—Usted es uno de los firmantes de una reciente declaración internacional que advierte sobre el retorno de la amenaza del fascismo a escala global. ¿Qué elementos concretos lo llevaron a adherir a esa advertencia colectiva, y cómo evalúa el papel que deben jugar las sociedades democráticas frente a este resurgimiento autoritario?
—Estamos viendo una tendencia creciente hacia un autoritarismo de carácter extremo y personalista, con una intensa violación de las libertades civiles y una exaltación de la figura del líder hasta una posición casi sagrada e incuestionable; intolerancia hacia las minorías, el pluralismo y la disidencia, y una especie de exaltación de la nación de forma muy etnocéntrica. Tiene muchas características propias del fascismo. Creo que debemos usar la palabra fascismo con mucho cuidado y de manera selectiva. En la mayoría de los casos, no se trata de un Mussolini, pero ya es lo suficientemente grave y se dirige en una dirección alarmante. Por eso, creo que debemos denunciarlo y movilizar una vigilancia activa frente a este fenómeno.
—Usted ha sido uno de los analistas más consistentes en advertir sobre el retroceso democrático en el mundo. ¿Cómo describiría el momento actual en términos de salud democrática global? ¿Estamos ante un punto de inflexión o en una pendiente descendente ya consolidada?
—Esperamos un punto de inflexión hacia una dirección mejor. Lo que estamos viviendo ahora es un período de continua recesión democrática, una erosión incremental y constante de la libertad y la democracia, y un cambio en el panorama mundial, donde Rusia y China se han vuelto más poderosos como Estados autoritarios, mientras que las democracias están divididas y, en cierta medida, carecen de confianza. Mi impresión es que necesitamos aceptar que no volverá a haber una época de hegemonía unipolar o primacía de una sola democracia liberal, concretamente Estados Unidos. Tendremos que actuar de manera más colectiva. Será necesario un modelo de defensa y liderazgo compartido. Por eso creo firmemente que la comunidad democrática de Estados en las Américas, representada al menos potencialmente por la OEA, la Organización de los Estados Americanos, es tan importante. Pero estamos en un período peligroso. No hemos dado vuelta la página hacia un nuevo progreso democrático. La erosión continúa en varios países, incluyendo algunos en las Américas. Y siempre que se da una situación en la que un líder tan brutal, corrupto y autoritario como Nayib Bukele es visto como un héroe en gran parte de América Latina, es una señal muy preocupante.
“El antiliberalismo es intolerancia hacia la diversidad, el cambio, la inclusión y la igualdad”

—En su libro ‘Vientos adversos’, usted escribió sobre el auge de regímenes autoritarios y democracias iliberales. A la luz de los últimos años, ¿cree que las advertencias allí formuladas se han confirmado o incluso superado?
—Lamentablemente creo que las advertencias que planteé en mi libro Vientos adversos (Ill Winds), que ya tiene unos seis años, ciertamente se han confirmado. ¿Están siendo superadas? Creo que los aspectos más graves de esas advertencias están empezando a concretarse. Hoy estamos viviendo una situación casi orwelliana en Estados Unidos, donde Trump, al no estar conforme con los informes sobre las estadísticas de empleo, simplemente despide al director de la Oficina de Estadísticas Laborales. Tal como han señalado varios reportes, así es como países como Grecia y Argentina cayeron en la hiperinflación y la locura fiscal: al negarse a escuchar datos económicos objetivos y politizar absolutamente todo. Lo tenemos persiguiendo a sus oponentes. Ahora incluso amenaza con enjuiciar al fiscal independiente que, actuando dentro de la ley y la Constitución, estaba investigando sus delitos previos, incluyendo lo ocurrido el 6 de enero. Y este tipo de mentalidad vengativa, concentración y abuso de poder se está extendiendo a muchos otros países del mundo. Vemos una guerra contra la prensa y la sociedad civil que continúa en lo que fue la mayor democracia del mundo, India. Hay caos político en Perú. En Colombia, el presidente Petro —exguerrillero— está abusando del poder, concentrándolo, y hay preocupación sobre el futuro de elecciones libres y justas allí. China busca expandir su influencia política y autoritaria, así como su control sobre la información, en muchísimos países del mundo. La situación sigue avanzando, al menos, en una dirección tan preocupante y peligrosa como la que describí en 2019.
