¿Quién sabe qué demonios exorcizamos, aun cuando la mirada ajena nos encuentre refugiados debajo de la ciencia más abstracta y más perfecta? De la niebla en la que se hunde nuestro pasado, a veces emerge un brillo fulgurante.
María José Martelo sufrió lo que sufren los humanistas cuando luchan contra la pobreza. “Entre 2001 y 2006 trabajé en un programa nacional financiado por la Unión Europea, con el que recorrí el país armando y reforzando comedores populares. Era como sostener un vaso roto”, recuerda en una mesa de café, y da la sensación de que cualquier recipiente cuyo líquido se derrame sin cesar podría ser la metáfora de la Argentina que nos tocó en suerte.
Esa experiencia en políticas sociales la marcó lo suficiente como para dar vuelta la página. A partir de entonces se dedicó de lleno a los sistemas informáticos; mitad por necesidad, mitad porque comprendió que la transformación digital era un camino por el que podía alimentar el optimismo de su voluntad, para compensar el pesimismo de su razón.
No se trata de parafrasear a Gramsci porqué sí: hoy día, mientras apuesta a dar trabajo y formación en materia de tecnologías que el mundo requiere, Majo admite que cuando piensa en el país no le sobran expectativas; lo que incluye a Carmela, su hija adolescente, a quien prepara con las herramientas necesarias como para poder emigrar.
Sus cuarenta y cuatro años le sientan muy bien, tanto que se permite trabajar larguísimas horas diarias, repartiendo el tiempo entre su rol como investigadora en la UBA, la empresa de desarrollo de software que lidera, y la fundación Start Coding, en la que, desde 2020, vuelca toda su experiencia en la creación, gestión y análisis de herramientas informáticas diseñadas con lenguajes de programación complejos.
“En sistemas, somos como obstetras” explica, y basta con escucharla hablar por teléfono para corroborar que trabaja “veinticuatro siete” porque cuando una aplicación, o una plataforma virtual o un sistema de gestión electrónica de información fallan, la respuesta debe ser inmediata.
“El mundo digital no tiene horario” desliza Majo con cierta resignación. A lo largo de la tarde, muy cada tanto suelta una risa contenida, de esas que toman por asalto a quienes luchan por tenerlo todo bajo control, incluso las emociones.
De hecho, deja ver que es muy amiga de sí misma y de su soledad. Todo planificado, medianamente previsto -tanto como Argentina permite, desde ya- y Majo responderá, la mayoría de las veces, tomándose un segundo para calibrar sus palabras que, además, serán pronunciadas siempre al mismo volumen. “Mi hija tiene el mismo tono de voz que yo, y tampoco puede hablar más alto que esto”, refiere y suelta otra de esas risas cortitas, casi mudas, arqueando las cejas.
Algunos de los hitos en la carrera de Martelo son aportes de esos que podrían pasar desapercibidos, aunque imprimen diferencias sustanciales allí donde impactan. Por ejemplo, en 2018 fue la responsable de aplicar Machine Learning al Boletín Oficial de la Nación de forma que fuese posible encontrar todas las sociedades comerciales fácilmente, lo que era un reclamo sostenido de parte del mundo jurídico.
Ese pedazo de transformación digital dejó huella, pero Majo volvió rápido al sector privado, al detectar que el mercado internacional pedía programadores sin parar, y eso abría enormes posibilidades a los jóvenes argentinos.
“Empezamos a capacitar chicos de dieciocho años porque veíamos que aparecían muchos institutos privados pero cobraban precios inalcanzables para la mayoría”, recuerda. “Además, rápidamente se generó la sensación de que con un curso de tres meses en cualquier lenguaje te contratan de Estados Unidos, y la verdad es que no es cierto. Casi todo lo que usamos hoy día está construido con Java, que es un tipo de código complejo, difícil. Así que con la UBA armamos distintos cursos, con alternativas, un campus automatizado, e intentando que los chicos salgan preparados como para que la realidad no los golpee” agrega.
Majo sostiene que, de niña, decidió que iba a ser feliz. Hermana menor de tres, obsesiva, suelta regularmente frases cortas - “quirúrgicas” suelen señalarle- que la pintan de cuerpo entero: “a las buenas personas se les perdona todo”, es una que usa para explicar su modo de relacionarse y construir vínculos laborales con equipos humanos numerosos y llenos de matices.
A veces somos lo que se ve, y otras mostramos nuestros jirones lo mejor que podemos. Después de todo, haciendo honor a la verdad, nadie puede ponerse en nuestros zapatos ni por un minuto.
¿Cuánto pesan los logros, y cuánto la exigencia ante cada nuevo propósito, en la vida de una mujer que se hizo a sí misma, cómo María José Martelo?
Difícil responderlo, pero hay quienes cuentan que, a principios del mil novecientos treinta y tantos, dos carreros se encajaron en el barro. Bajo la lluvia intensa, uno le imploraba a Dios que lo ayudara; el otro puso los pies en el fango y, sin ahorrar blasfemias, empezó a empujar a la par del caballo, hasta que logró salir adelante.
Si el hecho se reeditara a tono con los tiempos que corren, sería digital. Al empantanarse entre los bits, si Majo estuviera a cargo, de seguro se pondría a la par de los programadores a buscar el ‘bug’ -en inglés, insecto, la forma en que se denominan los defectos en el código fuente de un sistema informático- sin descanso, hasta encontrarlo y salir airosa.
Porque, ante la adversidad, ciertas personas hacen a un lado la razón y sacan a relucir su voluntad inquebrantable. Aunque después, en una charla de café, al mirar hacia atrás se les humedezcan los ojos.
*Docente del posgrado en Inteligencia Artificial y Derecho de la Facultad de Derecho (UBA).