El primer debate televisivo entre dirigentes políticos en la Argentina, se produjo cuando en noviembre del año 1985, durante la gestión presidencial de Raúl Alfonsín, el entonces canciller Dante Caputo intercambió opiniones con quien se desempeñaba como senador nacional por la provincia de Catamarca, el peronista Ramón Saadi. La diferencia intelectual y de preparación entre ambos fue tan escandalosamente favorable al ministro de relaciones exteriores radical, que inclinó claramente la balanza en favor del “sí”, cuando el 25 de noviembre de ese mes y año, el pueblo fue convocado a consulta popular para que manifieste si el tratado con Chile por el Canal del Beagle que proponía el gobierno de Alfonsín, era positivo, o no, para los intereses nacionales.
Podría decirse que ese debate, cuya realización no estaba prevista en ninguna ley, le sirvió claramente al electorado para tomar partido, porque fue abierto y sin concesiones ni formatos previamente acordados entre los protagonistas.
Debieron pasar treinta años para que candidatos a presidentes aceptaran debatir para intercambiar propuestas e ideas: fue en las elecciones presidenciales del año 2015. Ese debate fue mucho más acotado que el realizado en la década de los ochenta entre Caputo y Saadi, y quien por entonces era el candidato del Frente por la Victoria, Daniel Scioli, se negó a debatir, aunque debió hacerlo después, durante la campaña para la realización del único balotaje que se produjo en la historia de la Argentina para la elección presidencial.
En esta campaña electoral, en la que se busca elegir al presidente constitucional número cuarenta y uno de nuestro país, los seis candidatos que superaron la instancia de las PASO del 11 de agosto pasado, están obligados legalmente a intercambiar públicamente sus opiniones, porque así lo dispuso la ley 27.337. Ahora los candidatos a presidente ya no pueden elegir debatir televisivamente o no, porque de negarse perderían el derecho a recibir aportes para realizar campaña por medios audiovisuales.
La ley obliga a realizar al menos dos: uno en el interior del país y otro en la Capital Federal. El primero ya se desarrolló en la Universidad del Litoral, en la provincia de Santa Fe. Fue magro, acotado, con un formato rígido que impidió el intercambio entre los candidatos. Tanto que difícilmente pueda considerarse que ha sido un debate. Más bien ha sido una hilvanación de discursos breves, en los que cada tanto alguno de ellos dirigía alguna acusación a otro, quien no tenía la posibilidad de responder con demasiada amplitud. Las encuestas posteriores dieron cuenta de una realidad: apenas el 1% del electorado consideró que el debate le había hecho repensar el voto de las primarias.
Ahora llegó el turno de un nuevo intercambio entre los seis candidatos a ocupar el llamado “Sillón de Rivadavia”; pero esta vez fue en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Está bien que ese haya sido el lugar elegido: de los diferentes treinta y cuatro presidentes constitucionales que tuvo la Argentina desde 1853, veintitrés fueron abogados, y particularmente quince de ellos egresaron de esa alta casa de estudios.
Pero más allá de este dato histórico, este último debate puso de relieve que cuando no hay libertad para el intercambio entre los postulantes a conducir los destinos del país, a la gente le queda la sensación de que es poco lo que se puede conocer en materia de propuestas e ideas.
Este último debate puso de relieve que cuando no hay libertad para el intercambio entre los postulantes, a la gente le queda la sensación de que es poco
Ni siquiera se ha tenido la oportunidad de escuchar reclamos entre candidatos, y mucho menos defensas concretas. Apenas una pregunta de José Luis Espert a Alberto Fernández, a quien consultó si no había visto corrupción en el gobierno del que formó parte como Jefe de Gabinete. Obviamente no hubo respuesta convincente del esquivo Fernández, que solo atinó a pedir que no le den clase de decencia. Muy poco para una sociedad hastiada de dirigentes que pretenden acceder al gobierno con pocas ideas.
Así como están planteados, estos debates presidenciales son positivos para la democracia porque pone a los candidatos frente a sus eventuales representados, pero inocuos para la república como sistema político caracterizado en la transparencia en la gestión, la cual no solo debe operar cuando ella termina, sino que debe ser anticipada con debates amplios y sin limitaciones.