“La crisis en Estados Unidos se resume hoy en una demanda: accesibilidad económica”
—En muchos contextos autoritarios contemporáneos asistimos al resurgimiento de una visión extrema y tradicionalista de la masculinidad, acompañada por intentos de disciplinar el género, la sexualidad y los roles sociales desde el Estado. ¿Cómo interpreta usted este fenómeno y qué función cumple en el proyecto político de estos movimientos iliberales?
—El antiliberalismo es intolerancia hacia la diversidad, intolerancia hacia el cambio, la inclusión y la igualdad. Y si uno observa la historia de regímenes profundamente autoritarios e incluso fascistas, la intolerancia hacia las minorías sexuales y la igualdad de género ha sido frecuentemente un elemento central. Por supuesto, Hitler envió a personas gays y lesbianas a campos de concentración. China está promoviendo ahora una forma extrema e hiperactiva de masculinidad. Y los regímenes autoritarios o con rasgos fascistas exaltan una idea superficial de fortaleza y dominación, y recurren fácilmente a estereotipos de género para traducir eso en roles sexistas y de dominio masculino. Así, las imágenes de musculatura, de fuerza, de tradicionalismo, de dominación masculina, de mujeres al servicio de los hombres y del Estado, retornando a roles tradicionales, suelen formar parte del paquete de intolerancia antiliberal hacia el progreso social y la diversidad. Y eso va acompañado también de intolerancia hacia minorías raciales y religiosas, o personas con discapacidades físicas. Es una forma de fanatismo que adopta múltiples formas.
“En regímenes autoritarios la intolerancia sexual y de género suele ser un rasgo central”
—La creciente difusión de noticias falsas, teorías conspirativas y desinformación, muchas veces amplificadas por redes sociales y actores políticos, parece estar erosionando la confianza ciudadana en los procesos democráticos. ¿Qué impacto cree usted que tiene este fenómeno sobre la solidez institucional de las democracias contemporáneas? ¿Y qué estrategias podrían contrarrestarlo sin comprometer la libertad de expresión?
—Me alegra que hayas hecho esta pregunta, porque el aumento de la desinformación y la erosión de la verdad y la confianza son uno de los principales fenómenos que contribuyen a la desorientación política, el cinismo y la disposición a creer en teorías conspirativas, a apoyar alternativas políticas extremas y populistas, y a rechazar todo el sistema político junto con el conjunto de los partidos establecidos. Y, por supuesto, esta desinformación no solo es impulsada por diversos emprendedores políticos malintencionados, sino también por Estados poderosos y actores que buscan desestabilizar la democracia, siendo Rusia un caso emblemático con su guerra asimétrica, su guerra de información contra las democracias. Lamentablemente, las empresas de redes sociales, como Meta, que es propietaria de Facebook, pero también otras como Google, entre otras, no han hecho un buen trabajo moderando sus propios contenidos ni han sido suficientemente vigilantes para contener los esfuerzos organizados de desinformación. El nuevo libro de Sarah Wynn-Williams, quien trabajó en el área de políticas públicas de Facebook, titulado Careless People (Gente descuidada), lo revela con detalles impactantes. La dirigencia de Facebook, empezando por Mark Zuckerberg y Sheryl Sandberg, no solo ha fallado en ser responsable y vigilante para frenar la desinformación y contar con personal adecuado que identifique y elimine contenidos organizados y maliciosos, sino que incluso han dado la bienvenida a ese contenido. Porque cuando la gente se indigna, se enfurece y se siente intensamente motivada por contenidos falsos y teorías conspirativas organizadas, eso atrae a más personas a la plataforma y fija su atención en ella. Y así ganan más dinero: vendiendo más publicidad, recolectando más datos, atrayendo más usuarios y logrando que esos usuarios pasen más tiempo en su plataforma. Es un poco como lo que hizo la industria tabacalera en décadas anteriores: sabían desde hacía tiempo que vendían y publicitaban un producto que causaba cáncer, pero ocultaron los datos para ganar más dinero. Algo muy parecido está ocurriendo ahora. En lo personal, sí, creo que esto es una pendiente resbaladiza y debemos tener cuidado con la regulación, pero necesitamos más regulación. Y, en particular, necesitamos más transparencia. Como mínimo, las empresas de redes sociales deberían estar obligadas a hacer públicos sus algoritmos. Y creo que deberían ser considerados responsables por publicar conscientemente contenido falso, y por las consecuencias sociales que esto conlleva. Por ejemplo, lo que ocurrió en Myanmar, con consecuencias sociales y políticas destructivas, incluyó incluso un genocidio.
