—En su libro “Comunidad, inmunidad y biopolítica” usted escribió: “En un texto dedicado a Kant como intérprete de la Ilustración, Michel Foucault señala la tarea de la filosofía contemporánea en un preciso sentido. Se trata de esa relación, tensa y afilada con el presente, que denomina con la expresión ‘ontología de la actualidad’. ¿Cómo hay que entender estas palabras? ¿Qué significa situar la filosofía en el punto, o sobre la línea, en la que la actualidad se revela en la densidad del propio ser histórico? ¿Qué quiere decir exactamente ‘ontología de la actualidad’?”. ¿Cómo respondería a esas preguntas en función de una sociedad que padeció una crisis sanitaria?
—Sí. La expresión “ontología del presente” u “ontología de la actualidad”, usada por Foucault en relación con el célebre ensayo de Kant, debe entenderse como la invitación, como el compromiso de la filosofía de comprender su propio tiempo en el pensamiento tal como fue formulado por Georg Hegel. Es el compromiso de no encerrarse en un recinto autorreferencial de la filosofía sino de mirar hacia afuera. Abordar los problemas, las tareas y también los conflictos del mundo contemporáneo. La contemporaneidad debe entenderse en un sentido complejo y no literal. No solo como la última de las épocas, sino también como un tiempo que incluye en sí mismo otros tiempos diferentes. Y precisamente esto nos ayuda a captar el quehacer de la filosofía hoy en medio de la pandemia: ser contemporáneo significa tener en cuenta a partir de nuestro presente también el pasado. Por ejemplo, pensar en cómo se han enfrentado otras pandemias, pero también la invitación a captar alguna tendencia sobre el futuro y adivinar cuál será la nueva sociedad. Ser contemporáneo significa situarse precisamente en esta intersección entre presente, pasado y futuro. E intuir el sentido de la propia responsabilidad.
—¿La experiencia de la humanidad actual desde el principio de 2020 puso más en cuestión nuestra idea de la biología o de la política? ¿Qué tradición merece repensarse con mayor intensidad a partir del coronavirus?
—Lo que pasó en estos dos años nos exige y nos impone un nuevo pensar, un nuevo repensar tanto de la política como de la biología y la medicina. Lo que debe repensarse esencialmente es la relación entre sí. La relación entre política y biología fue definida con el complejo y hasta controvertido término de “biopolítica”. La biopolítica es la implicación directa entre la política y la vida biológica. Algo que se muestra cada vez más creciente y fuerte en nuestras sociedades. Hoy es imposible pensar los deberes y tareas de la política al margen de los problemas que plantea la biología. Algo que sucede no solo en términos de salud, sino también en nuestra relación con la vida y la muerte, o incluso con la sexualidad. Pero también es imposible mirar a la biología fuera del horizonte político. De ahí los fenómenos que desde principios del siglo XIX caracterizaron la modernidad: la politización de la medicina y la medicalización de la política. Estos fenómenos van en aumento y se generalizan cada vez más. Nos entrega recursos, pero también conlleva sus riesgos.
—¿Cuáles son los textos clásicos de filosofía y de política que deberían releerse a la luz de la experiencia de los dos últimos años de la humanidad?
—Es una pregunta realmente difícil. Hay muchos textos y autores, todos extremadamente relevantes. Si pensamos en el mundo clásico, hay textos hoy decisivos, como la República de Platón, no exentos de elementos que hoy definiríamos como políticos. En cuanto al tema general, el problema de la conservación de la vida y del vínculo de la vida individual con la vida colectiva; la vida de nuestro cuerpo y del cuerpo político, no se puede dejar de pensar en Thomas Hobbes. Y si queremos adentrarnos en el horizonte de la filosofía contemporánea, muchos de los problemas los enfrentamos precisamente en la intersección entre política, vida e historia. En particular mencionaré dos nombres, precisamente el de Michel Foucault y el de Hannah Arendt, quienes han interpretado, aunque de manera diferente, esta intersección entre la vida y la política. Pero también desde otros puntos de vista siguen siendo decisivos Walter Benjamin y Theodor Adorno. Su reflexión sobre los enigmas y abismos de la sociedad contemporánea y las intuiciones decisivas sobre la cuestión de la Justicia en su problemática relación con el derecho nos remiten a Simone Weil, al mismo Benjamin y también a Jacques Derrida
—“Inmunidad” es un concepto sanitario, que se utilizó en los últimos dos años, en relación con las vacunas, por ejemplo. ¿Tiene un reflejo en ontología política? ¿Cómo se debe pensar el vínculo entre comunidad e inmunidad?
