OPINIóN
El Observador - El peor efecto de la pandemia

Una sociedad pobre y desigual en estado de indefensión política

El autor explica el aspecto más profundo de los últimos datos del Indec: la cuestión estructural vinculada a la vulnerabilidad de muchos sectores. Una realidad que se resuelve solo con desarrollo e inclusión.

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Coyuntura. El segundo trimestre llevó a casi la mitad de la población a una situación de pobreza. La posibilidad de un rebote económico que dure algunos meses no cambia un cuadro que es estructural. | cedoc

En el contexto de la emergencia sanitaria generada por el Covid-19 cabe preguntarse acerca del impacto de la crisis sobre la estructura social y el bienestar económico. Indagar sobre los alcances de esta pandemia es tema de amplia investigación académica, pero sobre todo es de estratégico interés público. En esta nota nos enfocaremos en el impacto que está teniendo la crisis económico-sanitaria en términos de indigencia, pobreza y deterioro del bienestar de la población urbana del país, a partir de estimaciones propias realizadas con base en información brindada por la Encuesta Permanente de Hogares (Indec) y otras fuentes oficiales.

El avance de la pandemia ha obligado a la Argentina, como en otras partes del mundo, a emprender políticas preventivas de confinamiento que generaron efectos regresivos en materia socioeconómica. Pero en nuestro país, esta situación impactó sobre un escenario previo de estancamiento crónico, desigualdades estructurales, carencia de horizontes políticos y una situación social crítica a finales de 2019.  Diversos análisis coinciden en que la contracción es profunda, y que podrá ser aún mayor debido a las particulares condiciones domésticas, mucho más que por factores internacionales.

Promedio. El Indec presentó hace unos días el informe sobre pobreza por ingresos correspondiente al primer semestre de 2020 (Indec, 2020a). Resulta importante aclarar algunas cuestiones que nos permitan entender mejor la gravedad de la situación económica, social y política que atraviesa a nuestro país. En principio, el informe oficial reportó para el primer semestre un 10,5% de personas en situación de indigencia; y, más ampliamente, un 40,9% de personas bajo la línea de la pobreza. Sin embargo, estos valores son el resultado de un promedio de dos trimestres muy distintos.

Tasas de indigencia y de pobreza urbana.

En este sentido, en el primer trimestre del año la situación habría incluso levemente mejorado con respecto a finales del año 2019 (38,3% de pobreza). Según la información oficial, con el aguinaldo de diciembre, la Tarjeta Alimentar y varios otros adicionales asistenciales, la pobreza habría caído a 34,6%. Pero a partir del primer trimestre del año la situación se agravó con la irrupción de la pandemia. El resultado, para este primer trimestre de cuarentena, habría sido de 12,6% de indigencia y de 47,2% de pobreza. Es decir, más de veinte millones de personas pobres, de los cuales seis millones no habrían tenido ingresos ni siquiera para cubrir una precaria y poco generosa canasta alimentaria ($18.029 para una familia tipo).

Cabe sumar un componente no menos importante al análisis: el aumento en la desigualdad distributiva. Si bien todos somos algo más pobres con el escenario Covid-19, unos lo son más que otros

Este aumento registrado en la pobreza se explica fundamentalmente por una baja brusca en el nivel de actividad, con una caída interanual que se estima habría sido en abril-mayo superior al 20%, pronosticándose una merma al final del año de entre 10-12%. Si ésta es la caída en el nivel de actividad, la evolución del PBI habrá de acumular para los últimos tres años una caída mayor al 15%. Es inevitable que esta situación tenga efectos destructivos a nivel del consumo, la inversión, el empleo y, finalmente, sobre los ingresos de los hogares. Pero el verdadero drama que tiene lugar de manera más oculta no es nuevo. Una vez más, un escenario de crisis tiende a profundizar desigualdades estructurales y una nueva capa de pobres se monta sobre una cristalizada matriz de marginalidad social.

Desempleo. En cuanto al mercado laboral, el desempleo pasó de 7,2% a fines de 2017 a 10,4% a comienzos de 2020, para finalmente, durante los tres primeros meses de pandemia, saltar a 13,1%. Pero esta cifra no representa la magnitud real del impacto de la crisis sobre el mercado de trabajo. En efecto, según el último informe laboral del Indec (2020b), entre el primero y el segundo trimestre de 2020, la tasa de empleo disminuyó de 42,2% a 33,4%. Si se proyectan estos resultados al total urbano, se estima que la pérdida de puestos de trabajo habría superado los 3,5 millones de personas. Sin embargo, esta pérdida en el nivel de empleo no se expresó en la búsqueda activa de un trabajo debido al contexto de aislamiento sanitario y la profundidad de la crisis. La mayor parte de las personas que perdieron su trabajo no buscaron uno nuevo y pasaron a la inactividad. Entre el primero y el segundo trimestre de 2020 la tasa de actividad pasó de 47,1% a 38,4% de la población total. De no haberse este efecto desaliento, se estima que la tasa de desocupación hubiera sido de 29,1%.  

