—El prólogo de su libro “La tiranía del mérito” comienza diciendo: “Cuando la pandemia del coronavirus se destapó en 2020, Estados Unidos, como muchos otros países, no estaba preparado”. ¿Por qué un libro sobre la meritocracia empieza haciendo alusión a la crisis del coronavirus?
—La conexión entre la pandemia de coronavirus y la tiranía del mérito tiene que ver con aquello que mantiene unidas a nuestras sociedades. No estábamos moralmente preparados para la pandemia. Es que durante décadas la división entre ganadores y perdedores en nuestra sociedad se había ampliado, envenenando nuestra política, separándonos. Se debe en parte a la creciente desigualdad de las últimas décadas. No solo es eso. También tiene que ver con el cambio de actitud hacia el éxito que acompañó al avance de la inequidad. Quienes llegaron a la cima creyeron que su éxito era obra suya. El resultado de su mérito, y los que se quedaban atrás a los únicos que debían culpar era a ellos mismos. Por qué esta polarización de la desigualdad nos hizo no estar preparados para la pandemia. Se suponía que íbamos a cooperar dentro de las sociedades y a nivel mundial para derrotar la pandemia. Pero comprobamos que la pandemia puso de manifiesto las desigualdades preexistentes. No fue cierto, como oímos al principio, que estuviéramos todos juntos en esto. A medida que se desarrollaba, nos dimos cuenta de que la división de nuestras sociedades se hacía sentir en la economía; también en la forma de afrontar la pandemia y combatir al virus.
—Ante la situación contrafáctica de un Estados Unidos gobernado, por ejemplo, por John Rawls, ¿cómo se hubiera sobrellevado y transcurrido la crisis sanitaria?
—Supongo a que si los Estados Unidos tuvieran una sociedad más igualitaria. donde la división entre ricos y pobres fuera menor y hubiera una red de seguridad social más adecuada. Si tuviéramos una sociedad así, habría habido menos polarización. Se hubiera percibido un mayor sentido de la obligación mutua. El escenario sería de menos desconfianza y recelo. El resultado serían menos tensiones y desacuerdos políticos sobre si la gente debía llevar barbijos y proteger a otras personas. Tal vez también nos encontraríamos ante una mayor disposición para que todo el mundo se vacunara cuando surgiera la oportunidad. Pero pasamos por un período de creciente desigualdad. Argumento en mi libro sobre los efectos de la versión liberal de la globalización, que fue abrazada por ambos partidos políticos durante unas cuatro décadas. El resultado es que se profundizaron las divisiones sociales, se polarizó nuestra sociedad. Cuando llegó la pandemia, la gente politizó todo, incluso el uso de máscaras y las vacunas. Una sociedad más igualitaria habría aliviado en cierta medida estas tensiones y fuentes de polarización.
“Todas las ideologías políticas se basan en una combinación de razón y emoción.”
—¿Se pueden reproducir en el siglo XXI modelos como la democracia ateniense, el espíritu humanista y ético antirreligioso maquiavélico, la Ilustración del siglo XVIII?
—Ideas antiguas, como las que se remontan a los griegos, o incluso las más recientes de la Ilustración, que se remontan al siglo XVIII, siguen estando presentes como posibilidades. Conforman nuestros debates públicos. Pero no podemos reproducir las condiciones que dieron lugar al nacimiento de la polis de Aristóteles: una comunidad política estrechamente unida en la que los ciudadanos deliberaban entre sí como iguales. Tampoco es posible reproducir el escenario de la Ilustración en el siglo XVIII, en el sentido de una universalidad humana. Eso no quiere decir que los ideales filosóficos del pasado no puedan conformar el presente. Si no lo creyera no estaría aquí, no habría pasado una carrera enseñando Filosofía Política, pidiendo a mis alumnos que leyeran a Aristóteles, a Immanuel Kant y a John Stuart Mills. Estas tradiciones de pensamiento, estas formas de pensar en la justicia están presentes en diversas tensiones y momentos de nuestra vida pública. Ser más conscientes de los recursos morales y cívicos de nuestras tradiciones puede ayudarnos a entender y a reimaginar la política y la vida pública en la actualidad. Esa es mi tarea. En mi libro Justicia: ¿hacemos lo que debemos? trato de mostrar cómo las ideas utilitarias, las ideas kantianas y las antiguas ideas aristotélicas siguen informando nuestro debate político. Mi argumento es que los excesos del individualismo, que algunos remontarían a ciertas versiones de la Ilustración, y los excesos de la fe en el mercado nos llevaron a perder contacto con la tradición más antigua de la virtud cívica, la comunidad política, el deliberar juntos como ciudadanos. Mi trabajo reciente intenta redescubrir la política del bien común como forma de curar la polarización.