“El carisma debe analizarse junto con el programa político que lo respalda y el tono de la comunicación”
—¿Hasta qué punto la actual deriva democrática puede explicarse como una reacción frente al fracaso percibido de las democracias para ofrecer bienestar y estabilidad económica? ¿Es una crisis generada por la democracia misma?
—Es una respuesta a una inquietud económica considerable y creciente en términos de empleo, vivienda, servicios sociales y precios altos. La crisis y la insatisfacción en Estados Unidos hoy se expresan en una sola palabra: accesibilidad económica (affordability). Cada vez más estadounidenses de las clases media y trabajadora tienen dificultades para comprar una vivienda, incluso para pagar el alquiler, cubrir el costo de los alimentos y otros bienes esenciales, el transporte, etc. Tenemos mucho trabajo por hacer para que los bienes sean más accesibles. Y la respuesta, de manera muy firme y no solo por convicción, sino por lógica, no es el control de alquileres, porque eso contrae la oferta y va en contra de las leyes del mercado. Hay que construir más viviendas, hay que ampliar la oferta. Y se necesitan políticas económicas coherentes para generar una distribución más justa del ingreso, con tasas impositivas algo más altas para los sectores más ricos, principalmente sobre los ingresos personales, más que sobre los impuestos corporativos. Yo mantendría estos últimos a una tasa más modesta para estimular la inversión, la formación de capital y el regreso de industrias al país. Pero en Estados Unidos nos estamos moviendo exactamente en la dirección contraria, con el “gran y hermoso proyecto de ley” de Trump, que está redistribuyendo el ingreso desde las clases bajas y trabajadoras hacia los sectores más ricos del país. Es inevitable que haya una reacción populista frente a eso. Trump y otros populistas de derecha e iliberales han sido brillantes en canalizar la frustración económica hacia temas sociales, y hacia la sensación que tienen muchas personas de clase trabajadora de ser despreciadas por la élite intelectual progresista del país. Y creo que eso es un problema real, no inventado. Pero también es una distracción respecto de los temas más importantes, que son los de estructura económica, justicia económica y productividad, para generar una oferta adecuada de bienes, viviendas, infraestructura y servicios de salud a precios accesibles que respondan a la ansiedad y el sufrimiento de la población. Este es ahora un gran desafío para las democracias del mundo: si son capaces de responder a las frustraciones y ansiedades de sectores sociales muy amplios, y si pueden hacerlo enfrentando los relatos falsos y las políticas fallidas, como por ejemplo, el aumento de aranceles. Si suben los aranceles en Estados Unidos, ¿qué va a pasar? Van a aumentar el precio de los bienes importados básicos que la clase media y trabajadora necesita para alimentar y vestir a sus hijos, amueblar sus casas, comprar autos, y mucho más. Así que no es solo una distracción, es algo que empeorará la situación de la gente, aunque puede que pase un tiempo antes de que se den cuenta.

