Fue impactante que al momento de decidirse el nuevo salario mínimo ($18.900), esta vez aprobado por la CGT y la CTA de Hugo Yasky, su importe fuera equivalente au$s110 del mercado informal, apenas por encima del salario mínimo de Haití. Pues bien, el viernes 23 de octubre cerró a u$s97, cuando el blue escaló a $ 195 por unidad.
Naturalmente, no se nos escapa que todos los salarios no son el mínimo y que no todos los precios que hay que afrontar con el salario están fijados al precio del dólar blue. Pero lo que resulta evidente, en toda nuestra rica historia de crisis y derrumbe del peso, es que cuando hay una brecha cambiaria se termina resolviendo en el valor más alto y no en el más bajo.
Lo que ocurre es que en cada megadevaluación, sea la de Axel Kicillof como ministro, las sucesivas del gobierno de Mauricio Macri o la que tenemos ahora, el salario en sus aumentos posteriores no recupera su poder adquisitivo, por lo que sufre una caída histórica progresiva que mide la descarga de la decadencia argentina sobre las espaldas de los trabajadores. Desde la asunción del gobierno el dólar oficial escaló un 35% y los dólares alternativos están un 125% encima de sus valores.
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El avance de la devaluación impacta en los precios que marchan a un 3% de inflación mensual en octubre con tendencia creciente, mientras el país sufre la depresión económica más pronunciada de su historia. Este fenómeno es una peculiaridad de la crisis capitalista argentina, porque las depresiones habitualmente van acompañadas de una deflación de precios que se traduce en quiebra de fuerzas productivas a veces de ramas enteras.
Hoy, los cierres de empresas marchan a toda velocidad a pesar de los subsidios del Estado. Pero hay un subsidio no declarado, enorme, que es la desvalorización del salario, pagado por el público consumidor mediante la inflación de precios. Los trabajadores del INDEC han calculado la canasta básica en $70.600 y recientemente la Ciudad de Buenos Aires estableció la línea de pobreza en la Capital argentina en $64.000.
La verdadera canasta familiar ya no se calcula sino por parte de algunos sindicatos como la Federación Aceitera que lo estableció en $81.670 al 31 de agosto pasado. Es claro que al 31 de octubre ese valor superará los $85.000. El salario mínimo es un tercio de la canasta de pobreza y el salario promedio es un tercio de la verdadera canasta familiar.
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El punto es que el salario es el precio de la fuerza de trabajo y su valor debe atender a la reposición integral de ese valor, en los estándares de vida del momento histórico que la civilización humana marca, teniendo en cuenta educación, especialización, vivienda digna, salud, desarrollo integral de los hijos y previsión social. El salario perfora cada día a la baja el valor de la fuerza de trabajo, como una ofrenda al parasitismo y la caída de la productividad del capital por motivos que escapan a este trabajo, pero que están a la vista y son el fondo macroeconómico de la crisis cambiaria.
Por otro lado la incorporación de la mujer al mercado de trabajo ha sido usada para desvalorizar el del hombre. Los “progres” del gobierno incluyen el salario de la pareja refiriéndose a los “ingresos familiares” y buscando encubrir salarios de hambre en ambos casos, mientras ni el Estado atiende socialmente las necesidades del hogar, ni obliga a atenderlas a los empleadores. La miseria salarial a menudo ata a la mujer trabajadora a situaciones de pareja insostenibles, hasta la aberración de soportar violencia de género.
El concepto del salario como valor de la verdadera canasta familiar que refleje su real valor histórico ha sido destruido en la Argentina por quienes nos han gobernado en las últimas décadas. Con la megadevaluación de la dictadura, la híper de Alfonsín, el congelamiento salarial y la flexibilización de la convertibilidad menemista, el estallido devaluatorio del 2001, la reforma laboral Banelco de Fernando De la Rúa y Chacho Álvarez, el crecimiento de la precarización y el trabajo en negro de la época de Eduardo Duhalde y del kirchnerismo, las paritarias con “topes” del cristinismo, la pérdida de 20 puntos durante Macri y ahora el deterioro de estos diez meses de gobierno del PJ de los Fernández, de la mano del pacto CGT-UIA-Gobierno que combina rebajas nominales con deterioro del poder adquisitivo por paritarias a la baja.
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Pero en este breve repaso no podemos dejar de señalar la permanente caída del “salario diferido” que es la jubilación, por la cual se aporta durante la vida laboral. Esos aportes han sido sistemáticamente confiscados cuando no usurpados por las AFJPs de Menem y Cavallo de las que fuera “superintendente” el actual presidente. Macri devaluó un 19,5% el valor de las jubilaciones en sus cuatro años y Alberto Fernández suspendió la movilidad, para evitar que aunque fuera en parte se recuperara tardíamente esa pérdida.
No hay progresismo alguno en la política en curso. Está en marcha la enésima reforma antilaboral bajo la forma de acuerdos sectoriales, esta vez en sintonía con los planteos del FMI. Pero aparece muy claro que la “baja de costos laborales” que es un ‘leitmotiv’ de los encuentros de financistas y economistas del poder económico, cae en una geografía social absolutamente explosiva, que ya no tiene lugar para seguir descargando una crisis de la que el trabajador, con seguridad, no es responsable.
El salario es, claramente, la variable de ajuste de los fracasos de la clase dominante. Su recomposición al valor de una verdadera canasta familiar, al igual que el 82% móvil de las jubilaciones, el fin del trabajo en negro y la precarización que abarcan en conjunto más de la mitad de la fuerza laboral, y el mínimo, vital y móvil -que es letra muerta de la Constitución- deben ser el punto de partida de una reorganización económica y social. Y no al revés como hasta hoy.