—¿Se puede establecer alguna conexión entre las ideas de la Ilustración y las de Immanuel Kant con el pensamiento conservador y liberal? En Sudamérica usamos “liberal” en un sentido diferente: como conservador o liberal en sentido económico.
—Es importante tener claro qué entendemos por liberalismo. En la política de los Estados Unidos, como usted sabe, el liberalismo se refiere a los que están en la centroizquierda, mientras que en Argentina y en Europa el término “liberal” se refiere a lo que normalmente llamaríamos “neoliberal” en términos económicos. Que a partir del libre mercado se decidan cuestiones básicas de la política. Si la pregunta es si Immanuel Kant apoya la filosofía económica liberal del laissez faire, la respuesta es sí y no. Sí, porque rechazó la idea utilitarista de que deberíamos simplemente maximizar la felicidad colectiva sin tener en cuenta los derechos individuales. Pero la política económica liberal, o neoliberalismo, es diferente. Dice que si valoramos la eficiencia económica y los mecanismos de mercado por encima de todo, entonces lograremos el bien público, tendremos una economía más exitosa, un PIB más alto, y entonces estaremos respetando la libertad individual. Es una idea más cercana a la de Friedrich Hayek, que relacionaba explícitamente la idea de los mecanismos de libre mercado con el respeto a la libertad individual. Desde el punto de vista de Kant, esta concepción de la libertad es defectuosa: ser libre no es serlo en el sentido económico, de ser libre de ejercer mis preferencias de consumo. Para Kant, la libertad significa autonomía, según una ley que me doy a mí mismo. Si pensamos en la libertad de consumo, diría Kant, no estamos realmente actuando libremente, en el sentido de autónomamente. Estamos simplemente obedeciendo los dictados de nuestras preferencias, de nuestras hambres, apetitos, deseos. La libertad kantiana en algo superior a eso.
“No estábamos moralmente preparados para transitar una pandemia.”
—Usted escribió: “Corren tiempos peligrosos para la democracia. Puede apreciarse dicha amenaza en el crecimiento de la xenofobia y del apoyo popular a figuras autocráticas que ponen a prueba los límites de las normas democráticas”. ¿Por qué los partidos políticos no dan cuenta de las expectativas de las personas?
—La razón es que abrazaron una versión de la globalización neoliberal durante cuatro décadas con la esperanza y las expectativas de que esto haría que todo el mundo estuviera mejor. Es el tema de La tiranía del mérito. Pero no funcionó. Los que están en la cima disfrutaron de enormes ganancias durante las últimas cuatro décadas, pero la mayoría de los trabajadores, el 60% de la población más pobre, no vio nada del crecimiento económico. Se enfrentaron al estancamiento de los salarios, perdieron sus puestos de trabajo debido a la externalización de empleos a países con salarios bajos y a la desigualdad. La respuesta de los partidos tradicionales fue: “No te preocupes tanto por el aumento de las desigualdades y el estancamiento salarial. Intenta mejorar, competir y ganar en la economía global yendo a la universidad. Ve y obtén un título universitario. Lo que ganes dependerá de lo que aprendas”. Nos dijeron que puedes lograrlo si lo intentas. Es lo que llamo la retórica de los sobornos en La tiranía del mérito. Es una respuesta a la desigualdad que dice: “El problema no está en la estructura de la economía. El problema está en ti. Si tienes problemas, no has conseguido el título y las credenciales que te permitirán prosperar”. El problema es que esta promesa de movilidad ascendente individual a través de la educación superior ayudó a algunos a ascender, pero no fue una respuesta adecuada a la desigualdad. Y contenía un insulto implícito: sos el culpable de tu propio fracaso. Estaba implicado. El problema es que la movilidad ascendente individual es muy difícil en nuestra sociedad. Pocas personas ascienden realmente, hayan ido o no a la universidad. ¿Sabes cuántas generaciones hacen falta para que alguien de una familia pobre ascienda, supere los obstáculos y logre incluso un estatus de clase media? En Dinamarca se necesitan dos generaciones, las posibilidades de movilidad son bastante rápidas. En Estados Unidos y en Argentina se necesitan entre cinco y seis generaciones para que una familia que empieza siendo pobre alcance con el tiempo el estatus de clase media. La movilidad no es una respuesta adecuada a la desigualdad. No solo eso, olvidamos, los que contamos con credenciales, que la mayoría no tiene un título universitario de cuatro años en los Estados Unidos. Casi dos tercios de la población no tienen ese título de grado. Pensar que la solución estaba en la universidad fue una locura. Por eso, sugiero un cambio en nuestro discurso público: dejemos de centrarnos en armar a la gente para la competencia meritocrática y centrémonos más en renovar la dignidad del trabajo y en mejorar la vida de todos los que contribuyen al bien común.