En cuanto al nivel empleo, cabe agregar que la pérdida de casi 20% de los puestos laborales no fue generalizada. La caída habría sido más intensa en la Construcción, Hoteles y Restaurantes, Comercio y Servicio Doméstico, actividades con mayores tasas de informalidad y precariedad laboral. Se estima que de los 3,5 millones de puestos de trabajo perdidos, dos millones de ellos habrían sido asalariados informales; 1,2 millón trabajadores por cuenta propia, en su mayoría también informales, y solo alrededor de 300 mil trabajadores registrados. De este modo, la cuarentena golpeó más fuertemente en los sectores informales. De acuerdo con la oficina local de la OIT, las actividades más afectadas por la cuarentena ocupan al 70% de la fuerza laboral urbana del país.

Por otra parte, descontando la inflación, los salarios han acumulado tres años de caídas consecutivas. En julio último, según también el Indec, la pérdida salarial de los últimos 12 meses implicó un retroceso en la remuneración real de 6,9%. En ese período, el índice de salarios total mostró un crecimiento de 32,6%, mientras los precios subieron el 42,4%. Con relación a julio de 2017, los salarios de los trabajadores formales del sector privado perdieron 18,8%, los del sector público 21,4% y los de los no registrados el 25,3%. Esta caída de los ingresos laborales, junto con la caída del nivel de empleo, explican de manera directa la contracción del consumo y el fuerte salto que experimentó la indigencia y la pobreza durante el período.

Desigualdad. Ahora bien, como si todo esto fuera poco, cabe sumar un componente no menos importante al análisis: el aumento en la desigualdad distributiva. Si bien todos -o casi todos- somos algo más pobres con el escenario Covid-19, unos lo son más que otros; e incluso algunos son más ricos. Según el último informe del Indec (2020c) sobre distribución del ingreso a nivel urbano, en el segundo trimestre de 2020, en comparación con 12 meses atrás, aumentó de 20 a 25 veces la distancia de los ingresos familiares por persona entre el 10% más rico –que recibió el 33,5% de la “torta”– y el 10% más pobre, que percibió solo el 1,3% de la misma. Este aumento de la desigualdad se reflejó en el coeficiente de Gini, un indicador de desigualdad en la distribución del ingreso que toma en cuenta cómo se reparte la totalidad de los ingresos de la población. Desde que el Indec difunde la nueva serie de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) –desde el segundo trimestre de 2016– el coeficiente de Gini arrancó con valores de desigualdad altos de 0,427, para llegar al tope de 0,451 en el segundo trimestre del año. En definitiva, una “torta” más chica, y peor distribuida con “porciones” doblemente reducidas para los que ya estaban en la pobreza y para sectores de clase media empobrecida.

Estimaciones trimestrales de pobreza e indigencia.

Frente al panorama crítico que cabía esperar a partir de la política de confinamiento obligatorio, el gobierno argentino adoptó una serie de medidas en función de aliviar la caída del ingreso de las familias, la producción y el empleo. Según estimaciones propias, las asistencias económicas –sin considerar subsidios sectoriales y/o ayudas a los gobiernos provinciales– habría representado más del 20% del gasto público primario durante el primer semestre del año. En este marco, se destacan las iniciativas del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y el Programa de Asistencia de Emergencia al Trabajo (ATP), además de los refuerzos a los programas ya existentes: AUH-AUE, Tarjeta Alimentar, Salario Complementario, Pensiones no Contributivas, entre otras. Si de este gasto se descuentan las transferencias destinadas a los segmentos formales (ATP, seguro de desempleo y bono a los trabajadores de la salud), el monto de transferencias monetario-alimentarias directas e indirectas a poblaciones pobres o informales habría representado por lo menos el 5,6% del PBI semestral (2,5% del PBI 2020) (ODSA-UCA, 2020).  

Al respecto, cabe tener en cuenta que antes de la crisis sanitaria, el 33% de los hogares percibía una asistencia monetaria directa, sin contar las prestaciones previsionales de la seguridad social. Según el Observatorio de la Deuda Social, a mediados de ese año esta proporción habría alcanzado al 40% de los hogares del país. Es decir, casi cinco millones de hogares. Muy posiblemente, más de 12 millones de personas beneficiarias directa o indirectamente de un programa de protección social. Por lo mismo, los efectos inmediatos de la crisis en materia de indigencia y pobreza han sido menos graves que en otras crisis de igual envergadura. Sin las nuevas asistencias públicas la indigencia habría sido superior al 18% y la pobreza habría estado por arriba del 52%, pero no mucho más que esto.

