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Giliberto Capano: “El stock de poder total crece cuando se lo reparte entre el Estado central y regiones”

Ante la emergencia de Provincias Unidas, la discusión sobre federalismo, regionalismo o simple descentralización administrativa pasa a ser un tema actual de la política argentina. Este reportaje dedica su primera parte a ese debate. El reconocido politólogo italiano y referente internacional en políticas públicas y gobernanza ha dedicado su carrera a estudiar cómo los Estados diseñan y transforman sus políticas frente a la incertidumbre. Profesor en la Universidad de Bolonia, de la que fue su decano, y figura central en el pensamiento europeo sobre administración pública, analiza los límites del liderazgo contemporáneo, la erosión del consenso democrático y el debilitamiento del Estado de bienestar. También en esta entrevista, traza un mapa lúcido del presente: del agotamiento de las élites políticas al desafío de la inteligencia artificial como nueva frontera de la gobernanza global.

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FEDERALISMO Y GOBERNANZA. “El federalismo es un pacto político entre entidades que deciden unirse y ceder competencias a un centro común; no es mera descentralización administrativa dentro de un Estado unitario”. | néstor grassi

—En una entrevista con “Una Città”, usted distingue entre el federalismo como “pacto político” y el federalismo como simple descentralización administrativa. ¿Podría desarrollar esa diferencia y explicar por qué cree que Italia ha confundido ambos planos?

—Hay toda una literatura y una historia política en torno al concepto de federalismo. En Italia hemos hecho un poco de confusión, porque una cosa es el federalismo como pacto político entre distintos actores, que pueden ser diferentes porque hablan lenguas distintas, costumbres distintas o porque están muy alejados entre sí. Pensemos en los Estados australianos, allí se trata de entidades independientes que deciden unirse y luego establecen algunas reglas comunes. Otra cosa muy distinta es lo que en Italia, durante algunos años, se definió como federalismo administrativo, es decir, un Estado central que transfiere competencias a las regiones. Cuando se hace esto, se genera cierta confusión, porque son dos conceptos completamente diferentes con efectos completamente distintos. Se pueden otorgar a las regiones competencias consistentes, importantes, comparables a las de un Estado que forma parte de una federación; pero, al mismo tiempo, esas regiones siguen dentro de la unidad del Estado, no son entidades diferentes, sino partes de un mismo Estado. En el caso italiano, nuestra historia es distinta de la que suele contarse. Cuando se produjo la unificación en 1861, y aun antes, había intelectuales, como (Carlo) Cattaneo, que propusieron la idea de un Estado federal, es decir, que los distintos reinos y estados de la península italiana establecieran un pacto político para crear un Estado federal. Esa línea no prosperó: se llegó a una unificación centralista, impulsada por el Piamonte, que de hecho conquistó a los otros estados. Así nació un Estado centralizado, que progresivamente, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial y mediante la Constitución, otorgó más competencias a las regiones. Pero esto constituye una descentralización, que puede ser muy amplia, aunque sigue siendo distinta del federalismo: una cosa son las competencias que las subdivisiones del Estado pueden ejercer, y otra es el estatus de las entidades que, siendo independientes, deciden asociarse. La verdad, en el caso italiano, y esto suele sorprender cuando lo digo, es que del federalismo, entendido en el contexto italiano como “más poder para las regiones”, no se hablaba en absoluto antes del surgimiento de la Liga Norte de Umberto Bossi. Me refiero a Bossi, no al liderazgo actual de la Liga. Paradójicamente, la aparición de ese movimiento, promovido por un personaje excéntrico, pero que influyó profundamente en la vida política italiana, introdujo en el debate público la idea de que quizás las regiones periféricas debían tener más poder. Por eso, para mí, la diferencia es muy importante. Lo explico así, de manera definitiva: los Estados Unidos y la Argentina son Estados federales; España, en cambio, es un Estado regionalista. Cataluña posee muchísimos poderes, en algunos casos, probablemente más que algunos de los Länder alemanes, pero eso no convierte a España en un Estado federal.

“El buen liderazgo surge de procesos estructurados de formación y maduración.”

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—En el caso de Argentina es una cuestión geográfica. Londres en Gran Bretaña, Tokio en Japón, son capitales que concentran el 50% de todo, pero en Rusia, Moscú también, y ha sido 17 millones de km2. Entonces, federal, ¿es una cuestión de geografía, de tamaño o de historia de la cultura?

