OPINIóN
Yo me quedo en casa

Estupidez viral

Si el coronavirus anuncia el fin del mundo, llenar la alacena no garantizará la inmortalidad. A lo sumo retrasará la muerte y la hará más penosa y solitaria.

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No son vacaciones. Irse a la playa en Semana Santa pudo producir un colapso sanitario. | Télam.

Conocido y respetado por obras como Introducción a la historia económica, Historia económica de la población mundial y Las máquinas del tiempo y de la guerra, el historiador italiano Carlo Cipolla (1922-2000) dejó además un legado inapreciable y cada día más vigente. Las leyes fundamentales de la estupidez humana, un breve y terminante tratado que destila agudeza, inteligencia, brillantez estilística e indignación. Ya en 1988, cuando lo escribió, Cipolla veía a la estupidez como uno de los más graves peligros que acechan a la humanidad e incluso sospechaba que podía tratarse de una pandemia, puesto que, como dice la primera de sus cinco leyes, “el número de estúpidos que circula por el mundo está subestimado”. Y, de acuerdo con la segunda ley, una persona puede ser estúpida al margen de otras características (título, cargo, manera de hablar, nivel económico o cultural, etcétera) que parecieran disimularlo.

Las largas filas de autos que, en diferentes días de la última semana, pugnaban por llegar a Monte Hermoso, Villa Gesell, Pinamar y otras playas pese a toda la información, las campañas y los pedidos para fortalecer la prevención frente al coronavirus, confirmaron, una vez más, las implacables leyes del gran historiador italiano. Ya lo habían hecho antes las manadas que vaciaban góndolas en los supermercados o corrían a las farmacias apiñándose de tal manera que podían contagiarse fácilmente facilitándole el trabajo al Covid-19. El estúpido, dice Cipolla, se daña mientras daña a otros. A diferencia, por ejemplo, del malvado, que daña con cálculo, obteniendo beneficio y preservándose a sí mismo. Si el coronavirus anuncia el fin del mundo (como ciertos comunicadores parecen sugerir en los medios, sin informarse antes de informar, o como insinúan algunos “especialistas” desesperados por obtener visibilidad en plena psicosis), llenar la alacena no garantizará la inmortalidad. A lo sumo retrasará el momento de la muerte y la hará más penosa y solitaria. A su vez quienes corren a las playas en busca de “aire puro” mientras contaminan todo a su paso y con su presencia (además de, quizás, sacar al virus a pasear), se suman para dar la razón a Cipolla.

Un virus es un microorganismo tan pequeño que no alcanza la categoría de célula, y para vivir necesita insertarse en otros organismos, a los que termina por infectar y en muchos casos matar. Si fuera un ser humano podría tildárselo de estúpido según el concepto cipolliano. Pero queda absuelto, porque no tiene conciencia, carece de pensamiento, y mucho menos de pensamiento crítico. Dado que estos atributos son, hasta donde se sabe, privativos de nuestra especie, la estupidez vendría a resultar un fenómeno exclusivamente humano.

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También lo son otros emergentes, como la inteligencia, la empatía y la generosidad. Al revés de la estupidez, que se manifiesta a diario y masivamente en todos los niveles e independientemente de epidemias y pandemias, la inteligencia, la empatía y la generosidad suelen ser menos visibles, más silenciosas y anónimas, menos vendedoras, ya que tienen un único modo de presentarse. La estupidez, en cambio suele disfrazarse de viveza, oportunismo, astucia, conocimiento, especialización. Puede anidar, además, en el poder y sus alrededores. Así como saca a la superficie enormes reservorios de estupidez, el coronavirus revela también importantes reservas de empatía, de generosidad, de inteligencia, de amor. En médicos, en enfermeros, en asistentes sociales, en voluntarios, en gente que cuida a personas mayores en geriátricos, en amigos que sostienen creativamente la amistad, en familias que se reencuentran en la intimidad que habían olvidado, en proyectos existenciales que se revisan y reinventan a la luz de una cuarentena que permite advertir otras formas de vida, de amor, de vínculos a transitar, en escalas de valores que se actualizan. Un virus tiene su cadena de genes, y puede poner a luz otras cadenas. La del egoísmo y la de la solidaridad. La pandemia evolucionará según la cantidad de personas que se sumen a una o a otra.

 

*Escritor y periodista.