—Aristóteles dijo: “No tenemos el mérito de tener mérito”. ¿Somos deudores de algo ante el mérito?
—Es una cuestión esencial. Pensar la idea de que estamos en deuda por los talentos y las circunstancias que nos permiten prosperar. La arrogancia que la meritocracia fomenta entre los exitosos. Cuando los que triunfan creen que su éxito es obra suya, producto de su propio mérito, olvidan la incidencia de la buena fortuna. También se olvidan de su deuda con quienes hacen posibles nuestros logros: los padres, los profesores, la comunidad, el país, la época. Una fuente de lo que llamo en el libro la arrogancia meritocrática de las elites es esta tendencia a creer que lo hicimos por nosotros mismos, pensando que somos autosuficientes como agentes morales y seres humanos. Es la creencia de que somos totalmente responsables de nuestra suerte en la vida o de nuestro destino. Los exitosos piensan que es todo logrado por ellos mismos y por lo tanto merecen todo lo que el mercado les otorga. Esto hace que miren con desprecio a los demás. Es una de las bases de la reacción populista contra las elites: la sensación de muchos trabajadores de que las elites los desprecian, Es algo que Donald Trump pudo explotar. Es algo que intento combatir.
—Usted dijo: “La dura realidad es que Donald Trump resultó elegido porque supo explotar un abundante manantial de ansiedades, frustraciones y agravios legítimos a los que los partidos tradicionales no han sabido dar una respuesta convincente”. En un reportaje de esta misma serie, el politólogo español Josep Colomer destacó el rol de la ira y las emociones en la política. ¿La emoción es un problema para el establecimiento de una sociedad justa y racional? ¿En qué se parecen y en qué se diferencian Ronald Reagan y Donald Trump?
—Todas las ideologías políticas se basan en una combinación de razón y emoción. Sería un error dividir los argumentos políticos en racionales e irracionales. Todas las teorías de la justicia y del bien común, y de la obligación política se basan en alguna combinación de razón, reflexión y emoción. Pensemos en el nacionalismo, el patriotismo, la pertenencia. O en el lado oscuro, en la rabia y el resentimiento, y el sentimiento de humillación que anima la reacción que llevó en Gran Bretaña a muchos trabajadores a votar el Brexit, o el ejemplo de Trump. Hay que desconfiar de los políticos que afirman que representan la racionalidad y que sus oponentes representan la mera emoción. También es cierto que la ira, el resentimiento y la sensación de agravio son emociones morales y políticas, están totalmente separadas de las cuestiones legítimas de justicia. Por eso digo que Donald Trump fue capaz de explotar entre muchos trabajadores esa sensación de desprecio. Pero es mejor tratar de preguntar: ¿cómo surgieron estos resentimientos?, ¿son puramente prejuicios basados en el racismo y la xenofobia, o son los resentimientos de los trabajadores que llevaron a la elección de Donald Trump, en parte, un reflejo de las injusticias y fuentes de injusticia y falta de respeto y estima social que resultaron de la forma en que las elites meritocráticas habían estado gobernando? Creo que es lo segundo. Las elites gobernantes de las últimas décadas no entendieron que promovieron las fuentes legítimas de resentimiento y agravio. Sus políticas produjeron amplias desigualdades, reforzaron entre los ganadores la sensación de que su éxito era reflejo de su mérito. Así, los trabajadores se sintieron abandonados, menospreciados, Que no se respetaba adecuadamente su tarea. Se puede decir que es una emoción. Pero es un resentimiento arraigado en condiciones reales.
“Redescubrir el bien común es una cura para la polarización que nos aflige.”
—¿Y en cuanto a las similitudes y diferencias entre Ronald Reagan y Donald Trump? También quisiera preguntarle por las analogías posibles entre Franklin Delano Roosevelt y Joe Biden.
