El título de esta nota es el que eligió Raúl Prebisch para el trabajo que entregó al teniente general Eduardo Lonardi en octubre de 1955. Un mes antes, este probo militar había encabezado el alzamiento que terminó con un régimen que, además de conculcar las libertades civiles, hizo que, por primera vez en la historia, la inflación fuera una endemia en la Argentina. A 68 años de aquel hecho histórico, se puede afirmar que restaurar las libertades fue más fácil que restaurar la salud de la moneda.
Cualquiera sea el signo político del gobierno que se inaugure el próximo 10 de diciembre, tendrá que encarar, sí o sí, una profunda reforma del sistema monetario. Lo será para cualquiera partido que gane, porque, aunque fuera el oficialismo, es notorio que no va a poder seguir con el régimen actual, en el que se crea dinero a tasas astronómicas para financiar déficits incontrolables, luego se esteriliza una parte de ese dinero pagando tasas enormes por deudas a corto plazo (Leliqs) y, aun así, la gente quiere tener tan poco dinero en sus bolsillos, que los precios crecen a velocidades de hiperinflación y el dólar se paga en los mercados libres al doble de lo que se paga en el ridículo “mercado único y libre de cambios”. Bien sabe el Gobierno que lo de hoy es una ficción, propia de la campaña electoral.
La reforma monetaria requerirá como condición necesaria la reforma fiscal: el conjunto de medidas que apunte a eliminar el déficit crónico que el sector público tiene como cáncer desde hace décadas, y que es la madre de todo el problema monetario. Si no hay reforma fiscal, o si tal reforma no es creíble, no hay posibilidad de hacer una reforma monetaria exitosa.
Los gobiernos financian sus gastos desmesurados como quieren o como pueden. Primero con impuestos distorsivos, luego recurriendo a endeudamiento externo, hasta el punto en el que ocurre el “sudden stop”: cuando desde fuera ya no se le presta más. Pasó en 2001 y también en 2018. También se recurre a la deuda interna con los bancos y mercados de bonos, lo que literalmente expulsa al sector privado de estos mercados. Finalmente se recurre al Banco Central, con el resultado de la inflación que tenemos, que no solo extingue el crédito, sino que lleva masivamente a ahorrar en activos externos.
El nuestro no es el mejor país del mundo, pero tampoco el peor. Tenemos un producto per cápita, que es una cuarta o una quinta parte del de las economías ricas. Pero es el doble o el triple o más de lo que se ve en los países más pobres. Lo que marca a la Argentina es su estancamiento o bajo crecimiento, que hace que esta relación, que era del 80 o del 90% hasta 1930, sea ahora del 20%. Este es el fracaso de la Argentina, fracaso que mucho tiene que ver con el raquitismo del crédito y que, a su vez, mucho tiene que ver con la inflación.
La inflación endémica, alta y crónica de casi ochenta años, con tasas solo excepcionalmente menores a dos dígitos, han hecho que el crédito en serio sea una rareza, una quimera. Hay doce cuotas para comprar un televisor (¡con intereses que se insiste en negar!), pero no hay financiación para hacer una empresa, un emprendimiento, para una empresa que innova, o para una gran obra pública. El crédito bancario al sector privado es inferior al 10% del PBI. Con solo mirar a Chile o Uruguay o a Brasil, vemos crédito bancario del 20, 30, 40 o 50% del PBI. Tenemos un enorme campo para avanzar, suponiendo, por supuesto, que el fisco no se lleve todo lo que hay o no meta la mano con un impuesto que se llama “inflación”, un impuesto terrible, distorsivo y pagado mayormente por las personas que no tienen idea de cuánto y cómo lo pagan.
Una reforma monetaria, repito por tercera vez, requiere un fisco estabilizado. Una vez logrado esto, el Banco Central estará en condiciones de controlar el dinero que emite. El quantum no será solo facultad del Banco Central, sino calibrado y resuelto políticamente entre el Poder Ejecutivo y el Congreso al discutir y aprobar el Presupuesto. Sobre todo el Congreso, a quien la Constitución, en su artículo 75, le otorga la facultad de “sellar moneda y fijar su valor”. El valor de la moneda no es otra cosa que la inversa de la inflación. Por esto es que los países desarrollados apuntan a inflaciones pequeñas, de 2 o 3 o 4% por año. Si hay situaciones de de crisis, podrá ser 6 o 7%, pero siempre tratando de bajar, de estar debajo del 5% anual.
Pero los billetes emitidos por el Banco Central son tan solo una pequeña fracción de la masa total de dinero. El resto son los “depósitos” creados (o emitidos) por los bancos cuando extienden crédito (préstamos). Es por ello que el Banco Central tiene un ojo puesto sobre los bancos, sobre cuánto puede crecer lo que prestan, porque los depósitos que crean son tan dinero, como los billetes que salen del Banco Central. El dinero que emite el Banco Central debe tener buen respaldo. Si no está lleno de pagarés que nunca se van a pagar, lo esperable es que tenga reservas de dólares o de euros o de oro o de otras monedas fuertes. El dinero que crean los bancos comerciales tendrá como contrapartida algo de billetes (los llamados encajes), pero mucho más habrá préstamos hipotecarios, préstamos al consumo o a empresas sólidas. Es importante que el Banco Central sepa contra qué activos los bancos crean dinero. Es decir, qué valores, qué títulos, qué acreencias subyacen a su pasivo (los depósitos). Porque esto hace a la salud del sistema financiero, y por lo tanto, a la estabilidad general. Si, como pasó hace ya varios años en los EE.UU. con las hipotecas basura (elegantemente llamadas “subprime”), la autoridad monetaria deja que los bancos presten irresponsablemente, en un momento habrá una crisis que exija emitir dinero para evitar la caída de bancos, lo que finalmente puede llegar a generar inflación.
Por eso, una reforma monetaria no abarca solo la manera cómo el Banco Central se va a manejar, cuánta independencia tendrá, la responsabilidad de su directorio, la manera cómo se eligen los directores, la manera cómo se los podría llegar a remover. Aquí se han echado presidentes del Banco Central que han mantenido la inflación baja. Y se los echó por resistir presiones del Ejecutivo para emitir más dinero. Tenemos que tener una ley que asegure que se echará al directorio del banco que, sin buenas razones, incumpla las metas de inflación que se le han fijado. No solo una ley que prohíba al banco prestarle al Tesoro Nacional o a las provincias, sino que vigile cómo los bancos comerciales financian al sector público.
Último, pero tan importante, es la normalización del mercado cambiario. Tenemos que ir rápidamente a un verdadero mercado único y libre de cambios. Y dada la pésima experiencia de la Argentina en materia de su propia moneda, en tanto y en cuanto la confianza en el peso se vaya recobrando, que siempre será posible, se debe facilitar que se pueda usar libre y legalmente otras monedas que las partes convengan. Esto es, que otras monedas de buena reputación puedan reemplazar (por ejemplo, en los contratos de alquiler, en los contratos de largo plazo y aún en las operaciones crediticias) lo que el peso no va a poder hacer por algún tiempo.
*Consejero Académico de Fundación Libertad y Progreso; codirector del proyecto “Moneda sana”.