OPINIóN
Covid-19

Cómo está la salud mental de los argentinos después de dos años de pandemia

Variables tales como trastornos del sueño, alteración de las conductas alimentarias, síntomas de la serie depresiva y los consumos problemáticos se han incrementado, constituyendo una especie de “síndrome normal”.

Salud mental
Salud mental | NIK SHULIAHIN / UNSPLAS

La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba, el 11 de marzo de 2020, la pandemia por COVID-19. A continuación se implementaron medidas a nivel mundial con el objetivo de contener su avance.

El 20 de marzo de 2020 se inició el confinamiento preventivo y obligatorio en Argentina. Pocos días después, el 14 de mayo, Dévora Kestel, directora del Departamento de Salud Mental de la OMS, anunciaba que el aislamiento, el miedo, la incertidumbre y la crisis económica producto de la pandemia podrían causar trastornos psicológicos en la población. Pues bien, pasaron dos años y aquí estamos. Pero… ¿cómo estamos?

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Con diferencias y matices según las zonas geográficas, en líneas generales, los estudios epidemiológicos del área de salud mental muestran que variables tales como trastornos del sueño, alteración de las conductas alimentarias, síntomas de la serie depresiva y los consumos problemáticos se han incrementado, constituyendo una especie de “síndrome normal” para esta situación muy anormal, si la comparamos con la prepandemia.

Además, si uno les pone la lupa a esos relevamientos, es posible distinguir entre los efectos directos de la epidemia -el temor a contagiarse y a contagiar a otros y las secuelas psicológicas y emocionales de quienes han padecido los efectos del virus en carne propia o en sus seres queridos- y, por otro lado, los efectos adversos de las medidas de mitigación de daños.

En este último caso me refiero a los efectos secundarios derivados del ASPO y el DISPO, a saber: convivencias intensivas; hiperconectividad virtual acompañada de desconexión afectiva respecto de lo que se hace en las pantallas; debilitamiento de los lazos sociales; desregulación de la imagen del cuerpo por falta de intercambios con otros y un etcétera extensísimo.

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A dos años de iniciada la distopía una cosa es innegable: nuestras vidas han cambiado profundamente. Para aquellos que tenemos la dicha de no padecer la exclusión del sistema, bien porque sabemos leer, tenemos alguna formación y acceso a Internet y por eso podemos trabajar, algunos de esos cambios hasta pueden ser positivos.

Por ejemplo el home office, que si bien tiene su aspecto arduo de trabajo reconcentrado e intensivo invadiendo el hogar, sin embargo nos evita las pérdidas de tiempo de desplazamientos por las ciudades y otros ahorros vinculados. Los privilegiados que nos pudimos “reciclar” en esta etapa, hasta contamos con la posibilidad de poner en circulación nuestros productos o servicios en otros circuitos antes inaccesibles: clases, cursos, asesoramientos y conferencias en el exterior, etc.

Sin embargo, la cara negativa puede ser atroz, acentuando las características distópicas de la época. Me refiero a lo siguiente: aquellos compatriotas más débiles por su pertenencia a las clases más desfavorecidas se enfrentan en estos momentos a un recrudecimiento de esa operación cotidiana y constante que se llama exclusión.

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Sí, la exclusión, esa operación estructural e inherente al mundo capitalista en el que vivimos, la que produce a “los excluidos”, esa categoría ignominiosa que nombra mal (mal-dice) a quienes se han caído del sistema, ella es una operación. ¿Qué significa eso? Significa que no es algo dado naturalmente ni que ocurrió una vez y ahora ya está: existen los excluidos y listo. No. Significa que cada día, para que el sistema siga funcionando, esa operación produce las condiciones para que cada vez menos estemos más y más ocupados, trabajando muchísimo -eso no quiere decir que ganemos más ni que estemos mejor- y que, en ese mismo gesto, el sistema produzca la operación “exclusión”, que aleja de la posibilidad de una vida vivible a muchas personas que no pueden acceder a las necesidades básicas y, por eso mismo, tampoco a un pronóstico favorable.

Entiendo que esto ha sido acentuado fuertemente tras los dos años de pandemia. Se me podrá decir que esta es una mirada social o política del asunto, que esto no es específico del área de la salud mental. En ese caso, no tengo mejor referencia que la de Andrew Manson, el protagonista de La Ciudadela, la clásica novela de A. Cronin.

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¿Cuál será la solución si una población entera presenta los mismos síntomas de contaminación producidos por los desechos de una explotación minera que intoxican la represa de agua de la que abreva todo el pueblo? No quiero “espoilear” la novela para quienes no la hayan leído, pero Manson, el médico que protagoniza la historia, toma una decisión sanitaria explosiva. Entiendo que con la pandemia y con el capitalismo no podemos hacer lo mismo, pero no puedo dejar de preguntarme: ¿qué estructuras mentales convendría que hagamos estallar para ser menos distantes y aislados y, en cambio, más solidarios y amorosos? Creo que hoy, a dos años de iniciada la pandemia, valdría la pena sostener la pregunta.

 


* Martín Alomo. Psicoanalista (MN 32.546), doctor en Psicología, Magíster en Psicoanálisis, Especialista en Metodología de la Investigación, Profesor de Psicología y Licenciado en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Entre otros libros, ha publicado Vivir mejor. Un desafío cotidiano (Paidós 2021); La función social de la esquizofrenia. Una perspectiva psicoanalítica (Eudeba 2020); Clínica de la elección en psicoanálisis. Vol. I y II (Letra Viva 2013).