde del abismo.
Es ingenuo creer que se puede empujar a la población a actuar constructivamente mediante el miedo. Hace dieciocho años, el primer ministro de entonces declaró que Francia estaba en bancarrota. Desde entonces, la deuda se ha duplicado. Personalidades eminentes, organismos oficiales y agencias emiten advertencias dramáticas de forma periódica, que en general son ignoradas.
Hoy, los franceses parecen responder al miedo a la deuda con nihilismo. Se ha convocado una manifestación nacional para el 10 de septiembre, no para promover un programa o solución concreta, sino simplemente para “bloquear todo”. Difícilmente se pueda considerar esto un avance para quienes desean que las finanzas públicas de Francia se encaminen hacia la sostenibilidad. Cuando los movimientos populistas en países latinoamericanos como Argentina, Perú o Venezuela han utilizado las crisis de deuda externa como bandera contra la política tradicional, los resultados han sido frecuentemente desestabilizadores.
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Mientras los ciudadanos comunes en gran parte ignoran las narrativas pesimistas del gobierno, los mercados financieros sí las han notado. El rendimiento de los bonos franceses a 30 años ha alcanzado su nivel más alto desde 2011, y el de los bonos a diez años ya se encuentra al nivel de los italianos. Esto no debería sorprender, dado que las percepciones son clave para evaluar el riesgo financiero. Cuando un gobierno insiste en que su deuda nacional es insostenible, inversores y agencias calificadoras tienden a creerle.
Francia sí necesita un ajuste fiscal fuerte y rápido. Pero las razones aún no han sido explicadas al pueblo. Los ministros describen con cifras la triste realidad de que el pago de intereses de la deuda ya consume una porción mayor del presupuesto que la educación. Pero la dura verdad es que pocos votantes prestan atención. En cambio, debería recordárseles la protección que recibieron durante la pandemia de COVID-19. El compromiso del gobierno de hacer “todo lo necesario” evitó el colapso de la economía y preservó empleos. Fue costoso. Era necesario. Pero ahora se justifica cierta consolidación presupuestaria.
Es muy probable que en la próxima década surja otra crisis –ya sea natural, geopolítica o sanitaria–. Por eso Francia debe recuperar espacio fiscal cuanto antes: para proteger a la población y a la economía frente a una posible tormenta futura. No para complacer a Bruselas o Washington. Si llega otro golpe, el gobierno debe estar en condiciones de ofrecer a la gente el mismo nivel de apoyo que durante la pandemia. No se puede dar por sentado que tendrá esa capacidad.
El arte de la política consiste en hacer que lo necesario sea aceptable. Al abandonar una comunicación equilibrada y recurrir al miedo crudo, el gobierno de Bayrou fabricó su propio callejón sin salida fiscal –y ahora, su propia caída.
Jean-Pierre Landau fue subgobernador del Banco de Francia y es profesor en Sciences Po.
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