—¿Cómo juega en el debilitamiento democrático la necesidad contemporánea de liderazgos carismáticos que tengan pregnancia en redes sociales?
—El carisma tiene un rol en el liderazgo político democrático. Y hemos tenido varios presidentes de Estados Unidos como Franklin Delano Roosevelt, John F. Kennedy, Ronald Reagan, Barack Obama, que tuvieron éxito como presidentes porque fueron capaces de inspirar a la gente. La capacidad de inspirar a través de la habilidad retórica y una personalidad fuerte es una característica que puede ser distorsionada, deformada y abusada por una personalidad autoritaria, pero también puede ser un activo para el liderazgo democrático. No creo que haya nada malo en el carisma en sí mismo. Tampoco creo que esté mal que partidos políticos de orientación democrática busquen líderes que puedan movilizar e inspirar a las personas y darles esperanza. El problema surge cuando esta cualidad poco común del liderazgo político y la comunicación política se vincula con una intención autoritaria, una ideología iliberal, desinformación, etnocentrismo, fanatismo y engaño. Ahí es cuando se produce la peligrosa deriva hacia el autoritarismo, incluso con un tinte fascista. Por eso, siempre que veamos carisma, debemos evaluar el programa político que lo acompaña y el tono de la comunicación: si es honesto, abierto, liberal e inclusivo, o si tiene una naturaleza fascista o peronista, que pide a la gente que renuncie a su pensamiento crítico y se someta completamente a la voluntad del líder. Ahí es cuando estamos en un camino muy peligroso.
“La ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue muy corrupta y es difícil de negar”
—¿Cómo analiza el hecho de que líderes autoritarios como Trump logren llegar o volver al poder a través del voto popular, incluso después de haber sido desplazados previamente por vías democráticas?
—Es una buena pregunta. No deberíamos sobreinterpretar ni exagerar el significado político en Estados Unidos de la elección de Trump. En EE. UU. tenemos elecciones primarias que eligen a los candidatos, y solo una pequeña minoría del electorado vota en esas primarias. Trump fue nominado nuevamente por un Partido Republicano que él había capturado y remodelado, pero eso representó sólo una porción del electorado. Una vez que se llegó a la elección general, las encuestas mostraban que un demócrata podría haber vencido a Trump. Pero el problema es que el país estaba muy descontento con Biden y su administración por varias razones. Primero, la inflación era demasiado alta, y la administración Biden fue lenta en responder, en reconocer y admitir el problema de la inflación y en reducir los precios. Segundo, Biden y su entorno encubrieron lo que era una muy clara y acelerada declinación en sus capacidades físicas y cognitivas, y sobre todo en su habilidad para comunicarse. Eso quedó finalmente expuesto en el famoso debate de junio de 2024, que lo obligó a retirarse de la carrera presidencial. Nunca debió haberse postulado para un segundo mandato. Fue un error moral y político enorme por el que él, su familia, el personal de la Casa Blanca y el Partido Demócrata cargarán con la responsabilidad permanente. Y tercero, para cuando se retiró, solo quedaba una posibilidad para reemplazarlo: su vicepresidenta, que tenía algunas buenas cualidades, pero no era la candidata más fuerte para la presidencia. No era la persona que, en mi opinión, habría sido la nominada si se hubiera hecho una elección abierta en 2023. Además, no tuvo tiempo de desarrollar una agenda que realmente pudiera conquistar al pueblo estadounidense. Su campaña se basaba demasiado en mantener el statu quo, que había fracasado. En Estados Unidos tenemos dos partidos políticos, dos candidatos presidenciales. Uno de ellos iba a ganar. Esta fue una elección de cambio, y Trump era el candidato del cambio.
—Usted ha escrito sobre la ‘Teoría del Ejecutivo Unitario’, impulsada por sectores conservadores en Estados Unidos. ¿Podría explicarnos cómo esta doctrina contribuye a la concentración de poder presidencial y por qué representa un riesgo para la democracia?
