Lo más desconcertante de este tiempo no es la velocidad ni la saturación, sino la cantidad de cosas que creemos que estamos viendo cuando en realidad apenas estamos pasando por encima, como quien hojea un libro sin abrirlo del todo, convencido de que ya sabe de qué trata, y después anda por la vida repitiendo interpretaciones que no leyó en ningún lado.
Podés recibirte, podés publicar un libro, podés enamorarte, podés tener un logro gigante… y el mundo igual pasa de largo, porque nadie lee nada, nadie mira nada, nadie registra más allá de un parpadeo distraído.
Hay una escena que se me repite y que no deja de llamarme la atención: subo algo, lo comparto, lo dejo ahí flotar en ese mar de estímulos donde todo compite con todo, y en cuestión de minutos aparece gente comentando partes que jamás escribí, interpretaciones que no existen, frases que nunca dije, como si el contenido fuera un holograma que cada uno arma según su apuro, su cansancio o su necesidad del momento.
La Catedral de Notre Dame sella el fracaso de la literatura y el éxito de las imágenes
Y yo, que debería enojarme o corregir, termino soltando una risa muda porque entiendo que la atención ya no es un acto voluntario sino una especie de reflejo torpe que intenta sobrevivir a la tormenta.
Leer, sentir, profundizar, eso era estar vivos
La lectura profunda se volvió algo tan improbable como encontrar silencio en una avenida un viernes a la tarde. No es que no queramos, es que nos cuesta entrar en ese modo donde una idea pide quedarse un rato adentro nuestro, donde algo se acomoda, donde algo duele un poco, donde algo nos obliga a pensar. Hay un miedo extraño a quedarse quietos y una ansiedad permanente que nos empuja a saltar al siguiente estímulo como si el presente fuera un suelo caliente.
Y en esa fuga constante perdemos matices, perdemos conversaciones, perdemos densidad emocional, perdemos hasta la capacidad de ver lo que tenemos enfrente.
Yo también estoy metido en esa dinámica, no me pongo en un pedestal, porque más de una vez me encuentro scrolleando sin saber qué busco, leyendo en diagonal para avanzar más rápido, persiguiendo esa sensación de que “estoy al día” cuando en realidad no procesé nada. Y cuando caigo en esa trampa me doy cuenta de que la contradicción que critico la cargo yo también, y que la batalla no es tecnológica sino interna, casi íntima, como si el cerebro estuviera pidiendo a gritos una pausa que nunca termina de llegar.
Escribo para esa minoría terca que no se resigna a la lectura en piloto automático"
Lo más raro de todo es que seguimos actuando como si no pasara nada, como si todavía pudiéramos hablar de profundidad en un ecosistema que funciona como un casino emocional, donde todo brilla por un segundo y desaparece al siguiente, donde mostramos platos que no disfrutamos, viajes que no habitamos, vínculos que no sostenemos, y aun así nos convencemos de que estamos “conectados”, cuando la conexión se volvió más un trámite que un puente real.
Y sin embargo, siempre aparece alguien que se queda un poco más, alguien que no se deja llevar por la corriente, alguien que lee sin apuro, alguien que observa incluso cuando el texto no le regala imágenes fáciles ni frases listas para compartir.
Es gente rara, en el mejor sentido, gente que entiende que la atención no es solo una habilidad sino una forma de estar vivo, una forma de tocar el mundo con un poco más de profundidad. Y si vos llegaste hasta acá, sos parte de ese grupo minúsculo y valiente que todavía se toma el tiempo, que todavía respira dentro de un texto, que todavía registra algo más que un titular o un destello.
No escribo para multitudes, nunca fue mi motor. Escribo para esa minoría terca que no se resigna a la lectura en piloto automático, esa minoría que sabe que observar es casi un acto de resistencia, esa minoría que todavía puede sostener una idea sin que se le derrita la atención en las manos. Si estás acá, es con vos con quien hablo.
Los demás no leen. Vos sí. Y eso ya es una forma de futuro.