—El federalismo nace por distintos motivos. Muchas veces surge porque los países, geográficamente, son muy extensos, pensemos en los Estados Unidos. En el caso estadounidense, es cierto que esos Estados fueron fundados por comunidades de emigrantes que querían ser independientes. En Australia, donde todos hablan el mismo idioma, fue precisamente la enormidad del territorio lo que llevó a la formación de un Estado federal. En Canadá, probablemente influyó la existencia de Québec, una provincia que habla otra lengua, tiene otra cultura y una identidad predominante diferente. Los motivos pueden ser muy diversos y resultan determinantes en el momento originario, pero una vez que un Estado federal nace, permanece federal: es muy difícil revertir ese proceso. Porque se forma una realidad política en la que uno dice: “El Estado en el que vivo hizo un pacto político, hace uno o dos siglos, con otros Estados para unirse”. Por eso, no es un fenómeno que se dé fácilmente: se puede pasar de un Estado unitario a uno federal, pero no existen casos en la historia política del mundo de Estados federales que hayan vuelto a convertirse en unitarios. La cuestión de Rusia, por supuesto, está ligada a su historia. Siempre ha sido un Estado con un régimen autocrático, porque primero tuvo a los zares; luego pasó a un régimen soviético que, si bien otorgaba autonomía formal a las repúblicas de la Unión Soviética, esa autonomía era en gran medida ficticia. En consecuencia, en Rusia persiste esa tradición moscocéntrica profundamente autocrática.

—¿Cuál es la diferencia entre federación y confederación?, ¿la Unión Europea, puede ser una confederación?

—La Europa Unida, en este momento, no es una confederación, sino algo así como un ircocervo, es decir, un criatura híbrida entre cabra y ciervo, una mezcla extraña, difícil de definir. Una confederación, en sentido estricto, es un sistema político en el cual Estados independientes se asocian, pero sin transferir parte de su soberanía a un poder central. El ejemplo clásico de confederación es, naturalmente, Suiza. No por casualidad, Suiza no tiene un presidente, sino un directorio de siete miembros que gobiernan la federación de manera colegiada. En cambio, un Estado federal es aquel en el que los Estados que lo componen, los que hacen el pacto político original, ceden algunos poderes soberanos a la autoridad federal.

“Italia anticipa fenómenos políticos que luego se repiten con más fuerza en otros países.”

—¿Cómo calificaría usted a la Unión Europea actual?

—La Unión Europea, no sé si conoce a Pirandello, gran dramaturgo italiano, es como Uno, ninguno y cien mil, o Seis personajes en busca de autor: un híbrido que nació de una buena intuición, pero que, si no avanza hacia su evolución natural, la creación de una federación, tarde o temprano enfrentará una crisis importante, eso es evidente. De hecho, todos los expertos en la materia lo saben: en algún momento, si estos sistemas no evolucionan hacia una forma federal, acabarán sufriendo algún tipo de choque que los haga retroceder. Por otra parte, el camino que se eligió, primero la unión monetaria y después, ya se verá, la unión política, es claramente irracional e inconsistente, aunque en su momento pareciera muy razonable. Como ciudadano italiano, estoy contento de tener el euro: puedo moverme por muchos países sin tener que cambiar moneda, etc. Pero, si miramos a los Estados Unidos, por seguir con ese ejemplo, ellos primero crearon la federación y recién hacia finales del siglo XIX establecieron la Federal Reserve Bank. Durante casi un siglo, si no recuerdo mal, existieron varias entidades bancarias que emitían moneda en Estados Unidos. ¿Por qué? Porque la federación política vino primero. Si uno piensa que una fuerte integración económica y una moneda común conducirán, tarde o temprano, a una forma federal, se equivoca. Porque la federación no surge como un “efecto colateral funcional”, sino como un acto de voluntad política.

Giliberto Capano, en Periodismo Puro, con Jorge Fontevecchia.
CRISIS DE LA DEMOCRACIA. “La crisis es la misma: pérdida de credibilidad de las instituciones democráticas, ligada al retroceso del Estado de bienestar, que erosiona la confianza y reduce el horizonte colectivo”. (FOTO NESTOR GRASSI)

—Usted utiliza la expresión “stock de poder” para describir los recursos y competencias que se acumulan en diferentes niveles del Estado. ¿Cómo se puede “redistribuir” ese stock sin generar parálisis o conflictos institucionales?

