“La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras. O sea, quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Le pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad, o sea, ¿cuando uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar?”, había lanzado el inolvidable Negro Fontanarrosa en una desopilante conferencia que encabezó en noviembre de 2004 en el Congreso de la Lengua. Inconsciente y audaz, Fontanarrosa desafió los límites de lo gramaticalmente tolerable con picardía y simpatía. Si tan solo los insultos en la televisión se dijeran con ese dejo de sagacidad del rosarino, que diferente sería todo. En tiempos de mucho odio y resentimiento, la puteada se ha vuelto moneda corriente en la televisión.
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La televisión argentina se ha transformado en una verdadera coctelera de insultos. Discriminación, racismo y agresiones para aquel que piensa diferente desnudan falencias en la educación y la formación de algunos profesionales, no solo periodistas, que desfilan por la “caja boba”. La transversal grieta política que nos enfrenta, sumada a la inserción de otros tópicos sociales igual de confrontativos como la interrupción voluntaria del embarazo o la condena a personas por sus dichos en redes sociales hace más de 8 años (con lo que eso conlleva), por citar tan solo ejemplos recientes, aumentan la cantidad de ofensas y agravios. Desde la hoy simpática pelea entre Samid y Viale hasta los enfrentamientos frecuentes en los programas de Marcelo Tinelli, la ofensa verbal pública no es algo propio de estos tiempos sino que viene de larga data. No obstante, curiosamente esto se ha incrementado en los medios tradicionales de comunicación pese a existir otros canales como las redes sociales donde se ha canalizado, desgraciadamente, el discurso agresivo. En el análisis, ese aspecto no puede ser relegado. Es llamativa la gran cantidad de insultos “al aire” cuando existe una red social como twitter, que se ha transformado en esa suerte de aldea global donde se pregona un discurso violento y en la cual no se permite lugar al pensamiento diferente por parte del otro y la empatía brilla por su ausencia, entre tanto hater, troll y demás.
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En tiempos prehistóricos televisivos, el insulto estaba prácticamente prohibido y cuando se utilizaba al aire era comentado en confiterías, reuniones de amigos y oficinas. Hoy, esa vieja tendencia del decoro pareciera quedar obsoleta. A veces sin querer queriendo, lo pasional domina lo racional pero, por lo general, el insulto es totalmente premeditado. De uno u otro lado de la grieta, periodistas de renombre apelan al golpe verbal propio de la puteada para ocasionar un impacto, en parte porque quieren reforzar sus ideas y ésta oficia de rueda de auxilio perfecta para fortalecer ese discurso, pero también, cada vez con más frecuencia, para generar alguna conmoción cuando una editorial se vuelve un tanto endeble. Los números del rating apoyan a aquellos conductores que son formadores de opinión con discursos más duros donde siempre se escapa algún improperio. Esto revela que no solo nos sentimos cómodos con aquellos periodistas que ratifican nuestros sesgos cognitivos y prejuicios sino también refleja el morbo popular respecto de eso frecuentemente infrecuente que es un insulto en vivo.
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De ninguna manera es objetivo de estas líneas criticar la utilización (o no) de las malas palabras, más cuando hay algunas que tienen “una expresividad y una fuerza que difícilmente las haga intrascendentes”, como acertadamente decía Fontanarrosa. A pesar de eso, hay lugares y lugares para utilizarlas. Indudablemente que sería prudente comprender lo que ocurre cuando se incurre en un exceso de las mismas, cayendo en una inevitable falta de respeto hacia la audiencia que, además, pierde el foco respecto del análisis efectuado. En esta tiranía que es el rating y la “doble pantalla”, el impacto lo generará aquel análisis en donde haya algún insulto o agravio por sobre aquellas investigaciones profesionales, serias y responsables de otros tantos profesionales que, en su afán de mantener las formas y sostener cierta altura, evitan caer en la puteada. En otras palabras y parafraseando aquel dicho popular mal asociado a varios políticos del Siglo XX: insulta, insulta que algo quedará.
Lejos en el tiempo parecen haber quedado esos despidos o renuncias (en el mejor de los casos) de periodistas por tener algunos exabruptos al aire. Vivimos una era donde todo parece estar permitido, regidos por una clara decadencia de valores y respeto por el prójimo, en donde muchas veces, en vez de regular y asumir errores propios, periodistas y personajes entrevistados redoblan sus apuestas. Como si todo se tratara de una partida de truco en la que, con pocas cartas, se envalentonan con el tramposo "falta envido y truco". Bajo esta ecuación, el insulto pasa a ser un instrumento más del odio, que excede los límites de una pantalla y alimenta todo tipo de informaciones, verídicas o no, que atentan contra el pensamiento crítico colectivo.