—La teoría del Ejecutivo Unitario es un argumento retorcido e insostenible o una interpretación de la Constitución, que sostiene que el Poder Ejecutivo es una sola persona, el presidente de los Estados Unidos, y que puede hacer lo que quiera, cuando quiera. Si se observa la historia de la formación de los Estados Unidos, comenzando con nuestra revolución en 1776, nuestros fundadores fueron muy explícitos al decir que no queríamos un rey. Por eso las protestas contra los abusos de poder de Trump en los últimos meses se han llevado adelante bajo el lema “No a los reyes”, y por eso las principales manifestaciones del 15 de junio en todo Estados Unidos, en las que entre 6 y 8 millones de personas salieron a las calles en unas 2 mil comunidades a lo largo del país, fueron denominadas “No King’s Day”. Entonces, la teoría del Ejecutivo Unitario intenta crear un rey y afirmar que puede destituir a cualquier funcionario regulador, dar órdenes a cualquier agencia del gabinete, despedir a cualquier agente de supervisión, como los inspectores generales de muchos departamentos, incluso si lo hace con fines autoritarios y corruptos. Nadie podría cuestionarlo. Esto no es lo que pretende la Constitución. No es lo que establecen y prohíben una serie de leyes muy específicas. Esta teoría está siendo impugnada en los tribunales, y la Corte Suprema ha sido demasiado indulgente al permitirle salirse con la suya, pero no le va a otorgar un camino libre y sin filtros para implementar esto. Va a encontrar resistencia.
—En los últimos meses se han producido episodios de violencia e intimidación política en Estados Unidos, como el asesinato de una senadora y su esposo, o las presiones sobre legisladores republicanos. ¿Ve usted un patrón creciente de violencia política en el país? ¿Qué peligros plantea esto para la democracia estadounidense?
—Es un tema que genera una profunda preocupación tanto en la sociedad estadounidense en general, como entre los analistas y políticos que desean defender nuestra democracia. La senadora que fue asesinada, junto a su esposo, era senadora estatal de Minnesota, no senadora nacional de Estados Unidos. Pero la tragedia no se ve disminuida por el hecho de que fuera, entre comillas, “solo” una legisladora estatal. Fue un crimen horrible. Tenemos muchas personas con enfermedades mentales, desequilibradas, nuestra sociedad. Y cuando se combina esto con armas que se adquieren fácilmente y que se pueden potenciar en términos de poder y capacidad de disparo rápido, es una combinación muy, muy, muy peligrosa. Parece que cada semana hay otro episodio de tiroteo masivo en Estados Unidos. Lamentablemente, la Corte Suprema ha interpretado la Segunda Enmienda de la Constitución —el derecho a portar armas— de una forma que yo, y muchos estadounidenses, consideramos ridículamente expansiva. La enmienda dice que se puede “portar armas”, pero no dice que se puedan portar armas tan poderosas y de disparo tan rápido que, en realidad, son armas de guerra y de destrucción masiva. Y esto no debería impedirnos evitar que ese tipo de armas lleguen a manos de personas que han demostrado ser mentalmente inestables o peligrosas. Ese es un aspecto del problema. El segundo aspecto es el nivel extremo de polarización política, veneno y exageración que hoy impera en las redes sociales, e incluso en otros medios de comunicación, lo que hace que personas emocionalmente inestables, o que prácticamente no tienen otra vida más allá de teorías conspirativas y redes sociales, lleguen a un estado de excitación y furia tal que decidan tomar un arma y hacer algo para liberar su venganza, ira o frustración. No solo tenemos que trabajar sobre el aspecto de la salud mental, y sobre el acceso y la falta de regulación de las armas en Estados Unidos, sino también sobre el clima político de polarización intensa y casi homicida que está generando un tipo de atmósfera permisiva o de incitación para este tipo de actos.
—¿Cuál es su visión sobre el rol que ha jugado Elon Musk en la esfera pública estadounidense, su vínculo inicial y posterior distanciamiento de Trump, y las controversias que lo rodean, incluyendo las acusaciones sobre su aparición en la lista de Epstein?
