El 11 de septiembre de 2001 marcó un hito en la historia global. Quienes fuimos sus testigos recordamos exactamente dónde estábamos, con quiénes y qué estábamos haciendo cuando nos llegaron las inolvidables imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas de Nueva York y los cuerpos inertes cayendo al vacío.
El consenso en la condena de los hechos solo fue posible cuando la administración Bush logró imponer una de las múltiples interpretaciones entre las que entonces circulaban: había ocurrido un “ataque”. Al-Qaeda, la organización señalada como responsable, fue caracterizada como islámica. A partir de entonces, el Terror se irguió como nuevo enemigo global, iniciando una respuesta revanchista por parte de Estados Unidos que tomó el nombre de Guerra Global contra el Terror (GGT). El terrorismo fue definido como un enemigo ubicuo que emergía como una fatalidad producto de la falta de libertad.
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Su ubicuidad llevó a que la guerra adoptara un carácter global. Esto implicó una desterritorialización de las operaciones militares y de inteligencia que hizo del mundo un espacio liso, abierto para la respuesta del que se erguía como único soberano global. Sin embargo, el nuevo enemigo no fue cualquier terrorismo sino, específicamente, el islámico. Por esta razón, la guerra también impactó sobre las poblaciones musulmanas de Occidente y se territorializó mayormente en lo que la administración Bush denominó como “Gran Medio Oriente”. De allí que las invasiones de Afganistán primero y de Irak después hayan sido concebidas como “campos de batalla” de la GGT.
Esta se sostuvo también sobre el diagnóstico de que el terror era producto de la falta de libertad. Ya que esta última fue equiparada con la democracia liberal, se supuso que la manera de evitar el surgimiento de terroristas era imponer este modo de gobierno en las distintas partes del globo. De esta manera, parte integral de la GGT fue la transformación de los marcos políticos formales de distintos países. Así, las intervenciones en Afganistán y en Irak tuvieron como objetivo inmediato el cambio de régimen. Esto implicó derrocar a sus respectivos gobiernos, acusados de tener lazos con Al-Qaeda (los talibán en el caso de Afganistán, Saddam Hussein en el caso de Irak), e imponer en esos territorios una democracia liberal. Esta última fue concebida como forma de gobierno deseada por la totalidad de los seres humanos a partir de un único deseo que aparecía como natural: la libertad individual.
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No es de extrañar que este discurso universalista fuera acompañado por prácticas coloniales y por la construcción de una otredad exterminable. El caso de Irak es prueba indiscutible de lo primero. Allí se instauró un gobierno colonial denominado Autoridad Provisional de la Coalición que, con el respaldo de la ONU, gobernó el país entre abril de 2003 y junio de 2004. Por otra parte, la insistencia en la vinculación entre Islam y terrorismo llevó a que el Islam político en su conjunto fuera homogeneizado y demonizado, buscando eliminarlo del paisaje político de Medio Oriente. En este marco, la mujer musulmana velada fue constituida como la representación paradigmática de la víctima del Islam y el objeto a rescatar. De esta manera, esta construcción no solo sirvió como un argumento más a favor de la intervención, sino que, además, funcionó como mordaza de las mujeres musulmanas en sus diferencias.
De allí que las miradas críticas que confluyeron sobre la GGT apuntaran a señalar las relaciones coloniales que, bajo la forma de universalismos y otrificaciones, subyacieron tanto a los atentados del 11 de septiembre como a la GGT como respuesta lógica a estos. Hoy, 20 años después, otras imágenes acompañan el fracaso estruendoso de estas políticas: nuevamente aparecen aviones -aunque esta vez huyendo de suelo afgano- dejando tras de sí cuerpos que caen. También insisten las mismas palabras: la libertad y la democracia de un lado; el Islam como pesadilla recurrente del otro. Entre esas imágenes y esas palabras puede vislumbrarse una violencia constante, cotidiana y profundamente desigual.
*Investigadora del Instituto de investigaciones políticas, Unsam/Conicet.