—Entre los dos republicanos, ambos apelaron a los obreros, a los votantes de la clase trabajadora que tradicionalmente votaban al Partido Demócrata, en los días de FDR, Franklin Roosevelt, cuando aquel partido defendía a los trabajadores contra los ricos, poderosos y privilegiados. Así, tanto Reagan como Trump se aprovecharon del hecho de que el Partido Demócrata, en las últimas décadas, había abandonado a los trabajadores y se convirtió más en el partido de las elites profesionales y bien educadas. Así ganaron el voto obrero. La diferencia más clara entre Franklin Delano Roosevelt y Joe Biden es que el primero fue elegido en las profundidades de la Gran Depresión, y tenía un mandato para promulgar reformas legislativas dramáticas: reforzar las negociaciones colectivas, permitir que los trabajadores tuvieran más voz, promulgar leyes de obras públicas, lo que hoy llamamos infraestructura, proporcionar apoyo federal al empleo y establecer un sistema de seguridad social. Biden fue elegido también durante un período de crisis. La pandemia y las violentas secuelas de la administración Trump. En ese sentido, hay diferencias. Joe Biden no tiene una mayoría fuerte en el Congreso. Tiene un Senado dividido, 50-50 entre demócratas y republicanos, y una mayoría muy pequeña en la Cámara baja. Y casi todos los republicanos se oponen a algunas de sus principales leyes, que intentan reforzar la red de seguridad social y el apoyo a las familias pobres, a la atención infantil y al cambio climático. Las circunstancias políticas son diferentes. Joe Biden tiene menos recursos para promulgar reformas dramáticas.
—Uno de los capítulos de su libro se llama “Diagnosis del descontento populista”. ¿Por qué elige el concepto médico de “diagnosis”? ¿El populismo es una enfermedad?
—Es una pregunta interesante. Sí y no. El populismo, en términos generales, significa realmente un movimiento del pueblo. Típicamente, un movimiento popular contra los poderosos y los privilegiados. Entendido así, no es una enfermedad, es una expresión de la democracia y del activismo democrático. Algo admirable, que debe fomentarse. En la historia de los Estados Unidos, el populismo a finales del siglo XIX fue un movimiento para empoderar a los trabajadores y a los agricultores para resistir la explotación de la industria financiera y de las grandes empresas y el poder corporativo. No es una enfermedad, aunque siempre hay que interpretarlo. No es tanto una cuestión de diagnóstico, sino de interpretación. El populismo actual de reacción contra las elites que eligió a Donald Trump y que ha llevado a figuras como Viktor Orban en Hungría o Recep Tayyip Erdogan en Turquía requiere un diagnóstico. Refleja una política de ira, resentimiento y agravio ante la humillación de los trabajadores. No quiere decir que sea una enfermedad. Es más bien una mezcla. Tiene lados oscuros, incluyendo la tendencia al racismo y la xenofobia. Pero, como vimos, tiene un costado legítimo. Así que, cuando hablo de diagnosticar el descontento populista, lo que quiero decir es analizar e interpretar las fuentes del descontento, con la esperanza de desentrañar la dimensión oscura, intolerante y xenófoba de cuestiones de la economía que deben ser abordadas. De allí la idea de diagnosis.
—Usted dijo en una entrevista: “El primer problema de la meritocracia es que las oportunidades en realidad no son iguales para todos”. ¿La inequidad genera un problema a largo plazo?
