OPINIóN
El efecto caverna

Los monos de Campbell, la pandemia y el espíritu humano

Una de las consecuencias que emergen del difícil momento que atraviesa la humanidad podría ser una profundización de la pérdida del sentido de la vida.

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Los monos de Campbell (Costa de Marfil) tienen un lenguaje complejo que les sirve para advertir a su grupo sobre situaciones peligrosas. Los científicos estiman que los homínidos han desarrollado formas de comunicarse desde hace unos 60.000 años y que las voces de alerta para subir a los árboles o correr a la caverna ante la aparición del depredador o situaciones imprevistas, están arraigados desde la prehistoria del Homo sapiens. Hay abundantes datos: el encierro en el refugio ha sido el recurso más básico del instinto. Sin embargo, el hombre primitivo se guarecía en la caverna hasta que los alimentos se terminaban. Luego, ya sin opciones, debía asumir el riesgo y salir.

Va de suyo que esconderse del peligro para sobrevivir suele ser una necesidad primaria, pero las prioridades cambian en el tiempo. La vida –propiedad primigenia– es el derecho más básico de los humanos y su protección responde a la dinámica de los acontecimientos. La supervivencia un día puede estar en la caverna y al otro en el ingenio para intentar vencer al depredador y procurar los alimentos imprescindibles. Por consiguiente, no hay contradicción entre salud (vida) y administración de recursos (economía). Es un falso dilema.

Desde que el SARS-CoV-2 se extendió por todo el planeta se ha buscado preservar la vida con una herramienta ancestral. Tal vez fue correcto no considerar la evidente destrucción económica para dar prioridad a otras urgencias e instintos en tanto se elaboraban estrategias y alternativas. Pero el depredador que ronda la caverna parece hábil y muta en tanto los recursos se agotan.

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El mundo está emitiendo moneda y deuda a gran escala, miles de empleos se destruyen y hay países, como por ejemplo la Argentina, que ya no tienen cómo sostener un encierro sin agravar los fundamentos del entramado social.

Las estadísticas son inferencias sobre datos recogidos, y las inferencias son conclusiones, juicios que llevan a decisiones, pero cifras reunidas de una determinada manera muchas veces “dicen” lo que no “dirían” si se las vincula de otra forma. No es lo mismo medir muertos en un conglomerado con una pirámide de población de base angosta (envejecida) que otro con un formato distinto. Los datos de una región con población afectada por asbestosis, como el norte de Italia, no son relevantes para otra sin esas particularidades. El aumento de contagios en una comunidad masiva y sistemáticamente hisopada no puede compararse con los de una que no realiza pruebas o que diseña las muestras sin rigor metodológico. La relación contagios e individuos asintomáticos puede estar indicando algo si se lo quiere ver, o el trágico nexo entre muertos y contagiados tal vez podría llevar a conclusiones útiles si se intenta arribar a ellas. Todo puede y debe ser discutido, pero no es posible negar que el mundo navega sin considerar –y tal vez sin poder obtener– infinidad de datos de un número elevadísimo de víctimas causadas por lo que se podría llamar “el efecto caverna”.

Nadie conoce el número de muertos por no diagnosticarse a tiempo enfermedades, por interrumpir tratamientos, por secuelas psicológicas, ni las consecuencias por la suspensión de la formación y maduración de los niños; miles de variables soslayadas parecen escaparse de las ponderaciones de los estados y eso tendrá consecuencias muy graves para la humanidad en general y los países más vulnerables –como el nuestro– en particular.

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Según un estudio publicado en la prestigiosa revista The Lancet, la crisis “subprime” o de las hipotecas (2008) produjo unos 260.000 fallecimientos que no hubieran ocurrido sin la recesión. La cifra sólo contempla a los países que integraban la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Baste este ejemplo como muestra para considerar la incidencia de las crisis económicas en la salud y estimar lo que a veces no se pondera al decidir qué hacer en una situación como la que hoy atraviesa la humanidad.

Las presentes líneas han comenzado por describir la vida de los primates pero aspiran a terminar en nosotros.

El médico psiquiatra Viktor Frankl realizó un enorme aporte al sugerirla dimensión espiritual humana. Su posición, forjada dentro de los campos de concentración nazis, no pretendió imprimir un sentido confesional a su aporte, sino a algo más operacional respecto de lo profundo fuera o dentro del ser humano, lo que llamó “el interlocutor de nuestros soliloquios más íntimos”.

Una de las consecuencias que emergen del difícil momento que atraviesa la humanidad podría ser una profundización de la pérdida del sentido de la vida. Frankl dedicó sus años después del Holocausto experimentado en carne propia, a que las personas busquen sentido a sus vidas. Quizás eso podría ser un punto de partida a considerar, ya que ante la incertidumbre lo más apropiado bien podría ser continuar con disciplina, respeto y cuidado de uno mismo y los demás, con el proyecto de vida de cada uno a pesar del precio que suelen cobrar las pandemias, menos el descuento que la ciencia concreta permita alcanzar.

 

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Frankl afirmó: “¡Diría que nuestros pacientes nunca se desesperan realmente por el sufrimiento en sí mismo! En cambio, su desesperación surge en cada instancia de una duda en cuanto a si el sufrimiento es significativo. El hombre está listo y dispuesto a soportar cualquier sufrimiento tan pronto como pueda ver un significado en él”.

La mejor respuesta a la pandemia podría ser simplemente Salir y VIVIR con propósito en la seguridad de que el asunto es muy serio y requiere del compromiso de todos pero no de un encierro compulsivo de consecuencias imprevisibles.

Es posible que la enseñanza más valiosa en la gestión de esta pandemia sea qué es lo que NO debe hacerse la próxima vez que un virus se disemine por todas partes, y dejar el recurso de la caverna en el pasado al que pertenece.


 

* Luis A. Franco. Licenciado en Ciencias Políticas. Master en Economía y Ciencias Políticas. Investigador asociado de la Fundación Atlas 1853.