OPINIóN
Ejercer desde el aislamiento

El psicólogo invadiendo la casa

En los interludios, entre pacientes, soy el padre, el marido o el escritor que trata de avanzar con su nuevo libro.

Pablo Melicchio
Pablo Melicchio, ejercer desde el aislamiento | Marcela Rodriguez

Con el aislamiento social y obligatorio una nueva rutina fue instalándose dentro de mi casa: el consultorio virtual y movible. Los pacientes de la media mañana y los de la tardecita ya saben que tengo un jardín y una piscina. El nuevo consultorio no tiene paredes, el fondo es una ligustrina salvaje, por no decir desatendida, y en lugar de bibliotecas me contienen un limonero y un naranjo, como los espíritus de Freud y Lacan supervisando los tratamientos virtuales. Pacientes que escuchan el monótono ladrido del perro del vecino, el canto de los pájaros o el cotorreo que invadió la zona oeste. Mientras tanto, la vida del resto de la familia sucede delante, en la casa. Cada uno de mis hijos en sus pantallas, libros, tareas, música o juegos. Y mi compañera haciendo un ensayo fotográfico acerca del confinamiento, deteniendo el tiempo que ya parece detenido. Con el frescor del atardecer comienzo a buscar distintos sitios dependiendo de la siniestra señal de internet. Avanzo por el jardín, entre la ropa tendida, la manguera y las macetas. Ingreso en la casa, como un enajenado, echando a quien esté en el ambiente que debe constituirse en el nuevo consultorio. Voy recorriendo los ambientes, sosteniendo al paciente con la mano derecha, mirándolo y escuchando su relato mientras tropiezo con una silla, con un zapato o con la colchoneta donde segundos antes estaba mi hijo Felipe haciendo abdominales, al que desalojé con un exagerado movimiento de la mano izquierda que ya sabe que significa “fuera”. Me apodero del comedor. El consultorio ahora es una mesa donde quedan vestigios del almuerzo o de un juego de cartas interrumpido por el psicólogo invadiendo la casa.

Viviendo en pandemia y después

En los interludios, entre pacientes, soy el padre, el marido o el escritor que trata de avanzar con su nuevo libro. Convivo, comparto, dialogo, me ocupo de las tareas domésticas, hago alguna compra, busco distenderme mirando series o leyendo. Y de pronto, suena el teléfono. Y regreso al trabajo de psicólogo. Atiendo una paciente. Atiendo un paciente. Pero de un momento a otro, avanzada la tarde, me convierto en un paranoico creyendo que todo el mundo se conectó a sus redes solo para interrumpir los tratamientos. Pierdo la conexión. Como un censor, pido que apaguen Netflix, la play, o lo que sea que se esté devorando la señal. Entonces me vuelvo a levantar y viajo con el paciente detenido en un semblante de dolor o de duda, en un nuevo recorrido por la casa, como guía de un pobre museo, buscando mejor conexión. “Qué lindo cuadro”. “Cuántos libros”. “No sabía que tenías un gato”, comenta mientras avanzo esquivando objetos y el paciente va revisando la casa, espiando por la cerradura del celular, suponiéndome un estilo de vida. Porque antes de la cuarentena nuestro lugar de encuentro solo era el consultorio, las cuatro paredes que definían ese clásico lugar del diván, el título y los libros. Y camino atolondrado. Pierdo la señal. Me habla. Contesto. Le pido que me repita. Voy mirando su imagen detenida o robótica, escuchando su voz entre los sonidos del hogar. Asalto un nuevo ambiente. Desalojo a mi hijo Valentín que estaba merendando y que sale haciendo malabares con el termo, el mate, masticando una galletita.

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En la tarde noche la cocina es el lugar donde la señal garantiza una buena conexión. Pero detrás de la pared del nuevo consultorio se encuentra el estudio donde Francisco, mi hijo mayor, está componiendo un beat o escuchando alguna canción. “¿Y esa música?”, suelen preguntar. Depende quién pregunte, me abstengo de responder, o le digo que es uno de mis hijos (“Ah, no sabía que tenías hijos”, “cuántos” “qué edades tienes”) o le devuelvo la pregunta para que la música no sea la que suena en mi casa sino la que le saque un sonido al mundo interior del paciente en cuestión. Atiendo con auriculares. Pero si algún integrante de la familia ingresa porque el hambre así se lo impuso, mientras pellizca algo de la heladera y se va, se lleva también una frase. Y durante la cena me preguntan: “por qué le dijiste a ese paciente que él mismo se generó el dolor”, o “qué le pasa a esa mujer que tenía que estar más entera para tomar esa decisión…”. No saben quién es, pero con los recortes construyen pequeñas historias, se conmueven. Y con esos mismos retazos, de lo que ven y escuchan, arman también una idea de lo que es ser un psicólogo, o mejor dicho arman una idea de cómo es su padre psicólogo en medio de esta pandemia.

Al mismo tiempo voy ingresando en la vida cotidiana de mis pacientes. Por el ojo de la pantalla entro en sus hogares donde se suman las voces de los familiares, interrumpen los hijos, las mascotas, y algún que otro marido celoso se asoma para verificar no cómo es el psicólogo sino cómo es el hombre con el que habla su mujer.

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Desde el inicio de la cuarentena soy un psicólogo que anda con su consultorio portátil por toda la casa. Los integrantes de la familia me ven en el fondo, entre el limonero y el naranjo, inclinado sobre el teléfono, hablando pero más escuchando, con el celular a toda hora, como un empresario. Pero saben que son pacientes, no clientes. Saben que hay una salud mental a la que hay que atender y cuidar. Saben que voy con el diván a cuesta, con todo lo que eso cuesta. Lo que no saben es quién está del otro lado de la pantalla, pero se preocupan por lo que perciben, por mi ceño fruncido, por lo que recortan de alguna que otra frase que captan al pasar. Me ven ir y venir por la casa tomada, buscando un consultorio, sosteniendo los tratamientos. La casa dejó de ser el hogar que era, cada rincón es un consultorio precario donde apilo libros y escritos. Hay un nuevo orden o desorden, depende desde dónde se lo mire. Pero cuando pase la cuarentena y regresemos al consultorio clásico, extrañaré atender en jogging y ojotas, bajo el sol, entre los árboles o caminado. Deseo que el coronavirus pase pronto, que deje las menores secuelas posibles, pero cuando regrese el tiempo de la terapia presencial, extrañaré el olor a milanesas fritas y las risas y las voces de mis hijos y de mi mujer flotando por los aires de los tratamientos. 

 

* Pablo Melicchio. Psicólogo (UBA). Escritor.