—Un problema vinculado a la meritocracia es que no estamos a la altura de los ideales meritocráticos. La desigualdad de oportunidades es un ejemplo. Para que haya una verdadera igualdad de oportunidades, no basta, por ejemplo, con que los niños de todos los orígenes, los jóvenes, puedan competir para ser admitidos en las mejores universidades. También es necesario que los jóvenes tengan la misma formación y educación para llegar allí. Si nos fijamos en las universidades de la Ivy League en Estados Unidos, todo el mundo puede presentarse a las pruebas de acceso. Pero a pesar de las generosas políticas de ayuda financiera en las universidades de la Ivy League, hay más estudiantes de familias en el uno por ciento más alto de la escala de ingresos, el uno por ciento más alto, que estudiantes de familias en la mitad inferior del país completa. Pero se podría plantear la siguiente pregunta. Supongamos que podemos arreglar esto de alguna manera: que pudiéramos lograr una sociedad en la que las oportunidades fueran realmente iguales, en la que todos tuvieran la oportunidad de ir a buenas escuelas mientras crecen. Todo el mundo tiene la oportunidad de leer libros, y de aprender, y de tener actividades extracurriculares y enriquecimiento cultural. Y entonces empezamos la carrera. Entonces tendríamos una meritocracia perfecta. ¿Pero sería una sociedad justa? ¿Sería una buena sociedad? Mi respuesta es no. Y esto nos lleva al segundo problema de la meritocracia, el ideal en sí mismo es defectuoso: aun en una meritocracia perfecta, se cultivarían actitudes hacia el éxito corrosivas para el bien común. Si todos tuvieran y creyeran realmente que tienen las mismas oportunidades de triunfar, entonces los ganadores podrían creer con cierta justificación: “Me lo gané. Me corresponden todos los beneficios que esto conlleva”. Esta actitud hacia el éxito es defectuosa por las razones que hemos comentado antes, porque olvida el papel de la suerte y la buena fortuna, incluso si las posibilidades son iguales porque: ¿qué pasa con la falta de buena fortuna o con tener los talentos que nos permiten tener éxito? ¿Tener esos talentos es por hacer o en gran medida buena suerte? Tomo el deporte como ejemplo para ilustrar esto. Lionel Messi sería un ejemplo. Ilustra este punto sobre el talento como don. Es un gran, gran jugador de fútbol. Gana mucho dinero. Algo así como 140 millones de dólares al año. Por supuesto que Messi entrena duro. Pero yo podría trabajar duro veinticuatro horas al día, siete días a la semana, y no ser tan gran jugador de fútbol como Messi. Y eso es porque ha sido bendecido con dones atléticos. No es obra suya, es buena suerte. Y no solo eso. ¿Qué pasa con el hecho de que Messi vive en una época y en una sociedad en la que amamos el fútbol y estamos dispuestos a pagar mucho para ver partidos de fútbol, y para comprar la ropa de nuestro equipo favorito? ¿Es cosa suya que viva en un momento y en una sociedad que premia y recompensa ese tipo de talentos? ¿O es buena suerte? Si Messi hubiera vivido en la época del Renacimiento, se hubiera encontrado con que no les importaba mucho el fútbol. Les importaban más los pintores de frescos. Así que hay mucha contingencia. Y mira, aunque trabajemos duro para cultivar y ejercitar nuestro talento, hay mucha suerte para llegar al éxito. Hay mucha suerte en vivir en una época que casualmente recompensa y premia el talento que tenemos. Incluso en una meritocracia perfecta, aunque se pudiera empezar la carrera con todo el mundo en el mismo punto de partida, los ganadores serán los más rápidos, pero ser el corredor más rápido tiene mucho de suerte. El don del talento, la elegancia de los pies, por no hablar de vivir en el momento en que se disputa la carrera y las carreras que se nos dan bien. En esa carrera, un tema a atender es la desmoralización de los perdedores. Es lo que vemos hoy. En la polarización puede encontrarse la huella de la tiranía del mérito.
“No fue cierto aquello de ‘estamos todos juntos en esto’ durante la pandemia.”
—En la Argentina, la discusión sobre el mérito divide a los seguidores del Gobierno y la oposición, porque el último presidente y líder de la oposición, Mauricio Macri, dijo que él es un seguidor de la meritocracia y el presidente actual dijo que la meritocracia es relativa porque somos deudores de los regalos que nos dio la suerte. ¿Usted tiene experiencia en otros países donde la meritocracia esté en el centro de la división y la polarización política?