—Inmunidad es quizás más bien un paradigma vinculado al mismo tiempo a la salud y al derecho. Primero fue un paradigma exclusivamente jurídico durante casi dos mil años. En los últimos dos siglos también abarca la salud. En ambos casos se alude a la exención de un peligro e incluso de una obligación biológica o política. Luego, en la modernidad tardía, el paradigma inmunológico asumió un significado que va más allá de todos los límites hasta cruzar los dominios del derecho y la medicina, e incluso a la sociología, de la tecnología. Adquirió un relieve que podríamos llamar ontológico. Algo relativo a la totalidad de la realidad, al ser de la realidad. Hoy adquiere un rasgo cada vez más fuerte. Involucra toda nuestra experiencia simbólica, real e imaginaria; nuestra experiencia individual y colectiva. Con el advenimiento de la pandemia, lo que llamo el paradigma inmunológico se convirtió en el eje sobre el que gira toda la experiencia contemporánea. Basta ver cómo hoy vuelve la necesidad de la inmunización contra el virus en todos los ámbitos de la vida. Desconozco el sentido de palabras como “infectadura” que se usan en Argentina, pero supongo que se trata por un lado de la infección y por otro el otro, la forma de protegerse de ella. Definitivamente involucra la cuestión de la inmunidad.
—Hace alusión directamente al poder de los médicos sobre la vida de las personas y la libertad. Usted señala que “este dispositivo inmunitario, esta exigencia de exención y de protección, originalmente perteneciente al ámbito médico y jurídico, progresivamente se ha ido extendiendo a todos los sectores y los lenguajes de nuestra vida”.
—Sí y no. La medicina invadió todos los sectores de nuestra vida. Nos impone reglas, determina controles continuos; pero, al mismo tiempo, nos protege. Bajo el paradigma inmunológico, la inmunidad es necesaria. Pero implica un cierto riesgo necesario. Ninguna sociedad podría desenvolverse sin dispositivos inmunológicos que la salvaguarden de los conflictos internos y externos que la amenazan. Existe un umbral que no debe ser superado, en el que la inmunización excesiva puede convertirse en una enfermedad autoinmune. Puede bloquear y agotar la sociabilidad misma. El término “inmunidad” debe usarse, pero con mucho equilibrio.
—¿Qué le sugiere la confusión habitual entre términos de la política y de la medicina? Por ejemplo, la idea de “guerra contra el virus”, de “coágulo social” y “economía sana”?
—Son términos que sugieren el entramado semántico que se determina desde hace tiempo política, sociología, economía y medicina. Tanto la idea de cuerpo político en sentido ideológico como de nacimiento que remite a la de nación indican que esta transición conceptual entre la política y la biología nunca se detuvo en el tiempo. Basta con releer a un autor como Nicolás Maquiavelo y se verá cómo todo su vocabulario político está impregnado de metáforas médicas. E incluso Hobbes o Jean-Jacques Rousseau piensan en el Estado como un gran cuerpo. Podría decirse que existe una especie de atracción fatal entre la política y la medicina, que se acentúa cuando, a principios del siglo XIX, comienza a gestarse la ciencia biológica en tanto tal. La expresión “guerra contra el virus” se usó mucho estos dos últimos años. Hay que ser bastante cautelosos porque implica un desplazamiento más del ámbito político al de la guerra. El término “viral” presupone naturalmente una referencia a la tecnología de la información, por ejemplo a los virus informáticos.
—¿Se parece la reacción de la política y la sociedad en general en algo a lo que sucedió en la peste negra medieval con la llamada gripe española durante el siglo XX?
—Es similar, pero también es diferente. Similar a partir de la práctica de la cuarentena, que se inicia en la experiencia de la peste. En la pandemia en curso todos los países han adoptado en un momento u otro prácticas de aislamiento y distanciamiento social. Con una fuerte novedad: la vacuna. En la Edad Media no existían. Fueron creadas a principios del siglo XIX. Con el uso de las vacunas la pandemia entró en otra dimensión. En comparación con la gripe española, afortunadamente hoy no hay una guerra mundial en curso que facilite el contagio en el frente. El número de muertos es menor que el de la gripe española, que aparentemente causó de cincuenta a setenta millones de víctimas. Esperamos que los números que la televisión nos descarga todos los días no suban y que la vacuna nos mantenga alejados de esa experiencia devastadora.
