Tras dos meses de no ir a la escuela, se continúa trabajando de forma admirable. Las escuelas se reinventan cada día buscando las mejores estrategias de enseñanza para trabajar en un formato nuevo para la mayoría. Hacen de todo y como pueden, a costas de mucho estrés físico y emocional.
Se decidió que no habrá calificaciones numéricas y que se evaluará un proceso formativo. Decisión acertada que nos desafía con un cambio en las formas. No se trata solo de un método de evaluación sino de pensar cómo enseñamos.
Una de las claves en los procesos de aprendizaje es el vínculo. Por más esfuerzo que se haga, no está sucediendo al nivel que se necesita. Es difícil sostenerlo. Las videoconferencias ayudan, pero nunca van a llegar a lo que pasa en un aula. Los esfuerzos docentes son enormes pero ellos mismos reconocen que no alcanza. La magia del aprendizaje sucede cuando uno combina las estrategias de enseñanza con las risas, las pausas y las palabras.
Muchos equipos buscan satisfacer necesidades, como si alguna demanda fuera igual a la otra. El foco debe estar puesto siempre en el estudiante y en la institución. Entonces, ¿está bien que sigamos diciendo que la escuela está abierta?, ¿está bien transmitir este mensaje?
Desde que comenzó el aislamiento se intentó llevar adelante un “como si” muy fuerte. Aquí estamos, daremos todo por garantizar que la escuela siga abierta y todos somos responsables. Se mantuvieron rituales como horarios, cantidad de materias e incluso actos. Pero la escuela cerró, como cerraron todas las instituciones del mundo, y sin embargo se le siguen reclamando distintas cuestiones. ¿Por qué alguien se siente con más derecho de reclamar a una escuela que a cualquier otra institución? Nada es comparable con la escuela y la función que cumple es irreemplazable. De hecho, tomó la posta para cumplir aun con más fuerza su presencia social pero sucede que estamos en un fenómeno muy complejo y de excepción, y quizá merezca otro tratamiento. Uno que no muchos se animan a decir: la escuela está cerrada y eso no significa que quienes la habitan no estén trabajando.
Educar no es escolarizar. Que la escuela no esté abierta no significa que no se haga nada: la escuela está garantizando muchísimas actividades y propuestas de profundo nivel. Pero el límite semántico es muy finito: decir que está abierta parece habilitar a interpretar esto tal cual, al punto de realizar demandas insólitas para este momento o de tomar decisiones que en este contexto son muy difíciles de llevar adelante.
Una colega me hizo pensar sobre el sentido de sostenerla y sobre cómo se necesita ganar tiempo para hacerlo: “Hay un punto en el cual la escuela está cerrada y hay que sentarse a repensar las cosas. Pero no hubo tiempo ni permisos”. La escuela está presente en casa. No hay que dejar de agradecer su presencia, porque mantiene viva una llama que todos conocemos: el vínculo con el conocimiento y con los maestros.
Vivimos una inversión en la pirámide de cada día: la educación está más a cargo que nunca de las familias. En este momento, de excepción absoluta, necesitamos que las familias tengan capacidad de respuesta, atendiendo a las limitaciones y fortalezas de cada una en función de su contexto. Ellas también están haciendo lo que pueden. Es lo que está pasando y ni la escuela ni los chicos ni las chicas tienen la culpa.
El año no está perdido. Los aprendizajes no serán los mismos a los que estamos acostumbrados, pero serán de otra índole: la convivencia, la tecnología, la lectura crítica y el análisis social, entre otros. Será la primera vez que los estudiantes estén desarrollando habilidades metacognitivas donde ellos mismos evalúen sus aprendizajes.
La escuela está presente en casa y lo hace de una gran forma, pero la casa no es la escuela y las familias no son profesionales de la educación. Está disponible para ayudar como pueda y en una tarea de enseñanza con un alto compromiso moral. Cuidémosla.
*Profesor UBA. En Twitter: @PabloEisbruch.