—Este es uno de los problemas que surgen cuando se habla de lo que, con una expresión inglesa, se denomina “gobernanza multinivel” (multilevel governance): esos conjuntos de instituciones políticas en los que existen diversos niveles de gobierno que deben tomar decisiones o aplicarlas conjuntamente. Esto ocurre también en los Estados unitarios, porque incluso en ellos existen los municipios; hay políticas que deben decidirse en Londres, por ejemplo, pero que luego deben implementarse en las municipalidades. Muy a menudo, cuando se reflexiona sobre la distribución del poder entre las distintas instituciones políticas, predomina la idea de que el poder es una cantidad fija, digamos “cien”, un stock de poder. De ahí surgen muchos conflictos, porque se asume lo siguiente: si el Estado central concede poder a los municipios o a las regiones, o en los Estados federales a los estados miembros, pierde poder. Pero, en realidad, si el diseño de esa distribución está hecho de manera inteligente, todas las partes ganan poder, se crea poder. Siempre digo: si el poder total es cien, y el Estado central tiene setenta, mientras las regiones tienen treinta, cuando las regiones piden otros veinte parece que el Estado quedará con cincuenta y las regiones con cincuenta, pero no funciona así. Si se distribuyen bien los recursos y las competencias, el resultado puede ser 120. Es decir, puedo otorgar a las municipalidades o a las regiones la capacidad de llevar adelante políticas públicas que yo, como Estado central, no puedo ejecutar. Si ellas las implementan bien, yo gano poder, porque aumento mi legitimidad, que es algo fundamental para el ejercicio del poder. Según mi visión, esta idea, tan frecuente en el conflicto político y en el debate entre dirigentes, de que el poder institucional (no hablo del poder como violencia) es una cantidad finita, y que si tú ganas algo yo necesariamente lo pierdo, constituye un error psicológico muy profundo. En lugar de fomentar la cooperación para construir soluciones compartidas, alimenta la lógica de la confrontación: si hoy ganas tú, tomas el poder; pero mañana, cuando ganen los otros, ellos harán lo mismo.

“Cuando no hay partidos que agreguen intereses, surge la fragmentación social.”

—En muchos sistemas contemporáneos, la complejidad de la gobernanza multinivel y la fragmentación de responsabilidades dificultan la rendición de cuentas: los ciudadanos ya no saben claramente quién decide qué ni a quién exigir resultados. ¿Cree usted que esta ambigüedad institucional es uno de los factores que más erosiona la legitimidad democrática? ¿Qué mecanismos podrían restablecer una conexión más directa entre decisiones públicas y responsabilidad política?

—La crisis que los sistemas democráticos están atravesando desde hace algunos años, en algunos países antes, en otros después, es evidente. Los sistemas democráticos están en dificultades en prácticamente todos los países democráticos del mundo: Europa, América del Norte y América Latina. Cada uno, por supuesto, con sus propias particularidades históricas. Debo ser sincero: creo que esta crisis no depende tanto de la falta de transparencia democrática, porque insisto en que, en determinados momentos, una minoría significativa de ciudadanos se informa, quiere saber, participa. Pero la gran mayoría, en todos los sistemas democráticos, quiere simplemente vivir bien: tener una vida tranquila, un trabajo, formar una familia, del tipo que sea hoy. La política interesa solo relativamente. Por eso, esa idea de que debemos ser cada vez más transparentes es, a mi juicio, una ilusión. Hace al menos 30 años que en todo el mundo occidental los gobiernos han aprobado leyes para fomentar la transparencia. En Italia, en Francia, incluso en Argentina, si uno entra a los sitios web de los ministerios, puede encontrar toda la documentación sobre cómo se toman las decisiones, pero muy pocos ciudadanos lo hacen. El problema es estructural y tiene que ver con que muchas políticas públicas fundamentales no se han adaptado a los cambios en ciertos factores estructurales. Me refiero a las políticas más relevantes para la vida cotidiana: la sanitaria, la educativa, entre otras. Las sociedades occidentales están envejeciendo, somos menos competitivos económicamente frente a potencias asiáticas, basta con pensar en China, y hemos mantenido muchas políticas congeladas porque creíamos que así preservaríamos el consenso. Pero llega un punto en que esas políticas rinden peor: la sanidad enfrenta más problemas, porque hay más población anciana y más demanda de atención médica, lo que incrementa los costos. Además, observamos que nuestros jóvenes están menos preparados. Hablando con colegas de la Universidad de Buenos Aires, me decían que también perciben un descenso en el nivel de preparación de los estudiantes que egresan de la escuela secundaria. Y este es un fenómeno que se repite en Italia, en Francia, mientras que en países como China, Singapur o Vietnam los estudiantes están mejor formados. Es esa insatisfacción con las políticas públicas la que comienza a manifestarse en un contexto en el que, en muchos países europeos, han desaparecido los partidos tradicionales. No conozco lo suficiente la historia política argentina como para dar ejemplos locales, pero cuando uno se siente insatisfecho con los servicios públicos y no ve un futuro claro, como ciudadano, empieza a pensar solo en el presente. Y cuando uno vive solo en el presente, se convierte, como ciudadano, en un factor estructural de desestabilización. Lo diré de forma sencilla: si te interesa solo el presente, estás más dispuesto a votar a quien te promete más, aunque en el fondo sepas que tal vez no cumplirá. Te interesa solo lo inmediato. En cambio, en los sistemas que estamos dejando atrás existía una visión de futuro. En la Europa continental había grandes partidos de masas, y uno votaba a un partido no por lo que ofrecía hoy, sino por lo que prometía para el futuro del país, es decir, el futuro de tus hijos. Hoy vivimos en el presente, y al hacerlo, nosotros mismos, los ciudadanos, nos hemos convertido en un factor estructural de desestabilización política.

