Las recientes declaraciones de Nicolás Maduro de que el régimen es merecedor del Premio Nobel de Economía, considerando la supuesta mejoría del país pese a las sanciones internacionales, además de ser una burla, vuelve a poner sobre la mesa el hecho de que es precisamente el modelo político lo que ha llevado al desastre generalizado. La solución no es únicamente un asunto económico que depende de la flexibilización de las sanciones; es necesario reconstruir las bases del Estado venezolano.
La permanencia en el poder del régimen chavista es a costa de la vida de la población. Mientras más del 94% de los venezolanos viven en la pobreza, Nicolás Ernesto Maduro, hijo de Nicolás Maduro y mejor conocido como Nicolasito, lleva una vida de lujos, como se ha visto en su más reciente viaje a Tailandia, y María Gabriela Chávez, hija del líder histórico, amasa una fortuna de más de cuatro mil millones de dólares.
Esto demuestra que el problema de Venezuela no pareciera ser exclusivamente de falta de recursos. Por ello, cabe cuestionar la efectividad de las sanciones internacionales para presionar a la dictadura, teniendo en cuenta que han servido para justificar el desastre y las violaciones sistemáticas de los derechos humanos.
De hecho, la corrupción es en buena medida responsable de la gran afectación del derecho a la alimentación y la pobreza en el país, según lo afirma la ONG Programa Venezolano Educación Acción en Derechos Humanos (Provea) en su reciente informe Con la comida no se juega: graves violaciones al derecho humano a la alimentación en Venezuela.
Ejemplo de ello, la gran red de corrupción de las cajas CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción) que en principio tenía como objetivo repartir entre la población artículos de primera necesidad, pero que en la práctica era un mecanismo que permitía transacciones entre empresas públicas y sociedades para blanquear dinero en distintos paraísos fiscales.
Por eso, no resulta sorprendente que Venezuela sea percibido como el país más corrupto de la región y que se encuentre entre las últimas posiciones en el mundo, de acuerdo con el Índice de Percepción de Corrupción 2021 de Transparencia Internacional.
Democracia y dictadura. No se pueden medir democracias y dictaduras con los mismos estándares. Los intereses que podría tener un Gobierno democrático por combatir la corrupción no existen en las dictaduras. De hecho, su permanencia en el poder se debe en gran medida a esta.
Y es justamente aquí donde encontramos la trampa de la cual es tan difícil escapar. Tal como ha señalado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), entre otros organismos, se necesita tanto un sistema judicial independiente como el ejercicio real de la libertad de expresión para combatir la corrupción. Por tanto, cuando este tipo de regímenes atenta desde sus inicios contra los derechos civiles y políticos, se está favoreciendo un clima propicio para una corrupción a gran escala que impactará la garantía de los derechos económicos y sociales.
Esto posibilita que cuando la garantía de dichos derechos se encuentra totalmente degradada, los reclamos se centran en las condiciones mínimas de supervivencia y, de esta manera, el tema de los derechos políticos pasa a un segundo plano.
En pocas palabras, cuando una población no tiene qué comer, disminuye su interés en temas estructurales, y su preocupación se centra en el día a día.
Por tanto, no es posible pensar en una verdadera mejoría de las condiciones de la población venezolana sin hablar de corrupción; de hecho, esto es precisamente lo que ha dado lugar a las condiciones del país: la creencia de que la bonanza petrolera daba licencia para una profunda corrupción sin afectar la vida de la población.
Este es uno de los grandes temores ante unas posibles elecciones presidenciales en el 2024, ya que, si bien no serán competitivas, requerirán de la movilización de un sector de la población, para lo cual se incrementará el gasto público y las grandes redes clientelares. Esto, en el marco de un contexto con mayores ingresos, podría generar una falsa sensación de mejora.
La corrupción es una cuestión de derechos humanos. Las consideraciones sobre la corrupción y los derechos humanos no pueden ser tratadas de manera independiente, son piezas claves para hablar de democracia y Venezuela es un claro ejemplo de cómo la corrupción afecta la integralidad de los derechos humanos. Organizaciones como Provea y Transparencia Venezuela han denunciado que la crisis del sistema eléctrico se debe, en buena parte, a la corrupción de las últimas décadas.
El año pasado se supo que no había rastro en las cuentas públicas de 300.000 millones de dólares, sin embargo, esto es solo una parte de las grandes lagunas en la administración pública. Precisamente es la ausencia de datos, lo cual ha sido la política oficial, lo que no permite conocer con exactitud la magnitud del desfalco al país.
Este uso discrecional de los recursos, la impunidad generalizada y la concentración de las instituciones han generado las condiciones favorables para una corrupción a gran escala y es precisamente esta la que les permite mantenerse en el poder. Por ende, ¿qué incentivos pueden existir realmente para una transición negociada?
Si bien es importante hacer visibles las redes de corrupción, es necesario admitir que lamentablemente los sistemas de protección están hechos para el fortalecimiento de las democracias, para aquellos Gobiernos que están dispuestos a cooperar, pero que poco o nada logran impactar en la transición de los Gobiernos autoritarios.
Profesora de la Pontificia Universidad Javeriana (Colombia) y candidata a doctora en Derecho, por la Universidad Nacional de Colombia. Investigadora de Food Monitor y especialista en movimientos migratorios, estudios de género y política venezolana. www.latinoamerica21.com, medio plural comprometido con la divulgación de opinión crítica e información veraz sobre América Latina. @Latinoamerica21