Un enigmático Dostoievski afirma en Diario de un escritor: “La necesidad de la belleza y del arte que la hace realidad es inseparable del hombre, y quizá sin ella el hombre no habría querido vivir en este mundo”.
Pareciera que la experiencia de lo bello enlaza directamente con nuestra experiencia como humanos: sin belleza el mundo sería inhabitable.
Sin embargo, en el régimen estético de nuestra cultura actual, la marea de estímulos hace desaparecer la auténtica belleza en tanto no permite la distancia contemplativa. La cultura de consumo somete cada vez más la belleza al esquema de estímulo y excitación. En el medio digital, la percepción opera por contacto inmediato, eliminando de este modo la experiencia de la duración, condición de posibilidad de cualquier virtud o actividad reflexiva. Hemos olvidado cómo “demorarnos en lo bello” diría Byung Chul Han, esto es, cómo experimentar una temporalidad que escape a la del presente atomizado. La centralidad narcisista del sujeto contemporáneo ha reemplazado la “lateralidad” necesaria para que brote la belleza de lo distinto, que será reemplazada por una belleza vacía, domesticada y anestesiada.
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El arte debe ser un vehículo para cuestionar el modelo cultural dominante que somete lo estético a la lógica utilitaria del mercado. Hoy recupera la idea de que el arte verdadero permite desarrollar una relación libre con el mundo, con los otros, y con nosotros mismos al distanciarse del modo privilegiado en el presente, marcado por el monopolio de lo vertiginoso y superficial.
Podemos distinguir, en efecto, entre la subyugación digital y una “belleza” impuesta por los media (caracterizada por la producción a gran escala de estímulos y excitaciones explícitas) y una experiencia auténtica de “lo bello”, que, por el contrario, mantiene un velo y madura lentamente en la imaginación estableciendo relaciones de sentido con los entes. En presencia de lo bello, afirmará Han (recordando a Kant) aprendemos a demorarnos desinteresadamente en algo.
El arte inmersivo o la banalización del arte
La creciente estetización de la cotidianidad es lo que hace imposible la experiencia de lo bello como vinculante. Hoy triunfa el agrado pasajero, hedonista, una volatilidad que impregna en todos los órdenes de la sociedad: "nos hallamos en una crisis de lo bello en la medida en que a este se lo satina, convirtiéndolo en objeto de agrado, en objeto del "me gusta", en algo arbitrario y placentero" – afirma el filósofo surcoreano.
El proceso de «rehabilitar» la belleza en nuestro tiempo puede ser entendido como una contraofensiva encaminada a neutralizar el menos precio al que la belleza ha sido expuesta durante el siglo XX por los artistas mismos, fundamentalmente a partir de las vanguardias. Esa derogación o abuso de la belleza (como dirá el filósofo norteamericano Arthur C. Danto) se tradujo en un desplazamiento de la definición artística y sus producciones. Del fauvismo al expresionismo, del futurismo al cubismo, del surrealismo al dadá y del arte informal al conceptual: todos desplazaron la belleza de sus narrativas promoviendo la ruptura con los cánones estéticos tradicionales.
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Es así como entre la provocación del arte, la banalización de la cultura de masas y el nihilismo existencial contemporáneo, la belleza en su sentido profundo se desvanece. A pesar de todo, cobra cada vez más fuerza la necesidad de reivindicarla. Se trata de un atributo demasiado significativo para que desaparezca de nuestras vidas o para que quede reducido ala explotación. La verdadera belleza debe ser salvada a fin de reconstituir su capacidad vinculante, incluso más allá del ámbito del arte, en relación a su valor dialógico en general, es decir, en su dimensión existencial, ética y política.
Volviendo al gran escritor ruso y como afirma su personaje Trofímovich en Los Demonios: “Es imposible vivir sin la belleza porque entonces no habría ya nada que hacer en este mundo”.
* Mgr .Verónica Parselis. Directora Escuela de Filosofía, Universidad del Salvador.