“Sin confianza en el Estado, las instituciones democráticas
se vuelven frágiles.”

—En su obra, el liderazgo aparece como un componente esencial de la formulación de políticas, más allá del estilo personal de quien gobierna. ¿Hasta qué punto piensa que los líderes actuales, políticos o técnicos, siguen siendo capaces de dar dirección y coherencia al proceso público, frente a la complejidad, la presión mediática y la fragmentación institucional?

—Me interesa mucho el tema del liderazgo en los procesos de toma de decisiones, porque creo, y he intentado demostrarlo, que un sistema político no funciona solo si tiene un gran líder (sea lo que sea que eso signifique) al frente del país, sino si cuenta con muchos individuos que ejercen funciones de liderazgo en los procesos decisionales. En teoría, un gran líder político elegido democráticamente, porque ha sido votado por los ciudadanos, debe tener una visión. Pero esa visión solo puede hacerse realidad si hay decenas de miles de personas que actúan como líderes dentro de la administración pública, en el sistema sanitario, etc. Esa idea de que basta con el gran líder político me parece equivocada, porque si su proyecto no puede traducirse en acción, su visión se desvanece. Por lo tanto, también dentro de la administración pública debe haber burócratas capaces no solo de cumplir bien su función técnica, asesorar al Presidente o a los ministros y aplicar las políticas, sino también de promover la innovación dentro del propio aparato administrativo. Si no existen burócratas que puedan ejercer liderazgo en la administración, eso se convierte en un problema. En definitiva, la sociedad debe ser capaz de producir muchas personas con capacidad de liderazgo. Sé que puede parecer un concepto abstracto, pero basta pensar en cuando uno visita un ministerio y percibe que alguien, aunque no sea un político, guía y coordina todo el trabajo: ese también es un líder. En cuanto a la dimensión más política, el liderazgo al frente del Estado: se puede ser elegido primer ministro o Presidente, en sistemas parlamentarios, presidenciales o semipresidenciales, pero eso no significa necesariamente ser un líder. Para ser líder hay que tener la capacidad de convencer y ser seguido por los ciudadanos, de transmitir una visión. Hay muchos dirigentes electos que no logran comportarse como verdaderos líderes, y esto es algo que debe aclararse: ser líder no es ocupar un cargo, es inspirar y persuadir. Mi impresión es que los mecanismos de reproducción de las élites políticas se han deteriorado en casi todos los países. Cada país tenía su tradición: para llegar a jefe de Gobierno había que aprender a hacer política, demostrar capacidad de liderazgo en el nivel local, seguir un camino gradual. Esa era la tradición de la Europa continental. Hoy, en cambio, esa trayectoria se ha roto. En Italia, por ejemplo, vivimos el primer experimento con Silvio Berlusconi, un tycoon que, en un momento de crisis del sistema político, entra en la arena y gana de inmediato, convirtiéndose en líder. Desde entonces, hemos visto el mismo fenómeno en muchos países: el recién elegido presidente de la República Checa, Andrej Babiš; Bolsonaro en Brasil; Trump en Estados Unidos. De los casos argentinos no hablo, porque los conocen mejor ustedes. Cuando vemos que los ciudadanos votan cada vez más por partidos nuevos o líderes que hasta ayer no existían, es señal de que tenemos un grave problema de selección y formación de las élites. El buen liderazgo surge de procesos estructurados de formación, con etapas de aprendizaje y maduración, hasta que emerge el más capaz.Tengo la impresión de que en todo el mundo occidental ese mecanismo se ha roto, y por eso vemos tantos “líderes de la noche a la mañana” que irrumpen sin haber pasado por ningún proceso formativo real.

—¿Por qué Italia lo inventó todo, el Imperio, la República, Berlusconi, un hijo de un siciliano como Mussolini, el fascismo?, ¿qué tiene Italia que inventa todo?