—Tal vez no de forma tan explícita, pero en muchas democracias hay debate sobre la meritocracia y su conexión con la justicia. La pregunta es si lo que acabamos de hablar es un tema que se plantea en el debate argentino sobre la meritocracia. La meritocracia entendida como tener todas las carreras abiertas a quien quiera postularse, como contratar a la persona mejor calificada para un determinado trabajo es algo bueno. No estoy criticando la meritocracia en ese sentido. Si necesito una operación, quiero que la realice un cirujano bien calificado. En cierto modo, eso me convierte en un creyente del mérito o la meritocracia. En un avión deseo que un piloto muy bien calificado opere la aeronave. Pero la meritocracia que yo critico reivindica aún más la pretensión de los exitosos. La creencia de que el éxito es obra nuestra, que los exitosos pueden reclamar el crédito y por lo tanto merecen todas las recompensas que el mercado les otorga. La versión de la meritocracia que critico es la que pone el dinero como medida del éxito. O la educación como sustento. Esas dos formas de medir el mérito son defectuosas, son demasiado estrechas, especialmente la primera. A menudo asumimos que el dinero que ganan las personas es la medida de su contribución al bien común. Pero esto es un error. Incluso el más firme defensor de la economía de libre mercado se vería en apuros para afirmar que un gestor de fondos de cobertura aporta realmente mil veces más valor a la economía que una enfermera o un maestro de escuela. Piense en el mejor y más inspirador profesor de su secundaria. Piense en lo que le pagaban a ese profesor secundario y luego piense en lo que le pagan, por ejemplo, a un gestor de fondos de cobertura. El gestor de fondos de cobertura gana 800 o 900, quizá mil veces más que el mejor profesor secundario. O piensen en Messi. ¿Alguien cree realmente que esta diferencia salarial se corresponde con la verdadera diferencia en el valor social de la contribución? Sería una afirmación muy difícil de hacer. Y si esa afirmación no puede defenderse, entonces no podemos asumir que el veredicto del mercado sobre lo que realmente cuenta como una contribución valiosa a la economía o al bien común sea una verdadera medida del mérito. No critico que no contratemos a personas para puestos de trabajo basándonos en el amiguismo o el nepotismo, o en privilegios hereditarios o favores especiales. Critico la meritocracia entendida como una cuenta de merecimiento que se basa en la cantidad de dinero que se gana o en lo bien que se hace en los exámenes estandarizados que conducen a la admisión en las mejores universidades.
—¿Es igual el mérito del talentoso que el de quien se esfuerza? ¿Los que se esfuerzan también deben algo porque algo creó ese esfuerzo?
—Es admirable trabajar duro para cultivar nuestros talentos y que sirvan al bien común. Es una virtud. Especialmente si el trabajo duro implica desarrollar nuestro talento, cualquiera que sea, para hacer una contribución. Pero la meritocracia no consiste en recompensar el trabajo duro. Muchas personas trabajan duro y cobran muy poco. Así que el esfuerzo no es la única base. La contribución es clave. Consiste en una combinación de esfuerzo y talento, que es en gran parte una cuestión de suerte. Que el esfuerzo es una virtud es algo que está dentro de nuestro control hasta cierto punto. Pero no justifica la cuestión meritocrática vinculada a la remuneración. Por las razones que acabamos de discutir, y que el ejemplo de Lionel Messi pone de manifiesto, la contribución depende del esfuerzo y del talento. E incluso si el esfuerzo es enteramente nuestro, el talento implica suerte, fortuna, endeudamiento, y por tanto es un error atribuir el merecimiento a los que ganan mucho dinero o a los que son buenos haciendo exámenes de ingreso estandarizados.
—¿Qué diferencias hay entre éxito y felicidad?
—Aristóteles define la felicidad como el obrar del alma de acuerdo a la virtud. La felicidad no es un estado del ser ni un estado de ánimo. Es una forma de actividad que nos orienta hacia una vida buena. El éxito puede o no conducir a la felicidad. El éxito se mide en relación con nuestra sociedad y otras personas. Tener éxito en un proyecto o en una vocación determinados puede, por supuesto, ser una fuente de felicidad. Pero todo depende de lo valiosos e importantes que sean esa vocación o ese proyecto. El éxito en general y la consecución de un objetivo concreto no son una fuente de felicidad, a menos que el objetivo en sí mismo sea digno, intrínsecamente digno, y satisfactorio. Por lo tanto, yo diría que la felicidad es el objetivo superior y el éxito, cuando conduce a la felicidad, depende de que persigamos objetivos que sean dignos de nosotros, que sean intrínsecamente satisfactorios, en lugar de objetivos que puedan ser superficiales como el éxito en ganar un cliente, o el éxito en conseguir muchas vistas en las redes sociales, o tener muchos amigos o seguidores en las redes sociales, o incluso el éxito en ganar dinero. No hay una conexión necesaria entre el éxito en esos ámbitos y la felicidad.
“Los exitosos creen que merecen todo lo que el mercado les otorga.”
—Uno de los capítulos de su libro se llama “La retórica del ascenso”. ¿La centroizquierda y la izquierda cayeron en el pensamiento global sobre el éxito y esta forma de meritocracia?
