Argentina se encuentra en un momento crucial en su agenda de discapacidad, por lo que vale la pena hacerse un montón para hablar de su educación. A lo largo de su historia, el país ha logrado avances significativos, conel respaldo de un marco normativo crecientemente sólido. Sin embargo, con tendencias crecientes en las tasas de personas con discapacidad en el mundo (OCDE, 2025) y sin inversión en el área, es difícil pensar en un futuro mejor para este grupo y sus familias.
La historia de la educación de personas con discapacidad en Argentina es una historia de transformación. Un siglo tardó el país enpasar de un modelo de segregación a uno de integración, en 1988, con el Plan Nacional de Integración Escolar, que promovió la incorporación de estudiantes con discapacidad a las escuelas comunes.
Hoy, aproximadamente la mitad de los estudiantes con discapacidad escolarizados asisten a escuelas especiales y la otra mitad a escuelas comunes. En particular, la Ley de Educación Nacional N° 26.206 de 2006 estableció que el Estado debe garantizar la inclusión educativa a través de políticas universales, estrategias pedagógicas, y la asignación de recursos que den prioridad a los sectores más necesitados (López & Vinacur, 2025).
Discapacidad en primera persona
A pesar del progreso normativo, la realidad presenta un panorama con desafíos importantes. Según el citado estudio, según datos del 2018 alrededor de 3.7 millones de personas en Argentina tenían alguna dificultad funcional, lo que equivale al 9.8% de la población total. En el sistema educativo, entre 2011 y 2022 la matrícula en establecimientos de educación especial se redujo en un 20% (de 130,000 a 100,000), mientras que el número de estudiantes integrados en escuelas comunes se disparó de 50,000 a 120,000. Esto ha llevado a que la proporción de estudiantes con discapacidad en escuelas especiales se reduzca del 73% al 48% del total de estudiantes con discapacidad escolarizados.
Estos datos son alentadores, porque hablan de la intención de inclusión. Sin embargo, sin apoyosustantivo para las escuelas que reciben estudiantes con discapacidad en términos de recursos, infraestructura, formación docente y salario acorde para sus propios docentes y los maestros integradores, así como para el resto del personal de apoyo, lo que ha sido una historia colectiva de progreso se transforme en una experiencia traumática para cada estudiante con discapacidad, su familia, los docentes y el conjunto de la comunidad escolar.
La inversión insuficiente en discapacidad en general y en la educación en discapacidad en particular en el país no es un tema nuevo. La Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, por ejemplo, ya había alertado sobre la magnitud de este problema (2022).
El derecho a la educación de las personas con discapacidad abre la puerta al ejercicio de todos los demás derechos. Es responsabilidad del Estado, con el apoyo de la sociedad civil y la comunidad educativa, garantizar que este derecho se convierta en una realidad para todos (UNESCO, 2023).
De un día para otro, cada uno de nosotros puede transformarse en una persona con discapacidad o en familiar de una persona con discapacidad. En esos momentos, querríamos contar con el mayor apoyo posible de nuestra comunidad. Pero también puede ser que no, que tengamos la fortuna de nunca tener que atravesar una situación así.
En ese caso, la pregunta es al final del día, aún sin siquiera conocer directamente a alguien con discapacidad, queremos vivir en una sociedad que le da la espalda a una persona, a una familia, que la pasa mal. O no, si −porque valoramos la construcción colectiva, porque nuestra compasión es mayor a nuestro individualismo− preferimos ejercer nuestra responsabilidad (y deseo, ¿por qué no?) de facilitarle la vida a quienes están peor que uno, una responsabilidad que abarque un poco más que nuestro propio ombligo. Aunque en estos tiempos quizás vale la pena aclarar que lo mínimo indispensable es no complicársela más.