OPINIóN
Anita Rivarola

Un femicidio infantil que interpela cinco décadas después

La autora reconstruyó el crimen brutal de una niña en una iglesia de la zona norte del Conurbano, en 1974, que se produjo cuando la Argentina se hundía en la violencia política previa al golpe de 1976. En su libro, reconstruye una trama de ocultamientos y secretos.

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Inocente. Ana María tenía ocho años cuando hallaron su cuerpo ultrajado dentro de la capilla. | cedoc

La tarde del 27 de setiembre, Marcela estaba jugando a la payana, sola, en su casa, cuando su mamá, que atendía el kiosco del colegio San Marcelo y lo cerraba después de cada recreo, entró y dijo:  

–Parece que hay una nena desmayada en la iglesia. 

Marcela salió corriendo. Ella y su familia vivían en una casa construida en el mismo terreno del colegio y la iglesia estaba a escasos metros. Solo debía atravesar un portón de alambre tejido y ya estaba en la parroquia. “La iglesia era mi patio trasero”, me cuenta.  

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“Había mucha gente, recuerda, todas las maestras estaban ahí, con sus guardapolvos blancos”.  

Se acercó y vio a una nena acostada boca arriba, el guardapolvo gris levantado, la pollera que vestía debajo también levantada y la bombacha clarita a la altura de las rodillas. Medias grises, zapatos negros con botón de costado. Los reconoció enseguida: eran los zapatos de su amiga.   

Anita estaba tirada en el segundo descanso de la escalera que llevaba al campanario. Como Marcela llegó hasta unos escalones antes del descanso, no alcanzó a verle la cara completa. Era una escalera corta. Hasta allí se subía para tocar las campanas y se guardaban las sogas que se utilizaban en los funerales especiales y en los casamientos.   

“Mi mamá hacía los arreglos florales en la iglesia, ponía y sacaba las sogas, las guardaba en el campanario cuando cerraba y acomodaba los claveles en cada banco. Yo la ayudaba”, recuerda Marcela, que no ha dejado de tener presente a Anita ni un solo día desde aquel nefasto 27 de septiembre. 

Esa tarde, ella escuchó, como en un murmullo, que la gente decía: “Está muerta, está muerta”. En pocos segundos, llegó su mamá y se la llevó urgente hacia afuera. Salieron por la puerta de adelante y se quedaron en el patio. Vino su hermana mayor y le dijo: “Es la nena de Bayres”. Pero ella ya lo sabía.  

Nos encontramos con Marcela en plena pandemia, en una plaza de Los Polvorines, cerca de su casa. Nos sentamos en el pasto, con los barbijos puestos, y comenzamos a charlar.  

Marcela fue la mejor amiga de Anita Rivarola hasta su muerte. La conoció en 1971, cuando ambas cursaban 1° grado en el colegio San Marcelo en el turno tarde. Compartieron 1° y 2° grado. Marcela era un año mayor porque había repetido 1° grado. No siguieron siendo compañeras, ya que Marcela se cambió de turno. Marcela recuerda que la cuota del colegio era cara. Ella y sus hermanos estaban becados porque su familia vivía en esos terrenos y trabajaba en el colegio.  

Todos los domingos, las dos familias se veían en misa y al terminar la celebración, los Rivarola invitaban a Marcela a almorzar y pasar el día en su casa. Después de  compartir el almuerzo, generalmente alguna pasta, Marcela y Anita salían a jugar al patio. El padre de Anita había construido un banco y una mesita, con maderas. Ellas colocaban ahí unas latas que utilizaban como ollitas para  preparar la comida de las muñecas. 

“Nunca nos peleábamos, me dice Marcela. Anita era muy dulce, educada. Bastante grande para la edad o por lo menos en comparación conmigo. Desde el primer momento, congeniamos bien. Era alegre y muy tranquila”.  

El día que murió Anita su familia se quedó toda la noche despierta. Mientras los adultos hacían conjeturas, ella escuchaba atentamente. Me cuenta que, no sabe cómo, tenía en su mano una gillette y se la restregaba sobre el muslo de la pierna derecha, sobre el  pantalón de jean, que quedó destrozado. 

Y que fue su papá el que debió acompañar al padre Luis Furlato a avisarle a la familia de Anita. Debían hacerlo antes de las cinco de la tarde, el horario de salida de la escuela, cuando venían a buscarla su mamá y su hermana Patricia, de 14 años.   

El padre Luis les dijo que había habido un accidente y que Anita había fallecido. Dice Marcela que su padre miró al cura, incrédulo por la mentira. 

Los padres de Anita se desplomaron. Marcela cree que le pidieron a su papá que acompañara al cura para dar esa horrible noticia porque ella era su amiga.  

El velorio fue en la casa de Anita. Estaba toda de blanco, recuerda Marcela. Ella fue con sus padres porque antes se estilaba que los chicos asistieran a los velorios. El cajón mortuorio era oscuro. En un momento, su papá la levantó para que se despidiera y le diera un besito en la frente.  

Ahora, que está frente a mí, Marcela se toca los labios y dice que recuerda el frío de la piel de su amiga. Hasta hoy, le impresiona recordar la marca morada y rojiza que había dejado la soga en el cuello.  

Ella lloró todo el tiempo que estuvo ahí, desconsolada. Entonces Rubén, el papá de Anita, se acercó y le tocó la cabeza para calmarla. Rubén era flaco y alto y Anita estaba muy apegada a él. Ambos padres la cuidaban mucho. No la dejaban ir sola a ningún lado. Cómo se iban a imaginar que, nada menos que durante las horas de clase, y dentro de la iglesia contigua a la escuela, iba a pasarle algo como eso, reflexiona Marcela. 

