A través de los siglos, la evocación de la Resurrección de Cristo ha planteado desafíos particulares en el arte cristiano. Si bien la Resurrección es el hecho central del Cristianismo, ha sido representada en menor medida que otras etapas de la vida de Jesús, llegando incluso a no aparecer durante más de mil años.
Ello tal vez se deba, en parte, a que los relatos bíblicos no dan cuenta del momento exacto en que Jesús vuelve de la muerte. Por mucho tiempo se aludió a la Resurrección de forma alegórica a partir de pasajes del Antiguo Testamento como Daniel en el foso de los leones o Jonás y la ballena.
Uno de los primeros símbolos fue el crismón (las dos primeras letras griegas de Cristo rodeadas de una corona que alude a la victoria sobre la muerte). La imagen triunfante de Cristo emergiendo de su tumba, con un estandarte, sobre la figura de los soldados adormecidos, corresponde a una elaboración tardía (que aparece recién en el siglo XII). Recordemos el conocido Retablo de Isenheim de Grünewald, las obras de Rafael o las de Giotto y Piero della Francesca que muestran a Cristo elevándose desde el sepulcro.
Frente a la iconoclastia protestante, el Concilio de Trento reafirmó el valor de las imágenes artísticas como vehículo pedagógico para transmitir las verdades de la fe. Esto se alineaba con la intención de “encauzar la imaginación” para ponerla al servicio de Dios como había planteado San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales.
Sin embargo, en respuesta a la propuesta despojada de los templos protestantes, el arte de la Iglesia avanzó hacia la exuberancia, el esplendor y el movimiento, llegando incluso al desborde del decorativismo durante el Barroco.
La Contrarreforma giró la atención hacia los otros dos eventos relacionados con la Resurrección: el encuentro de María Magdalena con Cristo resucitado y la cena con sus discípulos en Emaús. Estas dos escenas bíblicas permitieron a los artistas diversificar las composiciones y explorar el tema desde nuevos ángulos y con mayor libertad interpretativa.
¿Por qué el mundo cristiano habla de Cristo como “un cordero”?
Recordemos el cuadro Los discípulos de Emaús de Caravaggio donde el artista logra expresar -una vez más- la irrupción de lo sublime en lo cotidiano. En Noli me tangere ("No me toques"), una de las primeras pinturas de Tiziano, podemos ver traducida visualmente esta frase que según el Evangelio de San Juan, Cristo le dice a María Magdalena tras su aparición luego de salir del sepulcro. Este tópico lo encontraremos con frecuencia en otros artistas como Rembrandt, Durero, Botticelli y FraAngelico.
Todo arte posee la doble propiedad de la receptividad y la creatividad. En el caso del arte religioso, el alcance de estas dos categorías es más complejo.
Afirma Guardini que “la imagen de culto contiene algo incondicionado, está en relación con el plano de lo sagrado (… ) tiene kerygma, es manifestación de Dios.” La capacidad de comprensión se tensiona entre el arte y lo sagrado, pero aún más al representarse un misterio como el de la Resurrección.
Rememoremos el verdadero sentido de la Pascua para el cristiano: se trata de un paso que supone la superación definitiva de la muerte, una experiencia de lo verdaderamente Otro, un “género nuevo de acontecimiento”, una realidad que irrumpe en la historia pero que la trasciende completamente.
Como escribió Joseph Ratzinger: “En su osadía y novedad, dicho anuncio adquiere vida por la fuerza impetuosa de un acontecimiento que nadie había ideado y que superaba cualquier imaginación".
Indudablemente, el significado de este acontecimiento trasciende su plasmación y materialización artística, pero a través del arte podemos alcanzar una experiencia de lo numinoso.
*Mgtr. Directora de la Escuela de Filosofía, Universidad del Salvador