—Siempre nos encontramos ante una situación peligrosa cuando la riqueza y el poder se fusionan de una forma demasiado íntima. Elon Musk es el hombre más rico de Estados Unidos y del mundo. Se puede admirar su éxito empresarial en la industria automotriz con Tesla, o en el desarrollo de la industria espacial con SpaceX, pero la democracia consiste en limitar la concentración del poder, en establecer separaciones de poderes, pesos y contrapesos, y en asegurar el acceso equitativo al poder. Por eso, es algo peligroso cuando se le otorga a la persona más rica de Estados Unidos o del mundo un poder sin rendición de cuentas para supervisar y depurar agencias gubernamentales. Eso nunca debería haber ocurrido. Y traer a esta persona al gobierno sin ninguna consulta al Congreso ni mecanismos de control público fue una catástrofe política anunciada, y se manifiesta, en parte, en la desarticulación y el daño profundo a la función pública y a muchas instituciones del Estado que necesitamos que funcionen correctamente. Se puede argumentar que la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) estaba mal estructurada, que era ineficiente, que necesitaba una reestructuración profunda. Incluso muchas personas que creen firmemente en la necesidad de que Estados Unidos lidere la distribución de ayuda internacional comparten ese diagnóstico. Pero tomar un mazo y destruirla, y permitir que el hombre más rico del mundo envíe a sus agentes personales a ministerios y archivos del gobierno para capturar y descargar los datos de millones —potencialmente decenas de millones, y en el caso del Departamento del Tesoro, quizás de 100 o 200 millones de estadounidenses— es una violación intolerable y escandalosa de la privacidad, del debido proceso, y de muchos otros derechos y límites constitucionales. Así que me alegra que ya no forme parte del gobierno. Me gustaría ver desmantelado el Departamento de Eficiencia Gubernamental que creó. Y en cuanto a la controversia o la batalla de egos entre Trump y Musk, muchas personas sienten que se merecen el uno al otro.
—Usted ha afirmado que lo preocupante de China no es tanto su carácter comunista, sino su estructura leninista. ¿Podría explicar qué implica esta distinción y por qué considera que el modelo leninista representa una amenaza mayor para la democracia global que otras formas de autoritarismo?
—Si uno mira a China no ve comunismo. Si bien todavía existe un Politburó, un Comité Central, un Libro Rojo con el pensamiento de Xi Jinping y todos estos gestos hacia el marxismo-leninismo, nadie cree realmente en eso. Es un sistema capitalista de Estado autoritario. Y por eso, el verdadero peligro es el elemento leninista del control político centralizado. Y, en última instancia, en la cima, un solo hombre, que ahora es el líder absoluto, al que nadie puede desafiar, y que ha seleccionado personalmente a todos los miembros del Politburó y luego del círculo más pequeño y poderoso: el Comité Permanente del Politburó. Esta es una estructura clásica leninista. Los esfuerzos de propaganda, el uso del terror, las exigencias de lealtad absoluta, las purgas, todo eso, el Frente Unido y su esfuerzo por difundir propaganda, engañar, cooptar, etc., son todas tácticas clásicas del leninismo. Y ahora se suman estas tácticas leninistas de dominación total al crecimiento tecnológico de un Estado de vigilancia extremadamente sofisticado, con cámaras en cada esquina, intrusión digital en la vida de las personas a través de sus redes sociales, sus teléfonos móviles y el sistema de pagos electrónicos. Todo eso se combina en un sistema integrado de monitoreo y control mediante inteligencia artificial. A esto se suma la ambición de dominación externa en Asia Oriental y más allá, y el neocolonialismo que se desprende de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China y su diplomacia de la deuda, su búsqueda de un control cada vez mayor sobre la infraestructura y el comercio global. Es una combinación extremadamente peligrosa. No hay mucho de comunista o marxista en sentido ideológico, pero sí es profundamente autoritario, al punto de ser casi neo totalitario, y realmente agresivo e imperialista.