—Italia no es que haya inventado algo; lo que sucede es que tiene ciertas características que la hacen anticipar los tiempos. Esto es algo que, muy a menudo, incluso los estudiosos que analizan el caso italiano no logran aceptar. Siempre se ha hablado de la “particularidad” del sistema italiano, de su “singularidad”, de su “excepcionalidad”: el único país de Europa occidental que, antes de la caída del Muro de Berlín, tenía el partido comunista más grande de Occidente. Pero lo que no se ha visto con claridad es que, en realidad, Italia siempre ha estado un paso adelante, ha anticipado tendencias. Usted mencionaba el caso del fascismo, que fue el primer régimen de ese tipo, al que luego siguieron otros, tal vez peores, en aquellos años. Lo mismo ocurre con Berlusconi, quien fue el primer magnate, el primer tycoon que se convirtió en político, y luego llegaron Trump y otros. Italia fue también el primer país democrático en el que colapsó por completo el sistema de partidos: basta pensar en la crisis de 1992-1994, que hizo desaparecer a los cinco partidos que habían gobernado la República desde su fundación. Fue además el primer país europeo donde un líder y un partido populista llegaron al poder: el caso del Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo en 2018. Y fue, nuevamente, el primer país europeo en el que un partido claramente posfascista, no estoy calificando de fascista a Meloni, aclaro, solo digo que es un partido que tiene ese origen histórico, llegó al gobierno como mayoría relativa. Italia, una vez más, anticipa los tiempos. No soy historiador; hay personas mucho más competentes que yo para hacer este tipo de análisis a largo plazo. Pero sí observo que Italia nunca lleva esas innovaciones hasta el extremo, nunca las desarrolla completamente. Es como si esta sociedad, una sociedad extraña, llena de individualismo, pero también de solidaridad, fuera un terreno en el que los grandes cambios no terminan de echar raíces. Como solemos decir de manera algo tosca: “Nosotros, los italianos, nunca le cortamos la cabeza al rey”. Lo que sucede es que somos los primeros en anticipar ciertos fenómenos, pero luego no los llevamos hasta el final. Mientras tanto, otros países, que observan lo que ocurre en Italia, aprenden de nuestra experiencia y sí completan esos procesos. Desde este punto de vista, hay que prestar atención, porque Italia es un país anticipador, un forerunner: un lugar donde se ven antes cosas, que más tarde sucederán en otras partes. Muy a menudo, esas cosas se interpretan como excepciones, como rarezas italianas. Recuerdo que hace 30 años, cuando viajaba por el mundo y asistía a congresos, mis colegas me tomaban el pelo porque en Italia teníamos como presidente del Consejo a Silvio Berlusconi, quien parecía una especie de extraterrestre dentro de un sistema político. Pero hoy, esos mismos colegas han cambiado de opinión. Siempre pregunto: si hoy se vieran obligados a ir a cenar con un líder político, entre Berlusconi, Trump, Bolsonaro y Orbán, ¿con quién irían? Y todos responden: con Berlusconi. No digo esto para defender a Berlusconi porque sea italiano, de hecho, nunca voté por él, sino para subrayar algo: Italia anticipa ciertos fenómenos, se finge no verlos, pero poco después, o algunos años más tarde, se repiten con mayor intensidad en otros países.

“Europa envejece y el Estado de bienestar enfrenta desafíos estructurales profundos.”

—En los últimos años se percibe una pérdida de confianza en lo público y en las instituciones democráticas: los servicios estatales son cuestionados, el gasto social se considera un problema y los gobiernos enfrentan crecientes niveles de desafección ciudadana. ¿Cree usted que estamos ante una crisis de legitimidad estructural del Estado y de la democracia, o más bien ante un desgaste coyuntural tras la pandemia y las crisis económicas recientes?

