El pasado domingo 11 de agosto comenzó con una fiesta cívica de la democracia. Pero a las once de la noche todos pasamos a un estado de shock.
Una parte de la sociedad se encontraba sorprendida por una amplísima victoria –de hecho, inesperada por su contundencia– producto de una encuesta como lo fueron las PASO 2019, mientras que otros se encontraron terriblemente decepcionados y perplejos ante ese impensado resultado.
Así es una elección en Argentina que arroja resultados impredecibles aún para experimentados encuestadores, porque la sociedad en que vivimos es, justamente, impredecible, toda vez que en muchas ocasiones, la realidad supera a cualquier pronóstico.
Luego, sobrevino el impacto de ese resultado totalmente inesperado en los mercados.
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De un día para el otro, la devaluación del peso caía precipitadamente, con secuelas que continúan hasta este momento. A raíz de ello, algunos descalifican a los votantes de una u otra fuerza política, o le achacan culpas atribuyéndole responsabilidades por las consecuencias sobrevinientes del resultado de los comicios.
Nada más desacertado que atribuir culpa alguna al voto soberano de un pueblo y, aún menos, calificar al Pueblo como “inmaduro”. Creo todo lo contrario. La Real Academia Española define con el término “inmadurez” a aquel que “no ha alcanzado la madurez” o al “inexperto”.
Por eso, a mi criterio, la dirigencia política en general (y no la del oficialismo o de la actual oposición en particular) es la “inmadura”, cuya soberbia, sordera, obstinación, ceguera y muchas veces por la recurrente intransigencia de sus decisiones, no escucha los planteos de la ciudadanía cuando su calidad de vida se encuentra afectada, sea por la economía, el desempleo, la inseguridad, entre otros factores.
Consecuentemente, no podemos atribuir a los electores “inmadurez” alguna en el ejercicio de un deber cívico.
La euforia de los mercados y el sufrimiento de la gente
Jaime Bayly en su columna titulada “Tantos locos juntos” utiliza la siguiente metáfora para definir a la Argentina: “es una señora decadente, venida a menos, alcohólica, autodestructiva, que, sin embargo, uno estima profundamente, pues te entretiene con su conversación impredecible e ingeniosa y nunca te aburre, aunque a veces, pone en riesgo tu vida o tu cartera”.
Andrés Oppenheimer sostuvo en una de sus últimas columnas de opinión sobre las elecciones pasadas que: “El chiste sobre lo que encuentra un viajero si regresa a la Argentina después de una semana o después de 30 años es muy cierto. Todo ha cambiado y nada ha cambiado”.
Contradigo muy humilde y educadamente a estas dos eminencias que, por cierto, sus columnas de opinión y libros constituyen mi lectura obligatoria. Muchas veces una sociedad necesita golpearse para solidificar su crecimiento.
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La sociedad argentina, con su particular idiosincrasia y dinamismo, año tras año creció y crecerá democráticamente producto de los durísimos golpes que recibe, de las recurrentes crisis padecidas como de las profundas discrepancias políticas, todo esto como consecuencia de encontrarnos ante un joven sistema republicano de gobierno.
Lo que queda en claro es que, sea cual fuere el gobierno a futuro, todos los ciudadanos debemos velar por conservar el Estado de Derecho y estar totalmente alejado de cualquier indicio de autoritarismo, lo cual, si sobreviene a futuro, nos catapultará como país.