—En un contexto global de retroceso democrático y auge de liderazgos autoritarios, ¿considera usted que la Unión Europea puede desempeñar un rol protagónico como garante y resguardo de los valores democráticos? ¿Qué fortalezas institucionales y qué limitaciones enfrenta hoy para asumir ese liderazgo en la defensa de la democracia liberal a nivel internacional?
—No solo la Unión Europea puede desempeñar un papel más fuerte, sino que realmente debe hacerlo. Estamos ahora en un período en el que ya no podemos depender de Estados Unidos como el líder del mundo libre. Espero, anhelo y trabajo por un momento en el que Estados Unidos retome su papel histórico de promover, defender y respaldar los valores democráticos, las instituciones y los movimientos en todo el mundo. Pero esto no es algo que a Donald Trump le interese en este momento. Y aun si regresáramos a un período —ya sea con un presidente republicano o demócrata— en el que Estados Unidos esté alineado con una política exterior basada en la democracia, la libertad, la buena gobernanza y los derechos humanos, lo cierto es que Estados Unidos ya no tiene el poder relativo que tenía frente a otros países hace 20 o 30 años para ser la fuerza dominante en este terreno. Y el mundo está cansado no solo de la hegemonía, sino incluso de cualquier forma de primacía unilateral. Tiene que ser algo más compartido, más distribuido. Necesitamos que la Unión Europea haga más para apoyar la democracia, incluso a través de subsidios y asistencia. Que actúe con mayor firmeza en el plano diplomático para defender los principios democráticos y los derechos humanos. Necesitamos que Japón también dé un paso al frente. Ha sido extremadamente reticente en su política exterior. Y más en general, creo que necesitamos que lo que alguna vez se llamó la comunidad de democracias, que de hecho sigue existiendo como organización, con sede en Polonia, se vuelva algo real y activo. Necesitamos una red, una coalición de democracias que diga: miren, no todos vamos a tener la misma política exterior, tenemos diferencias de intereses, etc., pero hay ciertos principios básicos, ciertos valores fundamentales que vamos a defender en Naciones Unidas, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU y en otros foros, donde nos presentaremos unidos en defensa de los derechos humanos, por la liberación de presos políticos, contra la agresión —como en el caso de Ucrania— y muchas otras cuestiones. Realmente necesitamos que esto ocurra también en América. Lo repetiré: necesitamos que la Organización de Estados Americanos tenga un papel mucho más activo y comprometido en este sentido. No solo Estados Unidos, sino todo el conjunto de democracias del continente americano.
—En el caso de Argentina, el presidente Javier Milei ha construido su liderazgo sobre un discurso radicalizado, un estilo confrontativo y una estrategia de deslegitimación de instituciones y actores tradicionales. ¿Cómo observa usted el experimento argentino actual desde la perspectiva del deterioro democrático? ¿Le parece un caso excepcional o parte de una tendencia global?
—Quiero ser cuidadoso con mi respuesta, no porque me niegue a darla, sino porque no estoy tan bien informado como me gustaría. Había una corrupción enorme y una irresponsabilidad fiscal muy seria en la situación político-económica que Milei enfrentó al asumir la presidencia. Por lo tanto, una reestructuración drástica, incluso radical, era necesaria para poner fin a los factores estructurales que alimentaban la inflación, la hiperinflación y el patrón crónico de corrupción. Tengo cierta simpatía por los desafíos que Milei enfrentó y por lo que él dice que intenta hacer. Pero no tengo simpatía por la forma profundamente personalista, intolerante, chovinista, sexista y populista en la que está intentando hacerlo, ni por su retórica. Y vuelvo a decir: aunque sea necesario un cambio muy significativo en la política y en la estructura del Estado, ese cambio no debería venir acompañado de una renuncia a la rendición de cuentas, a la transparencia, al debido proceso, a las libertades civiles, y demás garantías. Eso es lo que me preocupa. Además, uno puede ir demasiado lejos incluso en una dirección correcta. Y creo que Milei es realmente un libertario extremo que piensa que el mejor Estado es prácticamente la ausencia total del Estado. Y creo que Argentina —y otros Estados modernos— necesitan un Estado más ágil, sí, pero también un Estado que sea capaz de hacer las cosas, un Estado liviano pero con un servicio civil profesional y meritocrático. Y uno puede ir demasiado lejos al despreciar y desmantelar eso.