—Se trata de una crisis seria, aunque no necesariamente definitiva, siempre que entendamos que para superarla no podemos seguir haciendo las cosas como antes. La cuestión de la confianza es central para la legitimidad democrática, porque sin confianza en el Estado, cualquier política que se proponga fracasará: toda política necesita del apoyo y la fe de los ciudadanos. En este sentido, Argentina es un caso emblemático. Después de la fuerte pérdida de confianza generada por la crisis de fines de los 90 y comienzos del nuevo milenio, para un argentino tener fe en el Estado o en el Gobierno se ha vuelto extremadamente difícil. Si la confianza no existe o no logra reconstruirse, la supervivencia de las instituciones democráticas se vuelve extremadamente problemática. Al mismo tiempo, hay formas de empezar a reconstruir esa confianza. La primera, y me duele decirlo porque sé que muchos, sobre todo los políticos, no lo aprecian, consiste en que las fuerzas políticas, los actores que compiten entre sí, hagan un pacto de no agresión en torno a ciertos temas. Debe existir algo en común entre las élites políticas que se disputan el poder, porque si no hay nada compartido y el adversario es presentado siempre como un enemigo, también los votantes lo percibirán como tal. Y si se percibe al otro como enemigo y ese otro gana las elecciones, nunca se confiará en él. Desde esta perspectiva, más allá de las teorías y los debates sobre escasez de recursos o gasto social, el primer paso es devolver la confianza y una perspectiva de estabilidad al sistema político. Esta estabilidad se logra cuando los ciudadanos saben que los distintos partidos, aunque compitan entre sí, comparten ciertos fundamentos comunes sobre el país, la Nación y la sociedad. En ese punto, la gente sabe que, gane quién gane, hay cosas que no se tocarán porque forman parte de un patrimonio común. Si este mecanismo no se activa, la confianza no renacerá. Y sin confianza, siempre aparecerá un nuevo líder prometiendo soluciones milagrosas. Justamente porque la gente vive en el presente y carece de una visión de futuro, así nacen los regímenes autoritarios. Si miramos un siglo atrás, los sistemas autoritarios y totalitarios en Europa surgieron precisamente de esa combinación: crisis estructurales y una gran falta de confianza ciudadana. Cuando esa desconfianza se vuelve estructural, los ciudadanos terminan diciendo: “Probemos cualquier cosa”. Y ahí radica la locura: cuando en una democracia una parte significativa de la población dice “intentemos también con este”, porque los anteriores fracasaron, el nuevo podría ser distinto. Nadie habría imaginado, lo digo con franqueza, más allá de las opiniones políticas, que Donald Trump, como presidente de Estados Unidos, emitiría decretos que claramente no podía emitir porque eran competencia del Congreso. Pero lo hizo, convencido de estar legitimado por una parte de los ciudadanos que dijeron: “Probemos de nuevo con este”. La próxima vez podría ser otro, pero si seguimos razonando así, ese otro podría ser, sin duda, peor que el anterior.

“La inteligencia artificial puede convertirse en un punto de inflexión para el futuro de las democracias.”

—En ese contexto, ¿cómo interpreta la erosión del Estado de bienestar europeo? ¿Se trata de una consecuencia inevitable de la globalización y las presiones fiscales, o de una crisis cultural respecto del papel del Estado y la solidaridad social?

—Hay factores estructurales que están cambiando. Los europeos, inventamos el Estado de bienestar, y es algo que en realidad el resto del mundo nos envidia. Tenemos un buen Estado de bienestar, bastante justo, y en Europa la calidad promedio de las políticas sanitarias es incomparable con la de otros países. Si pensamos en cuánto dinero invertimos, observamos que existen tendencias estructurales; no se trata solo de la globalización. Pensemos en la demografía: nadie la controla, pero está modificando los parámetros. Europa se está volviendo vieja, y envejecer significa que habrá menos personas trabajando; menos personas que trabajan implica menos recursos para las pensiones, porque todos sabemos que quienes trabajan pagan las jubilaciones de quienes ya están retirados. Si hay demasiada gente mayor, habrá muchos más ciudadanos que recurran al sistema sanitario, y este se volverá cada vez más costoso. Es un problema importante que debería afrontarse. Por eso, cuando en los países europeos hay protestas contra el aumento de la edad jubilatoria, pienso que se trata de un acto de egoísmo. Pero también hay que explicarlo a los ciudadanos: una de las responsabilidades de los políticos es no haber explicado claramente cómo funciona un sistema de pensiones. Por lo tanto, hay una modificación estructural de algunos de los parámetros sobre los cuales se construyó el Estado de bienestar europeo. Frente a ese cambio, que está poniendo en crisis la capacidad del sistema para seguir ofreciendo servicios satisfactorios, la política aún no ha dado una respuesta inteligente y sigue actuando como si esos cambios no existieran. En julio me invitaron durante una semana a un congreso en China, nunca había ido, también allí han alcanzado el pico demográfico y, habiéndolo alcanzado hace poco, ya están pensando cómo enfrentar el problema que tendrá como primer impacto dentro de 25 o 30 años. Estoy seguro de que es un sistema completamente distinto, pero no tengo dudas de que dentro de tres o cuatro años ya estarán diseñando soluciones para los efectos que se manifestarán más adelante. Es evidente que los ciudadanos europeos, sobre todo las jóvenes generaciones, que no vivieron lo que fue la guerra ni conocieron la sociedad europea inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, aunque yo tampoco la viví, pero la escuché de mis padres, han nacido en un contexto muy afortunado y probablemente no fueron educados para comprender que aquello que tuvieron en su juventud fue el resultado del pasado, y que ese pasado ya ha quedado atrás. Por eso, también en este terreno, si la política no logra mirar hacia adelante, probablemente dentro de algunos años aparezcan problemas estructurales, y en ese momento sí, la deslegitimación democrática será estructural.

