OPINIóN
Historia financiera

La vuelta del JP. Morgan y las evidencias históricas

La presencia actual del JP Morgan en la Argentina reactualiza un entramado histórico de subordinación económica que se remonta al Plan Brady, cuando el país cedió control jurídico, financiero y político a los intereses del capital transnacional.

Néstor Kreimer: “JP Morgan vino a hacer negocios, no política”
Néstor Kreimer: “JP Morgan vino a hacer negocios, no política” | CEDOC

En la Argentina de la desmemoria, donde todo se vive en la coyuntura y no hemos aprendido de tantos fracasos que condicionaron nuestra economía, la intervención del JP Morgan hace unas décadas es un ejemplo de esos olvidos. Hoy nuevamente ese grupo financiero desembarcó en la Argentina, hablando de posibles inversiones, aunque afirmó que no estaba en sus proyectos volver a financiar al país. El CEO del grupo Jamie Dimon expresó que “hemos otorgado financiamiento especial a la Argentina en el pasado”, y que “hay unos 100.000 millones de dólares de capital extranjero que podrían regresar a la Argentina”.

Para un enorme conjunto de economistas, opinadores varios y ciertos periodistas poco avisados, este mantra repetido de que la inversión extranjera nos va a salvar ha sido reiteradamente reproducido en las últimas décadas. Es asombroso el desconocimiento histórico de los que hablan, en algunos casos sin saber, y en otros ocultando realidades que pondrían en crisis afirmaciones insostenibles. Nada mejor que recurrir a las evidencias históricas para desenmascarar tantas falacias que los gurúes de la economía pontifican como si fueran verdades reveladas.

La deuda argentina, de los apoyos al fracaso

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El plan de 1992

El proceso de reestructuración de la deuda externa argentina, conocido como Plan Brady, comenzó a estructurarse en 1992 bajo la dirección del JP Morgan, con la participación del Citibank, Chase Manhattan y la asesoría técnica del FMI, el Banco Mundial y el BID.

Presentado como un mecanismo para “normalizar” la situación crediticia del país y recuperar el acceso a los mercados financieros internacionales, el plan fue en realidad una ingeniería de control financiero diseñada por los grandes bancos acreedores con la anuencia del gobierno argentino. El ministro de Economía Domingo Cavallo reconoció públicamente en 1993 que “el Brady no fue una negociación, sino una adecuación a los estándares del sistema financiero internacional”.

El esquema diseñado por el JP Morgan no se limitaba a la conversión de bonos viejos por nuevos títulos garantizados, que valían entre el 17 y el 20% en el mercado, y a cuyos tenedores se les reconoció el valor de 100, sino que venía acompañado de un conjunto de condicionalidades impuestas por el FMI y el Banco Mundial, que incluían:
- La privatización de las empresas públicas (YPF, ENTEL, Gas del Estado, Aerolíneas Argentinas, Ferrocarriles, Agua y Energía, entre otras);
- La reforma laboral, orientada a reducir los costos de contratación;
- La privatización del sistema jubilatorio, a través de las AFJP (Ley 24.241 de 1993);
- Y la desregulación total de los mercados de capitales y del comercio exterior.

El Memorándum de Política Económica del FMI de 1991, suscripto por el gobierno de Menem y Cavallo, establecía expresamente que “la implementación del Plan Brady deberá ir acompañada por un proceso sostenido de privatizaciones, liberalización del comercio y reforma del sistema previsional” (FMI, Staff Report for Argentina, 1991). Ese voluminoso plan financiero y económico implementado a partir del año 1992 fue estructurado íntegramente por el JP Morgan, como pude verlo en una carta confidencial enviada a las autoridades ecuatorianas en 1993, donde expresaba las bondades del plan y la necesidad de hacerlo en ese país.

La violación de la legalidad

En la práctica, el proceso de reestructuración violó el orden legal de la República. Diversos documentos reservados del Banco Central y testimonios posteriores de funcionarios del área jurídica confirmaron que los dictámenes del Asesor Letrado del BCRA, así como los informes de los abogados contratados por la Argentina en el exterior, fueron redactados por estudios jurídicos vinculados al JP Morgan y al Citibank, que luego eran “convalidados” por las autoridades locales, todo lo cual fue sustraído al conocimiento público, al extremo que el Congreso Nacional fue informado en unas pocas líneas de texto en el Proyecto de Presupuesto del año 1993, sobre el acuerdo al que se había llegado con los acreedores.

Los abogados de Morgan y del Citibank prepararon los dictámenes jurídicos del Procurador del Tesoro de la Nación, que se limitó a firmar lo que se le enviara sin cambiarle una coma, lo que fue materia de una presentación que yo hiciera en la justicia Federal, y que contó con el apoyo del entonces Fiscal, Dr. Federico Delgado. A pesar de la evidencia existente al respecto en la justicia, la Auditoría General de la Nación (AGN) sostuvo que “los términos legales y contractuales de los títulos emitidos durante el proceso Brady se adoptaron de los modelos preparados por los bancos colocadores, sin dictamen previo del Procurador del Tesoro ni análisis de constitucionalidad” (AGN, Informe N° 17/2000), afirmación que contrasta con lo que surge de la documentación que oportunamente presentara y de la copia del dictamen obrante en el Archivo de la Procuración.