—La retórica del ascenso, o la retórica de la subida, es un cierto eslogan meritocrático que muchos políticos ofrecieron en las últimas décadas en respuesta a la desigualdad. La retórica del ascenso decía: “Si quieres competir y ganar en la economía global, ve a la universidad, lo que ganes dependerá de lo que aprendas”. Decía: “Todo el mundo debería ser libre de ascender hasta donde le lleven sus esfuerzos y su talento”. Ahora, en un nivel, ¿quién podría estar en desacuerdo con eso? Nadie debería verse frenado por la pobreza, los prejuicios o la discriminación. Pero la retórica del ascenso era también que la solución a la desigualdad es simplemente que cada uno de nosotros, como individuo, intente ascender, mediante el trabajo duro, hasta conseguir un título avanzado. Esta es una solución individualista para lo que es realmente un problema sistémico. Son cosas que enuncia tanto la centroizquierda como la centroderecha. Hay una tradición de discutir sobre la retórica del ascenso. Ronald Reagan, en Estados Unidos, hablaba mucho de ello y luego Bill Clinton después de él lo asumió. George W. Bush y Barack Obama y Hillary Clinton se refirieron a menudo a esta idea del derecho a la movilidad ascendente individual a través de la educación superior. Pero este eslogan, esta retórica, perdió su capacidad de inspiración en 2016, en parte porque la movilidad se estancaría, no es fácil ascender, en parte porque la mayoría de los estadounidenses no tiene un título universitario, que es lo que está en el corazón de esta idea de ascender a través de la educación superior, y en parte porque la retórica de ascender, la seguridad de que puedes hacerlo si lo intentas, es inspiradora en un sentido, pero es insultante en otro. Es insultante, porque si no te has elevado, si no has obtenido un título universitario pero vives en una sociedad meritocrática que dice que el éxito es obra tuya, entonces solo puedes concluir que tu fracaso debe ser culpa tuya. Muchos trabajadores estadounidenses se encontraron con que no ascendieron y no pudieron ascender en las últimas décadas y que lucharon por encontrar trabajo y llegar a fin de mes, su perjuicio se vio agravado por el insulto de la retórica del ascenso que les dijo: “Tu futuro está en tus manos, puedes lograrlo si lo intentas”. Eso debe significar que si no lo he conseguido no me he esforzado lo suficiente o no tengo suficiente talento. Soy responsable de mis problemas, de mi supuesto fracaso. Y aquí es donde creo que la retórica del ascenso se perdió en el insulto, lo implícito en esta oferta de movilidad ascendente, que es por lo que creo que tenemos que tratar estas desigualdades de ingresos, poder y riqueza directamente, en lugar de buscar el trabajo en torno a decirle a cada individuo que trate de ascender por sí mismo. Otra forma de decirlo es que no basta con animar a la gente a subir por la escalera del éxito en un momento en que los peldaños de la escalera están cada vez más separados. En un momento dado, los dirigentes políticos tienen que preocuparse de los tramos de la escalera, no solo de animar a los individuos o de equiparlos para que suban la escalera y compitan por un peldaño mejor y más alto.
“La democracia plena requiere que cada ciudadano sea de alguna manera un filósofo”
—Pensando de nuevo de manera contrafáctica, ¿sería deseable un gobierno de los filósofos?
—Depende de qué filósofos. La respuesta de Platón a su pregunta sería que sí. Pero cuando hablaba de filósofos gobernando, no se refería a los profesores de Filosofía que escriben en revistas académicas y enseñan en las universidades. Su modelo era Sócrates, el primero de la tradición filosófica occidental. Lo que Platón admiraba de Sócrates y pensaba que prepararía para gobernar es que se preocupaba por identificar el significado de la justicia en la vida buena, y lo que significa una vida de virtud. Platón tiene razón en que debemos ser gobernados por aquellos orientados hacia la justicia, el bien común y la virtud cívica. Pero no diría que este o aquel filósofo actual encarnan todas esas virtudes.
La democracia plena requiere que cada ciudadano sea de alguna manera un filósofo. Que reflexione sobre el significado de la justicia y el bien común, y que esté preparado para razonar, deliberar y argumentar sobre el significado de estos conceptos de igual a igual con sus conciudadanos. Así, el ideal de la filosofía puede conformar una ciudadanía democrática. No se trata de que un filósofo solo gobierne, sino que cada ciudadano democrático esté lo suficientemente atento a la justicia y al bien común.
Producción: Pablo Helman y Natalia Gelfman.