“Un Estado eficiente protege mejor a los ciudadanos que un Estado débil o ineficaz.”

—Después del fuerte intervencionismo estatal del período pandémico, asistimos a una reacción de signo contrario: políticas de austeridad, reducción del gasto público y discursos que vuelven a asociar el Estado con ineficiencia o exceso burocrático. ¿A qué atribuye usted este retroceso del consenso estatal? ¿Es una reedición del paradigma neoliberal o una nueva etapa en la evolución de la gobernanza contemporánea?

—En esto no estoy del todo de acuerdo con usted; tengo la impresión de que se trata de una interpretación muy argentina. Aclaro, no soy un gran conocedor de la política argentina, pero en realidad el Estado ya existía antes del covid-19 y era muy fuerte. Digamos que después de la crisis de 2008 el Estado volvió a emerger con vigor. Europa es el continente que lo inventó: nuestras sociedades se basan en el Estado, incluso aquellas en las que el mercado tiene un papel más relevante. Porque sin Estado no hay mercado, ya que el mercado sin un regulador, que solo puede provenir del poder público, no existe: sería una guerra de todos contra todos. Por eso, primer punto: el Estado ha cambiado su modo de actuar. Antes intervenía directamente, ahora lo hace de manera más indirecta, a través de políticas. El verdadero problema no es si el Estado debe ser fuerte o no, sino su eficiencia. El Estado existe también en Estados Unidos: el gobierno federal –más allá de los intentos de Trump, luego frenados, por ejemplo en el caso de Musk– es fuerte. No olvidemos que los Estados Unidos inventaron la primera ley antimonopolio, la primera autoridad antitrust. Esa fue una iniciativa del poder federal, que interviene con fuerza en la lógica del mercado, porque el mercado sin regulación favorece los monopolios y termina perjudicando a los consumidores o usuarios. El punto central es que el Estado debe ser cuidado. Eso significa que hay que formar bien a sus empleados, que luego serán funcionarios y más tarde directivos. El paradigma anties­tatal tiene un gran defecto: solemos pensar que el Estado, por definición, es ineficiente. No es verdad. Hay Estados eficientes y otros que no lo son, y eso depende de cómo se diseñen y del cuidado cotidiano que se les dedique para mejorar su funcionamiento. La idea de que “el Estado no funciona, entonces lo achico o lo elimino” siempre es equivocada, y a mediano plazo se demuestra errónea, muchas veces incluso en perjuicio de quienes la impulsaron. Lo diré de otro modo: si el Estado es ineficiente, hay muchas formas de diseñar políticas para hacerlo más eficiente. Y un último punto: un Estado eficiente protege más a los ciudadanos, no solo más que un Estado ineficiente, sino también más que un Estado débil. Si el Estado es débil o ha sido debilitado, entonces los ciudadanos comunes no tendrán quién los proteja. Olvidamos con frecuencia que un Estado fuerte y capaz de actuar protege a los ciudadanos, especialmente a los más débiles, del poder de los más fuertes.

Giliberto Capano, en Periodismo Puro, con Jorge Fontevecchia.
ESTADO, LIDERAZGO Y BIENESTAR. “Un Estado eficiente protege mejor a los ciudadanos que uno débil; el problema
no es su tamaño, sino su capacidad de hacer bien las cosas y sostener políticas públicas acordes al contexto”. (FOTO NESTOR GRASSI)

—En distintos países observamos signos de una crisis política persistente, desde el bloqueo del gobierno estadounidense hasta la inestabilidad francesa, que expresan una polarización estructural. ¿Cómo interpreta usted esta crisis de gobernabilidad?, ¿cree que estamos ante una fatiga estructural de la democracia liberal o frente a una transformación más profunda de las formas de representación y autoridad política?