—En un reportaje de esta misma serie, el filósofo español Fernando Savater señaló que ésta fue la primera pandemia que realmente ocurrió en todo el mundo y de la que nos enteramos en tiempo real. ¿Esa es la particularidad de esta crisis?
—Savater tiene razón: es la primera pandemia extendida a todo el mundo y conocida precisamente en el momento mismo en que se desató. Pero esta no es la única novedad: nunca como hoy fue fuerte el peso de la inmunización. Nunca el concepto de inmunidad había circulado como hoy, al punto de extenderse a toda la comunidad mundial. Y este acercamiento a la relación entre la inmunidad y la comunidad mundial es una novedad muy importante. Hasta ahora la inmunidad siempre se opuso a la comunidad en el sentido de que estableció un área restringida privilegiada protegida de los riesgos. Por primera vez en la historia se extiende el pedido de inmunización a toda la comunidad mundial, a través de la distribución de vacunas a bajo costo o incluso gratuitas. No será fácil, no estará libre de conflictos entre los diferentes Estados o entre Estados y compañías farmacéuticas. Se traspasó la frontera en la relación entre inmunidad y comunidad, tanto en el sector sanitario como en el ámbito medioambiental. Se comprendió que el mundo no se puede salvar en pedazos. La comprensión de que la salvación no debe ser en pedazos es un paso muy importante que marca la diferencia con situaciones pasadas.
—En un reportaje de esta misma serie, el politólogo español Josep Colomer dijo que el futuro de la humanidad era la gobernanza de los especialistas. Señaló como ejes de un nuevo orden más serio universal a organizaciones como el Banco Mundial o la Organización Mundial de la Salud. ¿Es el futuro de la representación?
—Hay un peso cada vez mayor de la tecnología frente a la política. Ya en la crisis económica que precedió a la sanitaria, el papel de los expertos económicos creció exponencialmente. Ahora el control parece haber pasado a los técnicos de la salud pública. Los expertos toman decisiones que los políticos se ven obligados a ratificar. No creo que pueda seguir así por mucho tiempo. Tampoco que la representación pueda reducirse a comités de expertos. Sería un fracaso de la política. Llevaría a nuestras democracias a perder uno de sus elementos constitutivos: la soberanía popular.
—Paul B. Preciado escribió en el diario “El País” que “Roberto Esposito analizó las relaciones entre la noción política de ‘comunidad’ y la noción biomédica y epidemiológica de ‘inmunidad’. Comunidad e inmunidad comparten una misma raíz, ‘munus’; en latín el ‘munus’ era el tributo que alguien debía pagar por vivir o formar parte de la comunidad. La comunidad es ‘cum’ (con) ‘munus’ (deber, ley, obligación, pero también ofrenda): un grupo humano religado por una ley y una obligación común, pero también por un regalo, por una ofrenda”. ¿Qué sería la inmunidad como oposición?
—Leí el texto de Preciado y lo agradezco. Pero no lo entendería como una oposición, en el sentido de algo externo que se opone a la comunidad. Es un modo de ser de la propia comunidad. Un modo, como hemos dicho, necesario por un lado y riesgoso. Pensemos cómo podría vivir una sociedad sin el sistema inmunológico de la ley. Debe encontrarse un equilibrio entre la comunidad y la inmunidad. Sin inmunidad la sociedad puede explotar. Pero si la inmunidad se volviera predominante, nuestra misma existencia social podría desaparecer.
—Mario Draghi es el ejemplo del tecnócrata especialista. ¿Constituye una solución su paso por el poder?
—El caso de Draghi es muy particular. No cabe duda de que su prestigio internacional ayudó a Italia en un momento muy difícil. Contribuyó en la elaboración e implementación del plan de vacunación masiva. También a utilizar los recursos europeos. Lo hizo a través de un gobierno técnico en el que entraron todas las fuerzas políticas, a excepción de la extrema derecha liderada por Giorgia Meloni. Una solución así, muy útil en esta fase, no puede durar mucho. Solucionó una emergencia, pero no puede convertirse en regla. Un gobierno democrático no puede incluir a todas las fuerzas políticas, incluso las opositoras. Se necesita de fuerzas que pasen a la oposición. Es cierto que se formó la coalición Grosse en Alemania, en la que diferentes fuerzas se sumaron al gobierno. Provoca una herida en la propia democracia. Bien Draghi hasta ahora, pero es un tiempo que concluirá.
—Además de la crisis sanitaria, ¿se vivió un experimento de control social? ¿Cómo se sitúa usted en la discusión entre Jean-Luc Nancy y Giorgio Agamben?
