OPINIóN
Plataformas

Los dueños de la pelota, la cancha y las reglas

El verdadero dilema social no es la adicción a las redes, para lo que hay rehabilitación, sino una cultura colonizada por el mercantilismo y la ideología.

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Adicción. La película The Social Dilemma reveló cómo nos manipulan los algoritmos. Tik Tok e Instagram canalizan hoy contenidos culturales. | cedoc

La película de Netflix The Social Dilemma alerta sobre la potencial adicción que supone el uso de redes sociales, y anima a abandonarlas. Habría que examinar el sustento empírico que dispara esta alarma, pero más inquietante que cualquier posible dependencia es la ultrapasteurización de contenidos de las oligopólicas plataformas de streaming, como la que alberga el propio film. Y tal vez el verdadero peligro no abordado por la película sea el inconmensurable poder que han acumulado las Big Tech, porque, ¿qué ubicuo y todopoderoso ente decide qué veremos y qué no?

Sin inocencia. Cualquiera que indague un poco encontrará en Netflix no solo un inocente sitio “para ver películas y series”, sino también una poderosa tarima de propaganda. Casi todo lo allí alojado, y hay que decirlo, a veces de muy buena factura técnica y artística, contiene una bajada de línea específica.

Los grupos económicos que operan la cultura son hábiles para vender la “revolución” y amordazar “la” revolución y, sobre todo, astutos para desalentar la reflexión individual y crítica, y fomentar el pensamiento único; porque el colectivismo les viene como anillo al dedo por ser exponencialmente más redituable: es más fácil vender dos colores de pañuelo que producir para todo el Pantone. Los razonamientos más complejos, a veces los que se acercan más a la verdad, o por lo menos a un equilibrio, mueren con la polarización. Famoso es ya el truquillo de algunos partidos políticos de incorporar facciones de izquierda y de derecha para alzarse con la mayoría del electorado.

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Y este fenómeno se concatena con otro: el flujo constante y copioso que drena por esa manguera hace que el consumidor despreocupado no tenga respiro para preguntarse qué, cuánto, cómo y por qué consume lo que consume. ¿Cómo hacerlo? Si Netflix ni siquiera deja terminar la película, y ya saca los créditos y nos enchufa otro título. ¿Acaso para que sigamos tragando sin parar, sin reflexionar sobre lo visto, sin indagar sobre su ficha técnica? ¿O lo hace para ahorrarnos el esfuerzo de pensar? Tal vez el truco consista en mantener al espectador aturdido de azúcar, sobrealimentado de certezas tranquilizadoras, gordo de “verdades” masticadas, digeridas. El Aparato regurgita sin pausa su alimento balanceado en cientos de millones de picos abiertos y anhelantes (y aquí sí cabría la cuestión adictiva que plantea The Social Dilemma).

Literatura. Yendo al universo literario, el mundillo editorial se ha arremangado las botamangas para meter los pies en el lodazal de aplicaciones y plataformas, con las concesiones y condicionantes que eso conlleva; entre otras cosas, el empleo de un lenguaje quinceañero y una estética informal y aniñada. Entonces, los libros se exhibirán, sí, pero muy por encima, en un elogio de la inmediatez y la estridencia, del colorido y la melodía pegadiza, que no dará lugar a otra cosa que no sea un maremágnum de tapas despampanantes y eslóganes, de réplicas de recomendaciones automáticas y de intercambios entre gente que no leyó el texto en cuestión pero que así y todo lo vitorea. “La gente no quiere leer, quiere haber leído”, dice Dolina.

