Los seres humanos, a lo largo de la historia, hemos tenido diversas conexiones con las aves. Desde lo religioso, como la paloma del Espíritu Santo, o águilas, quetzales y cóndores en distintos cultos, hasta lo supersticioso, con aves dando buenos presagios, albatros, colibríes, tordos y otros pájaros de mal agüero, como cuervos y búhos. Lechucear es desear mala suerte.
Hay aves agraciadas musicalmente, como el jilguero, el canario o el canto final del cisne. Otras parlanchinas, como el loro y la cotorra. Otras para la literatura como las golondrinas de Bécquer o el ruiseñor de Wilde. La mitológica Fénix. Seres imaginarios mitad humanos mitad aves, como las harpías, con cuerpo animal y rostro de mujer, o los Tengus, de Japón, que eran hombres pájaros, en realidad demonios, o el dios egipcio Horus, torso humano y cabeza de halcón, deidad solar.
En la música Charly García tuvo La máquina de hacer pájaros (inspirada en una historieta de Crist), están los Peligrosos Gorriones, los Chalchaleros y el propio Zorzal Criollo, Carlos Gardel.
Hay aves que no vuelan, como el ñandú o el kiwi, o que bucean, como el pingüino, y animales que parecen pájaros, como el ornitorrinco, que es un mamífero.
Y, en tren de hacer analogías, podríamos hablar de aves y realidad argentina. Tenemos políticos que creen preparar “delfines” pero, sin saberlo, están criando cuervos que les arrancarán los ojos. Funcionarios que buscan el cargo circunstancial para comer y volar como el pájaro y alistan el pollo y pelan la gallina.
Integrantes de coaliciones que, ante gestiones desafortunadas, esconden la cabeza como el avestruz y no dudan en cambiar de aliados en menos de lo que canta un gallo. Agreguemos a los que cruzan sus distritos a la primera oportunidad porque vale más el pájaro en mano que los cien en el aire.
Los que caen como chorlitos en las garras de los fondos buitre. Los que, portando armas, gastan la pólvora en chimangos sin preguntar. Los que discursean con convicción pero, en la intimidad de la cuarentena, hacen otra cosa, como el tero, que en un lado grita y en otro pone el huevo. O los piratas que hacen hablar, como astutos ventrílocuos, a los loros que llevan en los hombros.
Por último tenemos a los halcones y las palomas. Los ingleses llamaron “Hawkish” (halcones) a los que insistían en ir a la guerra, primero agredir y después negociar, y “Dovish” (palomas) a los que pregonaban la pacificación y el diálogo.
En tierras patrias y de la oposición, “halcones” serían los que ven en la grieta la oportunidad y ya no se sabe si azuzan u obedecen a sus seguidores, y “palomas” son aquellos de conducta más contemplativa a la hora de la toma de decisiones.
Hablar de halcones y palomas, en términos darwinianos, da más posibilidades de supervivencia a los halcones, ya que ser paloma suena disvalioso. La paloma está cerca de ser declarada plaga. Supo tener buena prensa en el pasado asociada a la paz, pero, por estos días, ronda la basura, se instala en los edificios y complica la limpieza de autos y balcones.
Es así, parece mejor ser halcón, pero confieso ser uno de los que ya se está hartando de las discusiones permanentes, de las internas y los cuentos de la buena pipa que nos separan a unos de otros y, por ende, nos alejan de la posibilidad de encontrar soluciones en un país que no detiene su declive.
Tal vez vaya siendo hora de volver a construir un centro popular, un nido en el que puedan confluir las aves con “profesiones”, las laburantes con oficios, como el insistente pájaro carpintero, las alegres cantoras, el esforzado martín pescador, la pava, la peregrina mensajera, el incansable hornero.
La mayoría de las aves vuelan. Les envidiamos las alas, pero los seres humanos, incluidos los argentinos, podemos soñar. Hay que hacer funcionar la máquina de hacer pájaros y utopías.
*Secretario general de la Asociación del Personal de los Organismos de Control (APOC).