—En su audiencia ante el Congreso de EE.UU., Peter Lamelas, candidato de Trump para la embajada en Argentina, expresó un fuerte respaldo al gobierno de Milei, pidió justicia contra Cristina Fernández de Kirchner y se comprometió a contrarrestar la influencia china en las provincias argentinas. ¿Cómo interpreta usted estas declaraciones en el marco de la agenda internacional del trumpismo y su proyección sobre América Latina? ¿Qué implicancias democráticas puede tener esta diplomacia ideológica?
—Siempre debemos ser cuidadosos al intervenir en disputas políticas partidarias dentro de un país cuando tenemos un nuevo embajador o un embajador en funciones. Lo que sí puedo decir enfáticamente es que es justo y apropiado que Estados Unidos —y un embajador estadounidense— aliente a Argentina a hacer más para contrarrestar el poder autoritario maligno y agudo de China, y sus esfuerzos por penetrar en el sistema político y económico argentino. Esta es una preocupación de principios que podemos compartir y sobre la que podemos cooperar. En lo personal, creo que la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner fue muy corrupta. Creo que eso es difícil de negar. Pero no creo que sea una buena idea que Estados Unidos se involucre en una guerra partidaria entre el partido peronista y el partido actual, entre la ex presidenta y el presidente actual. Defendamos los principios de rendición de cuentas, justicia, transparencia y democracia, y luego permitamos que cada país en el que estamos diplomáticamente representados trace su propio camino hacia esos principios.
“La situación se vuelve peligrosa cuando la riqueza y el poder se entrelazan demasiado”
—En ciertos sectores de la política estadounidense parece resurgir una mirada hacia América Latina como su “patio trasero”, con actitudes intervencionistas o paternalistas que remiten a épocas pasadas. ¿Percibe usted un regreso de esta lógica imperial en la política exterior de Estados Unidos? ¿Qué consecuencias puede tener para las democracias latinoamericanas este tipo de enfoque?
—No creo que Trump tenga suficiente ambición como para querer involucrarse diplomáticamente —o de cualquier otra manera— en el mundo, como para devolver a Estados Unidos a los peores días de injerencia en la política democrática de América Latina. No existe la capacidad ni la estrategia para eso en una época en la que estamos reduciendo tanto el Departamento de Estado como nuestra representación e involucramiento internacional. Pero algunos de los ejemplos que mencionas ya son bastante graves. Y no hace falta simpatizar con el presidente Lula ni ser ciego a las considerables patologías de la política brasileña actual para preocuparse por este tipo de intervención por parte del presidente Trump. En mi opinión, Bolsonaro merece ser procesado. No puedo juzgar cuál sería el resultado, pero ciertamente hay muchas pruebas preliminares de su complicidad en un intento por revertir una elección libre y justa en Brasil, casi exactamente del mismo modo en que Trump intentó hacerlo en Estados Unidos. Y Trump también debería haber sido procesado por su implicación en los hechos del 6 de enero y su intento de anular las elecciones. Pero, lamentablemente, se nos acabó el tiempo. Así que Estados Unidos no tiene ningún derecho a intervenir de esta manera ni a castigar a una democracia brasileña que necesitamos como un ancla importante y como un líder par en el esfuerzo por restaurar, defender, revitalizar y mejorar las democracias en toda América. Por eso, me opongo completamente a lo que está haciendo Trump al castigar a la democracia brasileña. Y no hace falta ser un defensor o partidario del presidente Lula para decir que esto es profundamente incorrecto y desacertado.
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