La crisis actual pone al desnudo no solo nuestro subdesarrollo económico, sino sobre todo la existencia de un sistema político empecinado en repetir fracasos a costa de la sociedad

Pero si se pone la mirada en perspectiva histórica, al menos en lo que va del siglo XXI, el resultado deja un sabor amargo. Nuestra actual crisis social no es obra del Covid-19, ni mucho menos. La evolución de las tasas de indigencia y pobreza trimestrales que describe el Gráfico (con base en datos de la EPH-Indec, pero con estimaciones del ODSA-UCA para el período del apagón estadístico) da cuenta de niveles persistentes: déficit social en diferentes contextos político-ideológicos, e, incluso, variados escenarios macroeconómicos.

Caída. En términos de tendencias generales, tanto el índice de indigencia como el de pobreza, luego de los picos alcanzados con la crisis 2002-2003, experimentaron una caída relativamente regular hasta 2007-2008, para luego moderarse hasta 2010, con una mayor caída en 2011 (en especial en las tasas de pobreza), estabilizándose en dichos valores hasta 2013. Con la devaluación de 2014, ambas tasas volvieron a aumentar, para luego retraerse levemente en 2015. A diferencia del período 2007-2015 (intervención del Indec), el proceso histórico que sigue para el período 2016-2019 es menos controversial, dada la existencia de datos oficiales más confiables. Según estos datos, los índices de indigencia y pobreza se habrían retraído durante 2017, para volver a subir también fuertemente en 2018 y 2019. Según estimaciones propias, en el primer trimestre de 2020 las tasas de indigencia y pobreza en términos de población habrían alcanzado valores de 8,6% y 34,6%, respectivamente, siendo estos valores relativamente similares a los registrados el mismo trimestre del año anterior.  

Esta evolución induce a pensar que el problema de la pobreza es algo más estructural. De manera estilizada es posible afirmar que estamos ante la presencia de un modelo productivo-distributivo que conjuga estancamiento con inflación, y que cuando crece lo hace de manera raquítica y desigual, sin capacidad de generar los empleos de calidad que necesita el conjunto de la población; y que 30% o 40% de hogares asistidos por programas sociales resulta un síntoma del mismo problema. 

La persistencia de esta dinámica durante casi dos décadas ha consolidado en la Argentina una mayor heterogeneidad ocupacional asociada a la reproducción sistémica de un segmento laboral precario o marginal que, más allá de cierto punto, resulta un “sobrante” para el sistema económico, a la vez que “inelástico” a la baja, incluso en contexto de crecimiento. Esta dinámica acumula de manera ampliada pobrezas y desigualdades en múltiples dimensiones de la vida social: vivienda, educación, salud, hábitat, seguridad, tiempo libre, etc. Todo lo cual se han ido profundizado a lo largo al menos de la última década y media, y el actual escenario lo agrava una vez más.

Ahora bien, si bien esta apreciación diagnóstica resulta más que plausible, la reflexión crítica nos obliga a descender aún más en el infierno para explicar nuestro eterno retorno al fracaso. Aunque el trasfondo sea de carácter netamente económico, debido a la falta de un crecimiento sostenido y virtuoso en la generación de empleo –tanto intensivo como cualificado, tanto para mercados externos como para el mercado interno–, la matriz explicativa de esta inconsistencia económica –aunque cuesta admitirlo– está en la insolvencia de nuestra clase política. Su particular renacer de las cenizas nos deja con cada nueva crisis más maltrechos, tanto en términos económicos como sociales. Para probarlo no hay que ir muy lejos. Incluso en la actual crisis pandémica, las dirigencias políticas se niegan –en defensa propia– a construir un presente de acuerdos estratégicos que nos deje en mejores condiciones para iniciar un proceso de reconstrucción socioeconómica. Se da el lujo de quemar naves, perder oportunidades históricas, negarse al diálogo. Pero lo que más sorprende es que tampoco nada de esto es nuevo.     

La crisis actual pone al desnudo no solo nuestro subdesarrollo económico, sino sobre todo la existencia de un sistema político empecinado en repetir fracasos a costa de la sociedad. No son las soluciones económicas las que faltan, sino sus precondiciones políticas. 

Es fundamental comenzar a encarar con urgencia un proceso en donde la política sea capaz de superar grietas y construir acuerdos que aborden los problemas reales de la sociedad en clave a un desarrollo social en donde nadie quede afuera. 

Es un tiempo para convocar, crear consensos, acordar diagnósticos, elaborar estrategias y coordinar acciones.

Lamentablemente, ni antes ni ahora, emerge un mandato político-institucional orientado a emprender esta tan prioritaria tarea. En otros términos, la emergencia sanitaria también desnuda nuestra indefensión ante una clase política que no acierta en ponerse a la altura de las necesidades de una sociedad que demanda un mejor horizonte. 

 

*Conicet - UBA/ODSA-UCA.