El fiscal Federico Delgado dejó el recuerdo de un hombre ejemplar

De ese modo, el Estado argentino cedió el control jurídico y normativo de la operación, convirtiendo los contratos financieros en instrumentos de sujeción internacional.

Una reunión previa de banqueros y empresarios y los resultados

Previo a la instrumentación del plan, se realizó una reunión clave en Buenos Aires, de la que participaron representantes del JP Morgan, el Citibank, el Chase Manhattan Bank, y asesores de los principales estudios jurídicos de Nueva York y Londres, empresarios nacionales y extranjeros y abogados de las empresas junto a funcionarios del gobierno, que explicaron lo que se pensaba hacer. En ese encuentro, el entonces canciller Guido Di Tella expresó una frase que quedó registrada por la prensa extranjera: “todo se ha estructurado para que ustedes —los banqueros y empresarios— hagan lo que quieran” (Financial Times, edición del 14 de marzo de 1992). Esa afirmación sintetizaba el espíritu de época: la aceptación explícita del dominio de los intereses financieros globales sobre las decisiones soberanas del Estado argentino.

El resultado inmediato del Plan Brady fue la aparente “normalización” de la deuda externa. Pero detrás de esa fachada se escondía una ampliación monumental de los compromisos financieros. Aunque el ministro Cavallo había sostenido que la deuda en el año 2000 iba a ser un lejano recuerdo, según datos del Ministerio de Economía y del Banco Central la deuda pública total pasó de 62.000 millones de dólares en 1991 a más de 140.000 millones en 1998 (Boletín de Deuda Pública, Ministerio de Economía, 1999), poniendo en evidencia una vez más cómo son estas reestructuraciones de deuda y a quién benefician.

El mecanismo fue simple: se reconocieron intereses atrasados, se capitalizaron punitorios, y se emitieron nuevos bonos a largo plazo, garantizados por bonos cupón cero del Tesoro de los EE.UU. depositadas en la Reserva Federal de Nueva York. Es decir, la Argentina aumentó su deuda para pagar la deuda, bajo un régimen de subordinación legal y económica. Para la compra de esos bonos hubo que volver a endeudarse con el FMI, el Banco Mundial y el Eximbank de Japón.

Las consecuencias estructurales fueron inmediatas. Entre 1990 y 1999, más del 80% de las empresas privatizadas quedaron en manos de grupos extranjeros (Fuente: CEPAL, La Inversión Extranjera en América Latina, Informe 2000). Las AFJP que administraban el sistema jubilatorio estaban controladas por bancos internacionales como HSBC, Citi, BBVA y Santander. Las telecomunicaciones pasaron a Telefónica y Telecom; el gas y la electricidad a consorcios internacionales; y la banca nacional se redujo a una mínima participación en el sistema financiero. El propio Banco Mundial, en su informe de 1996, celebraba que “Argentina ha alcanzado uno de los mayores niveles de apertura y privatización de su historia” (BM, Country Assistance Review: Argentina, 1996), aunque esa “apertura” significó la pérdida de control sobre los resortes fundamentales de la economía nacional.

El proceso iniciado en 1992 consolidó un modelo de dependencia estructural. El Estado argentino quedó condicionado por compromisos asumidos bajo legislación extranjera, y los organismos internacionales pasaron a dictar las líneas principales de la política económica. El JP Morgan, que había actuado como diseñador del Plan Brady, se convirtió también en uno de los principales beneficiarios de la nueva deuda emitida. Su papel no fue solo el de acreedor, sino el de arquitecto del nuevo orden financiero argentino, en el que el capital transnacional sustituyó al poder soberano. La deuda, lejos de ser una solución, se transformó en el instrumento más eficaz de control político y económico.

Desde entonces, cada renegociación o reestructuración ha reproducido la misma lógica de subordinación, iniciada en aquellos años bajo la apariencia de “modernización” y “confianza de los mercados”.

Evidencias de una investigación silenciada

El regreso del JP. Morgan al corazón del poder económico

La historia parece repetirse: el mismo entramado financiero que en los años noventa impuso la reestructuración y la privatización del patrimonio público regresa ahora para hacer negocios a expensas del desarrollo nacional, bajo el discurso de la “confianza de los mercados” y la “vuelta al crédito internacional”. El círculo de la dependencia se cierra, mostrando que el poder financiero global no abandona nunca los territorios que logra subordinar: simplemente adapta sus métodos y cambia sus interlocutores, manteniendo inalterado su objetivo —la apropiación de la renta nacional y la subordinación de las decisiones soberanas a los intereses del capital global. Los antecedentes de lo ocurrido con estos grupos están debidamente documentados en el Juzgado en lo Criminal y Correccional Federal N° 2, aunque el tribunal jamás ha adoptado decisión alguna para determinar con claridad las responsabilidades de todos los que actuaron en su momento, pese a los esfuerzos del Fiscal Federico Delgado, que precisamente investigó toda esa afectación al patrimonio nacional.