—Usted siempre hace preguntas de diez millones de euros. Son, sin duda, señales muy claras de que los sistemas democráticos atraviesan dificultades. En eso no hay dudas. Pero también podrían ser señales que obliguen a las democracias a adaptarse mejor a los cambios de contexto. Separaría, sin embargo, la crisis del sistema democrático estadounidense, que viene de más lejos y tiene una naturaleza distinta, de la crisis política que atraviesan las democracias europeas y latinoamericanas. Se trata, sobre todo, de un problema de representación. No debemos olvidar que, en el mundo occidental, la democracia se consolidó con la estructuración de grandes sistemas de partidos, que ofrecían a los ciudadanos una visión de vida y de sociedad. Esos partidos ya no existen, y nadie ha asumido plenamente la función que cumplían. Los partidos eran los grandes mediadores entre la sociedad y el sistema político: articulaban intereses. En el momento en que los partidos dejan de cumplir esa función, lo que aparece es la explosión y fragmentación de los intereses, que terminan siendo reunidos por líderes individuales. Es una situación muy seria, tan seria que debe tomarse realmente en serio. Nunca debemos pensar que lo que ocurre en Estados Unidos o en Francia no podría suceder en nuestro propio país, porque “nosotros somos distintos”. No, podría pasar en cualquier parte. ¿Por qué? Porque la enfermedad es, en el fondo, la misma: una crisis de credibilidad de las instituciones democráticas, estrechamente ligada a una crisis de desempeño del Estado de bienestar. Si no se encuentra una solución nueva, que implique decirle a los ciudadanos: “Hasta ahora hicimos las cosas de este modo, pero para garantizar el futuro del país debemos hacer ciertos cambios y asumir algunos sacrificios por las próximas generaciones”, la situación no mejorará. Lo que falta es un discurso político que apunte a ese horizonte. Hay, además, una responsabilidad directa de los dirigentes políticos. Crecí, como muchos de mi generación, en un mundo con muchos problemas, pero donde quienes pertenecían a la élite política, fueran comunistas o democristianos, por todos los defectos que pudieran tener, concebían su tarea como la de guiar al país. Hoy, en cambio, muchos políticos piensan que su función es seguir lo que quiere el pueblo. Pero los líderes están para conducir, no para dejarse conducir. Si uno decide qué decir o qué hacer basándose en las encuestas para ganar elecciones, es el pueblo el que te guía a ti, no al revés. Entonces, ¿para qué sirve una élite política? Sé que es un razonamiento un poco paradójico, pero la democracia funciona solo si existen élites políticas fuertes, convencidas y conscientes. Si esas élites dejan de cumplir su función y asistimos a una popularización de la política, es evidente que surgirán individuos que ocuparán su lugar.

“La ciencia política debe estudiar los fenómenos que importan realmente a la sociedad.”

—El gobierno de Albania nombró a una inteligencia artificial como “ministra” para liderar la lucha contra la corrupción. En este contexto, ¿cómo evalúa usted la integración de tecnologías como la inteligencia artificial en la función pública moderna? ¿Cree que la IA puede realmente contribuir a reforzar la gobernanza, la transparencia y la rendición de cuentas, o existe el riesgo de que desplace la supervisión humana y debilite los mecanismos democráticos tradicionales?

—Es uno de los desafíos que podrían ayudarnos a superar varios problemas de desempeño de las políticas públicas y, por tanto, a mejorar la calidad de la democracia, aunque también puede ser muy peligroso. Nombrar a una inteligencia artificial como ministra me parece un exceso; sigo pensando que fue una provocación. Sin duda, la inteligencia artificial, que en realidad es la aplicación sofisticada de muchas innovaciones tecnológicas, es el futuro del mundo, nos guste o no. Pero, como todas las innovaciones, es muy intrusiva y debe ser gestionada políticamente. La pregunta es hasta qué punto las clases políticas son conscientes de que, para bien o para mal, ellas son responsables de cómo se manejará este proceso. Estuve en China, y debo decir que fue una experiencia que me impactó profundamente. Una cosa es leer sobre estas cuestiones y otra muy distinta es verlas. Allí observé un uso impresionante de la inteligencia artificial. Es cierto que también la utilizan para vigilar a los ciudadanos –aunque eso ya lo hacían antes–, pero la forma en que han incorporado la IA a la vida cotidiana, la manera en que la usan para mejorar la calidad de vida de la población, es realmente sorprendente. Deberíamos reflexionar también nosotros sobre eso, porque todavía no hay una conciencia suficiente. Muchos países están debatiendo cómo regular la inteligencia artificial para que no sea demasiado invasiva en la vida de las personas, y eso es correcto, pero al mismo tiempo habría que empezar a pensar cómo usarla de forma positiva: para reducir las listas de espera en los hospitales, para agilizar la atención sanitaria, o para que sea una herramienta útil para los estudiantes, sin sustituir su aprendizaje. Creo que la inteligencia artificial puede convertirse en un punto de inflexión para el futuro de las democracias: si sabemos usarla bien, podría ayudarnos a superar muchos de los problemas que enfrentamos; pero si no lo hacemos o la subestimamos, podría resultar profundamente perjudicial y peligrosa.

Producción: Sol Bacigalupo.