—Me siento más cercano a las ideas de Jean-Luc Nancy. No creo que haya habido un experimento de control social concebido por el poder político. El poder ya no está concentrado en la cuestión de la soberanía, sino que está muy extendido, tal como nos explicó. Es verdad que el control sobre la población creció, especialmente en casos de cuarentenas. Pero jamás hablaría de estado de excepción, como lo hace Agamben. Un estado de excepción tiene por objeto desestabilizar un determinado régimen, quizás de forma definitiva. Un estado de emergencia que por un determinado período produce efectos regulatorios, lo hace inducido no por un afán de control sino por necesidad, tal como ocurrió con la pandemia. Si el estado de emergencia se prolongara demasiado se deslizaría hacia una forma de estado de excepción. Por eso es justo advertir sobre el riesgo. Es un exceso inmune. La clave está en distinguir entre circunstancias y tiempos muy disímiles.
—En un reportaje de esta misma serie, el último que dio antes de morir, Jean-Luc Nancy contó que parte de su mirada sobre la situación sanitaria estaba condicionada por su condición de trasplantado. El trasplante que prolongó su vida veinte o treinta años le permitió seguir filosofando y pensando, aun en contra del mismo poder médico. ¿Cómo se explica esa humanidad y saber médico que genera nuevos virus y zoonosis y al mismo tiempo los sistemas que la curan?
—Me entristeció mucho la muerte de Nancy, con quien tuve una relación especialÉa lo largo del tiempo. Fue uno de los filósofos más significativos de nuestra época. Es cierto que su concepción de la medicina estuvo influenciada por la experiencia del trasplante, por su estado de salud muy frágil. Habló de todo esto en un texto muy intenso y hermoso que se llama El intruso, a partir de su corazón nuevo. Fue precisamente en el consentimiento del conocimiento médico que aceptó el trasplante, con lo cual no estoy muy seguro de que haya escrito en contra del saber médico. Ni siquiera sé qué tan cierto es que el conocimiento médico genera nuevos virus. Quizá lo hace de forma experimental para crear vacunas. Es obvio que cierto riesgo está presente en toda práctica científica, incluida la medicina. Los medicamentos tienen efectos secundarios que no siempre son positivos. La medicina ayudó mucho en líneas generales. Sin ese aporte no estaríamos en mejores condiciones. Siempre con toda la cautela posible, especialmente a partir de lo escrito por Michel Foucault. Lo que no debe hacer es dejar de lado los datos de la realidad.
—Usted dijo que “el pasaje de la biopolítica a la tanatopolítica tiene que ver con el nacimiento primero del nacionalismo y luego del racismo, este es el canal de pasaje que permite que una política de la vida se transforme en una política de la etnia, de la raza y finalmente de la muerte”. ¿Cómo se insertan en esta lógica los movimientos antivacunas, vinculados a las derechas?
—El nacionalismo y el racismo contribuyeron en el pasado, sobre todo como lo conocemos, a principios del siglo pasado. Porque cuando imaginamos cómo hizo el nazismo para anteponer la vida de un pueblo a la de todos los demás o de alguno en particular estamos en la transición de la biopolítica a una tanatopolítica. Los movimientos antivacunas son otra cosa. Estuvieron presentes desde que se inventó la vacuna. Se fundaban en el miedo irracional de ingresar un cuerpo extraño potencialmente dañino en el cuerpo. Luego fueron utilizados hoy por algunas fuerzas de derecha para desestabilizar regímenes políticos, incluso con consecuencias trágicas. Contrarrestar esta defensa contra el virus puede causar muertes. Pero no hay que confundirse. Los movimientos antivacunas no nacen en la misma cuna del nazismo y el racismo, aunque a veces puedan producir consecuencias comparables.
—¿Cuánto del coronavirus se originó en el mercado de Wuhan y cuánto en la sociedad y la organización política? ¿La relación con la naturaleza es un problema?
—Nadie sabe cómo fue el nacimiento y la primera propagación del virus. Es cierto que el tipo de mercado en China permite un contacto permanente entre animales y humanos, entre animales domésticos y salvajes. Puede haber tenido un papel negativo en la propagación de la pandemia. Parece cierto, pero no deja de ser una suposición. Sí es cierto que llevamos bastante tiempo en una época, el Antropoceno, en la que la historia y la naturaleza entran en una relación cada vez más problemática. Sucede desde el punto de vista médico hasta el ambiental. Es algo nuevo. Durante milenios el curso de la historia desembocó en un cauce diferente al de la naturaleza. La historia política y también la técnica entraron en una relación compleja, produciendo muchos beneficios. Un ejemplo son los trasplantes o las posibilidades que nos da la biotecnología. La dinámica viral se ubica precisamente en este margen problemático entre historia y naturaleza, biología y política, también identidad y diferencia. Vivimos una fase radicalmente nueva. Estamos en el borde de esta larga historia. No sabemos hacia dónde vamos; pero sí sabemos los errores que no debemos repetir.