Treinta y tres años después de aquel proceso en el que el JP Morgan desempeñó un papel central en la estructuración del endeudamiento argentino de los años noventa, la historia parece repetirse, aunque en un contexto mucho más concentrado y globalizado. Hoy, el banco ya no actúa como una entidad aislada, sino como parte de un vasto conglomerado financiero internacional que articula intereses comunes con los principales fondos de inversión del mundo: BlackRock, Vanguard, Morgan Stanley, Fidelity, State Street, entre otros.

Estos fondos no solo intervienen como grandes tenedores de deuda soberana argentina, sino que también son accionistas relevantes del propio JP Morgan y de las principales corporaciones que operan en el país. En la práctica, constituyen una red de poder económico transnacional que influye simultáneamente sobre los flujos de capital, las políticas públicas y la orientación del desarrollo económico.

Desde 2024, se observa un renovado desembarco del JP Morgan y de estos fondos en la economía argentina. Lo hacen a través de la adquisición de activos estratégicos —particularmente en el sector energético—, de la expansión de su participación en instrumentos financieros locales y de su injerencia directa en la definición de la política de deuda. Aunque el secretismo oficial impide conocer los alcances concretos de las negociaciones, distintas operaciones recientes permiten inferir una creciente dependencia del gobierno respecto de la asesoría y la intermediación de este conglomerado financiero.

Sin embargo, lo más significativo del escenario actual no radica únicamente en el poder económico de estas entidades, sino en la inédita composición del elenco gubernamental encargado de la conducción de la política económica. Por primera vez en la historia argentina, prácticamente todos los funcionarios clave del área provienen directamente del JP Morgan o de entidades financieras asociadas a su órbita de influencia.

El ministro de Economía, Luis Caputo, fue jefe de trading para América Latina en los años noventa; el presidente del Banco Central, Santiago Bausili, trabajó en mercados de capitales y derivados en el mismo banco; el vicepresidente del BCRA, Vladimir Werning, se desempeñó como executive director y chief economist para América Latina; el entonces secretario de Finanzas y actual canciller, Pablo Quirno, fue director para América Latina en la sede neoyorquina del JP Morgan; el secretario de Programación Económica, José Luis Daza, ejerció como managing director y jefe de research de mercados emergentes; el recientemente designado secretario de Finanzas, Alejandro Lew, fue vicepresidente del banco en Buenos Aires y en Nueva York; y finalmente Damián Reidel, asesor de la presidencia, también proviene del JP Morgan y de Goldman Sachs.

Resulta difícil sostener que semejante concentración de exdirectivos de una misma entidad financiera en los principales cargos económicos sea fruto de una mera coincidencia. La homogeneidad de sus trayectorias, sus vínculos personales y profesionales, y la confluencia de intereses que los une, permiten advertir una continuidad de criterios y lealtades que trascienden las fronteras nacionales.

Su presencia revela, más que una política económica soberana, la consolidación de una estructura de poder que actúa desde fuera del Estado, pero lo penetra y lo dirige desde dentro. En los hechos, las decisiones estratégicas sobre deuda, finanzas, inversión, energía y recursos naturales no se toman en función del interés nacional, sino en respuesta a las exigencias del capital financiero global, que ha logrado colonizar los resortes mismos de la conducción económica. No se trata ya de influencia o de presión externa, sino de una forma más sofisticada de tutela: los representantes del sistema financiero internacional ocupan directamente los cargos desde los cuales se define el destino del país, lo que jamás había ocurrido antes.

Pareciera que el gobierno aparece como el mero administrador local de un programa diseñado por los grandes fondos de inversión, que utilizan al Estado argentino como una plataforma para sus negocios y como garantía para la reproducción de su propio poder. Las políticas de ajuste, la contracción del gasto público, la liberalización financiera y la entrega de activos estratégicos no son errores ni impericias, sino las piezas de un mismo engranaje pensado para asegurar que el flujo de riqueza nacional se transfiera, sin interrupciones, hacia los centros del poder económico mundial. La pronta privatización de un sector de Nucleoeléctrica es uno de los tantos ejemplos.

Quienes hoy controlan el área económica no son simples técnicos ni servidores públicos; son delegados de una estructura transnacional que opera por encima de los gobiernos, de los partidos y de la voluntad popular. Por eso, hablar de soberanía económica bajo estas condiciones resulta casi una ironía. La Argentina ha sido convertida en un laboratorio de disciplinamiento financiero, donde las mismas recetas que llevaron al colapso social de los noventa se aplican nuevamente, pero esta vez con mayor impunidad y con la legitimidad que otorga el discurso tecnocrático.

Creer que esta situación responde al azar, o que la coincidencia de tantos exejecutivos del JP Morgan en los principales cargos es producto del mérito individual, sería una forma de negar la evidencia. Lo que se ha puesto en funcionamiento es un proceso deliberado de captura del Estado por los intereses del capital financiero global. Y mientras se celebra el supuesto “orden” macroeconómico, se consolida un modelo de dependencia que vacía al país de su capacidad de decisión y lo somete, una vez más, a la lógica perversa de la deuda y la subordinación.

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