Lo que más le impresiona es recordar que después del velatorio fueron a la misa, celebrada en la misma parroquia donde la habían encontrado violada y asesinada.  

De los días posteriores, se acuerda de que a lo largo de la ruta 202 se pegaron carteles que pedían “Justicia por Ana María Rivarola”. Y que además de la teoría de que la niña se había suicidado, corrió otro rumor: Rubén Rivarola tenía una amante que, despechada, habría asesinado a su hija. Marcela recuerda que en su familia hablaban delante de ella sin reparar en que escuchaba todo. Le tenían mucho miedo a los militares y no sospechaban de los curas. 

Marcela guarda una imagen nítida de cuando su familia fue interrogada por la policía. Me cuenta que un día vino un policía a su casa; ella estaba en el patio, se acercó su papá y le dijo:  

–El señor te va a hacer unas preguntas, contestá la verdad.  

Le preguntó si su primo AB, de poco más de 20 años, conocía a Anita, y si la habría visto alguna vez en su casa. Pero Anita no venía a jugar; era ella la que iba a su casa los domingos. Recuerda que Anita solo entró a su casa una vez cuando volvió, después de misa, a buscar un suéter, para ir luego a almorzar juntas a casa de los Rivarola. 

No le digo nada a Marcela pero me llama la atención ese recuerdo tan nítido, saber que Anita solo entró una vez a su casa. Freud los llamó “recuerdos encubridores” porque esconden otra verdad, sin saberlo, de manera inconsciente. 

El policía que la interrogó se refería al hijo de su tío DB, quien estaba casado con una de las porteras del colegio San Marcelo. Tenían tres hijos: AB, BB y EB. 

BB había nacido con una discapacidad. Tenía un brazo corto, renguera y algunas dificultades en el habla. Estuvo detenido, como AB, a quien torturaron. Luego, los soltaron. 

Marcela recuerda que sus primos vivían en una casa enfrente de la iglesia. Cuando se lo llevaron detenido a AB nadie quiso ser testigo. El clima social era raro y ya se hablaba de la cercanía de los militares. Al momento del crimen, me asegura Marcela, AB se encontraba en la estación de servicio de Crítica (el cruce de la ruta 202 y Boulogne Sur Mer), con compañeros, haciendo unas changas. 

La policía sospechó de AB porque era primo de la mejor amiga de Anita y hacía changas en la escuela y en la parroquia. Durante los meses que intercambiamos recuerdos, Marcela intentó rememorar si hubo otra razón para esa detención. 

AB no quedó bien después del episodio policial. Si bien se casó y tuvo dos hijos, abandonó a su familia y se fue de mochilero a recorrer el país. Murió años después, de hipotermia, en un banco de plaza de una ciudad chaqueña. 

Marcela me confiesa que, si bien se sintió perturbada desde el mismo día del crimen, después del interrogatorio policial el miedo fue en aumento. Entre tantas conversaciones que oía en su casa, escuchó que a los curas los habían desnudado y les habían revisado los genitales.  

El hermano de Marcela, de 21 años, tenía una novia en José C. Paz y muchas noches se quedaba a dormir allí por la falta de transporte nocturno y el peligro de viajar a esas horas. Luego del crimen de Ana María, se quedó unos días más por temor a que la policía buscara culparlo. Y el cuñado de Marcela, que vivía en Villa de Mayo, también había dejado de venir. 

En este presente, ella reflexiona que fue muy duro para todos, especialmente para AB, su primo y su madre, la tía que nunca fue la misma. Su familia nuclear, tampoco. En su casa, después de unos días, no se habló más del crimen. Y pasados los años, cuando Marcela tenía 14, ella y su familia se mudaron a Los Polvorines y sepultaron la triste historia del crimen de su mejor amiga.  

Pero la memoria, cuando se tira del hilo que hilvana los recuerdos, a veces entrega más de lo que esperamos. Días después de nuestro encuentro, recibí un whatsapp de Marcela en el que me cuenta que comenzó a charlar con algunos compañeros de escuela y a rememorar. Así fue que recordó algo en particular, una vez que habían ido a pasar el día con la familia extensa –abuelos, tíos, primos– a un recreo sindical. Allí escuchó a AB referirse a una niña de 13 años con una expresión de tono sexual del tipo de “cómo creció esta nena”. Inmediatamente, el padre de Marcela, que comprendió hacia dónde apuntaba, se molestó y lo sancionó: “¡Es una niña!”.

 

Nunca pude olvidarlo

S.A.

Yo tenía 8 años cuando hallaron en la iglesia San Marcelo, de Don Torcuato a Ana María Rivarola. Anita también tenía ocho años y su cuerpo ultrajado yacía en el segundo descanso de la escalera que llevaba al campanario, dentro de la capilla. La habían ahorcado con las mismas sogas que se utilizaban para cercar los bancos en las bodas,  los funerales y donde los niños nos arrodillábamos para rezar los domingos preparándonos para nuestra primera comunión.

Fue en 1974. Hacía pocos meses que había muerto el general  Juan Domingo Perón. La Argentina de aquellos tiempos, sumida en la extrema violencia política, fue el escenario perfecto para desviar la atención y sostener pactos de silencio y complicidades que sepultaron el recuerdo de Anita por casi cincuenta años. Yo nunca pude olvidarlo.

 

*Psicoanalista y especialista en infancias y juventudes. Fragmento de su libro La niña del campanario. Fundadora de la asociación civil Aralma, dedicada a la erradicación de todo tipo de violencias hacia las infancias, juventudes y familias.