Los grandes monopolios editoriales ya están vertiendo sus catálogos en estas canastas de comida rápida, y ante la pauperización gana el establishment: lo que el sistema instala será lo que tendrá visibilidad, siguiendo una cómoda inercia hacia la concreción de sus intereses, tanto económicos como ideológicos, en una cancha inclinada en que la mayoría del público no se preguntará demasiado ni hará exámenes profundos sobre eso que se le presenta como lo mejor, lo único, lo indiscutible; pero no porque se trate de un público tonto, muy por el contrario, individuos de hiriente agudeza circulan por las redes sociales, sino porque el scroll infinito de Instagram propone figuritas atractivas; los videítos de TikTok prometen emoción visual, y rara vez alguien someterá la urgencia por el disfrute de esos estímulos reconfortantes a la reflexión consciente y profunda, a esa especie de meditación en movimiento que implica bucear en las cuevas submarinas de una obra literaria. Y es que, como dentro de un shopping virtual, se transita de pasillo en pasillo y de escalera mecánica en escalera mecánica, pero indefectiblemente el famoso algoritmo, ese nuevo tirano que decide quién será feliz y quién no, nos deposita frente a “locales” donde se exhiben productos homologados por el dueño del mismo algoritmo. Difícilmente se encontrará algo “distinto”. Ocurre excepcionalmente: “contrabando” que logra burlar los sensores del Sistema. O tal vez sería más propio hablar de burla a los censores. Pero ese es otro tema.

 

Mercado. Hay algo muy positivo en la divulgación que ejercen instagramers, tiktokers, booktubers: los títulos llegan a un público joven y deseoso de material que represente sus intereses, presentado por maestros de ceremonias que hablan su idioma. Eso tiene un alto valor. Pero también algo negativo, y es justamente lo mismo. Es decir, lo apropiado para adolescentes no lo será para adultos. Y hablo tanto de escritores como de lectores. Escritos de cierta complejidad serán evaluados, reseñados y exhibidos con las mismas herramientas, los mismos códigos y en el mismo contexto que Crepúsculo o Cincuenta sombras de Grey. Porque la dinámica que se impone es la del segmento de consumidores adonde apunta el mercado como blanco para sus ventas. Hay excepciones, por supuesto, pero debo generalizar para plantear el asunto.

El lector suspicaz de esta nota podrá sugerir que para análisis más exhaustivos existen otros canales. Pero, ¿los hay? ¿Queda algún canal con suficiente llegada? ¿Que además sea plural? Me parece que no, me parece que estos formatos barrieron hasta con los restos aún tibios de la televisión.

También se podría inferir que determinados volúmenes no están allí porque no alcanzan el estándar necesario, pero un libro no debería ser solo un producto maleable para las estrategias de marketing. Un buen libro podría llegar a contener el signo de una época, y no debería comercializarse del mismo modo que se comercializa un monopatín eléctrico. Hay temas que no son fulgurantes, no son la moda ni están fogoneados por grupúsculos de elite, y terminan muriendo ahogados bajo el tsunami del mainstream.

Preguntas. Y a partir de estas reflexiones, me surgen interrogantes: 

¿Cómo esquivar la bajada de línea de los massmedia? ¿Puede un TikTok de un minuto compactar la esencia de un libro? ¿Dónde están hoy aquellas excelentes películas que se alquilaban en los videoclubes? ¿Cómo evita el pequeño productor de ficción ser aplastado por las pantagruélicas campañas de grupos multimedia? ¿Cómo equiparan posibilidades autores sin padrinazgo con autores subrepticia y millonariamente patrocinados? ¿Qué jerarquía se le está dando a una obra cuando es reseñada en milimétrica tipografía en un post de Instagram, así, a las apuradas, porque ya viene otra obra detrás en la producción en cadena?

Son preguntas retóricas, no tengo las respuestas. Solo siembro la duda para contagiar la urticante intriga que padezco. Volviendo a Netflix, ¿para cuándo un documental que explore el ignoto destino de las películas y series “incorrectas”? He ahí, yo creo, el verdadero Social Dilemma: la adicción a las redes sociales puede eventualmente resolverse con una rehabilitación; una cultura colonizada por el mercantilismo y la ideología, no.

*Escritor.