Me pareció importante escribir esta historia, porque forma parte de ese conjunto de biografías que se convierten en “perlitas” desafiantes de la historia oficial; los hechos que disputan las narraciones fáciles, los romanticismos o las distopías.
Fui a tomar la merienda a lo de mi abuela como todos los domingos. Estábamos cebando un mate cuando ella mencionó que había tenido un almuerzo con sus amigas de la cárcel. “Almuerzo con amigas de la cárcel” me pareció una anécdota que merecía un subrayado, le pregunté por sus seis meses en la correccional de mujeres. Nos fascinó la historia a ambas, ella mientras me contaba se iba dando cuenta el contenido de su propio relato, y yo, cada vez más curiosa, le pedía más detalles. Dedicó su vida a contar la historia, la propia y la de los demás, a dar testimonio, a pensar lo inenarrable. Ella es Madre de Plaza de Mayo, su tragedia le encargó escribir sobre lo que había pasado. Nunca nos habíamos dado cuenta (ambas) que su paso por la cárcel no había tenido registro. Aquí un intento de ello.
Septiembre, 1954. Recoleta, cerca de la facultad de Medicina. Un grupo del centro de estudiantes de la facultad charla en un bar tradicional. Son del centro estudiantes, antiperonistas pero lejos estaban de ser lo más temido de la época: “comunistas”. Mi abuela dice su dirección en voz alta, lo que la lleva a ser detenida en la proximidad. Al irse del bar un compañero identifica una persona que los estaba escuchando, le pierden el rastro, pero él pronto los encuentra a ellos. Hombres y mujeres de esa tarde en un bar fueron encarcelados. Primero se llevaron a las mujeres al departamento central de la Policía Federal, en la “sección especial” dedicada a los presos políticos. Permanecieron cuatro días sentadas en las oficinas. Nadie les dijo por qué estaban ahí; ellas lo van suponiendo: por el tipo de preguntas del interrogatorio se debe a sus ideas antiperonistas (nunca habían cometido ningún acto en contra del peronismo, ni formaron parte de un grupo político, solo las habían escucharon hablar). A mi abuela le toca ir a la correccional de mujeres, en aquel momento en el barrio de San Telmo, con algunas compañeras. Las dividen en las que hacen llamar “estudiantes”, ubicándolas en la plata baja cerca del patio, que por suerte podían disponer del mismo durante el día. En otro sector, en la planta alta, se encontraban las peligrosas, las “comunistas”, que disponían de solo una hora diaria en el patio. Durante esa hora a las “estudiantes” las encerraban para que no tuvieran contacto con “las comunistas”, hasta les prohibían mirarlas, por una especie de miedo de contagio revolucionario.
Las carceleras eran monjas de la Orden del Buen Pastor. Dentro del sector de las “estudiantes”, en las visitas que hacían los padres, les permitían traer libros universitarios. Mi abuela tuvo el inconveniente de estudiar medicina en una cárcel custodiada por monjas. El libro de anatomía patológica que ella les había pedido a sus padres para estudiar y rendir libre, contenía dibujos de cuerpos humanos. Cuando las monjas lo revisaron, consideraron inmoral al contenido del libro. Por eso, perdió un año de la facultad. Pese a la prohibición, las estudiantes eran las favoritas, competían por la compasión con las comunistas y las asesinas o presas con causas judiciales (que se las denominaba dentro de la cárcel como “presas comunes”). El favoritismo solo se mostraba a la hora del acceso al patio y al aire libre, no las salvaba de la comida, en algunos casos, guisos con cucarachas.
El odio y la era de la incorreción política
El vestuario dividía las causas: las “presas comunes” tenían uniforme de presas, mientras que las presas políticas usaban su propia ropa. Amplia, larga, con poca exposición de la piel. En eso sí las estudiantes y las comunistas tenían algo en común.
Del mismo modo que entraron, sin aviso previo, salieron. Un buen día en marzo del 55 llaman a tres compañeras (dentro de las que se encontraba mi abuela) y les comentan que van a salir. En ese preciso momento les abren las puertas y las dejan en la calle. Sin dinero para trasladarse, sin explicaciones y sin aviso a los padres. Mi abuela entró a un bar, según ella, ya otras presas liberadas habían ido a pedir el teléfono, la gente del bar sabía de qué se trataba. Usó el teléfono y sus padres la vinieron a buscar.
No fue la primera vez que la historia de mi abuela se vio interferida por un Falcon verde. Lamentablemente, la segunda vez iba a ser la más trágica de todas. Quizá por ello nunca se había encargado –hasta ahora- de registrar su paso por la cárcel de mujeres.
Desde hace muchos años, las “estudiantes” de la planta baja de la correccional se juntan a merendar y almorzar. Seremos algunos nietos y nietas las que escuchemos las historias de aquel entonces. De nuestras abuelas presas a la edad que tenemos nosotras ahora.
La historia nunca es completa. Pareciera ser que nos cuesta apreciar los matices, buscamos ficciones de héroes o enemigos, y nos olvidamos que conviven quienes adquirieron derechos, y quienes los perdieron. El peronismo se usó para muchas cosas, pero lo bueno de la historia y estas biografías, es que nos permiten salir de las re-lecturas que se le da a la historia, en donde se anulan errores para santificar ideologías, o pueden desconocerse aportes que se hicieron para nuestra sociedad. Al final, en la historia de nuestro país, por suerte existen las historias de vida, de cada uno de nosotros, que permiten hacernos descubrir aquello que los relatos ocultan. Las historias grises quizás sean las más claras.