—El título de uno de sus libros es “Las personas y las cosas”. ¿Qué es lo que iguala y distancia a las personas de las cosas?
—La cultura occidental estableció desde hace mucho tiempo esa distancia. En teoría, las cosas y las personas son opuestas. La cultura jurídica romana, de la que deviene el derecho moderno, se funda en que las personas son “no cosas” y las cosas son “no personas”. Aun así, desde la misma Roma, y en toda la historia humana, algunas personas, como los esclavos, pero en parte también las mujeres y los extranjeros, fueron tratadas como cosas, excluyéndolos de sus derechos como seres humanos. En ese libro, y en otro texto que se llama Tercera persona, desarrollé la idea de que la categoría jurídica de “persona” funciona como una especie de dispositivo de exclusión. Quienes no se definían como persona fueron empujados de alguna manera hacia el estatuto de la raza. Y así quedaron afuera de la reflexión filosófica. Una manera es correrse de esa dicotomía y pensar en la idea de cuerpo. Debemos volver a la idea de “cuerpo vivo”. Y de “cuerpo humano” en particular.
—Usted dijo que “en Nietzsche, Wittgenstein y Heidegger se identifica a los tres más grandes autores que han establecido una fuerte relación entre formas de vida y formas de pensamiento, naturalmente, en un modo muy diferente”. ¿Las formas de vida son una política?
—A esos tres nombres habría que agregar el de Michel Foucault. Existe una relación evidente entre pensamiento y formas de vida. Y claramente son maneras de la política, tal como lo enunció Aristóteles, para quien la política, la filosofía y las formas de vida tienen un vínculo evidente. Para él, los humanos tienen una naturaleza social. Pero la política es lo que hace que la vida, digamos la vida desnuda, sea una buena vida, un cruce entre la política y la filosofía. Este es un tema que también vuelve en la reflexión contemporánea sobre la necesidad. Pienso en particular en Hannah Arendt, para quien la vida política es precisamente el modo más digno de la existencia humana.
—¿Estamos ante un límite civilizatorio?
—Casi todas las épocas se pensaron a sí mismas como límites o el umbral de algo nuevo y distinto. Es cierto que el covid-19 nos dio una nueva sensación que da fundamento a esa creencia. Pone en cuestión la sensación de dominio pleno sobre la naturaleza. Quizás haya terminado una época con la crisis política y ambiental. Ya en el siglo XX se habló del fin de la filosofía, del fin de la historia, de la política. No debemos abusar de la idea de fin. Pero claramente está pasando algo nuevo. Existe la sensación de que deberíamos pasar la página. Pero puede continuar un desequilibrio fuerte entre países absolutamente ricos y países absolutamente pobres, o dentro de un mismo país gente que lo tiene todo y otras personas que no tienen nada. Es difícil que este desequilibrio social, ambiental y sanitario dure mucho tiempo. Quizás sí estemos al final de una era, si no de una civilización.
—¿Qué le sugiere el concepto de “inmunidad de rebaño”?
—Se basa en la idea de que cuando la inmunidad llega a un número muy alto de personas termina salvaguardando incluso a los que no están inmunizados, porque el virus no tiene espacio para circular y se detiene. Hay una diferencia si la inmunidad de rebaño es el resultado de una vacunación muy extensa, como la que están llevando a cabo algunos países occidentales, aunque no sea una meta fácil de alcanzar. En cambio, si se entiende como la libre circulación del virus, que se planteó Gran Bretaña y en algún momento Brasil, lo que produce es un gran número de muertes de personas. Es una práctica tan radicalmente política la inmunidad colectiva que debe usarse con mucho cuidado y circunspección.
—¿Cuál es el vínculo entre comunidad, comunismo y democracia?
—Hay una relación estrecha, aunque problemática. El commun es la misma raíz, aunque en alemán y en inglés existen formas diferentes de referirse a la comunidad. También está la idea que desarrollaron autores como Georges Bataille o Giorgio Agamben. El comunismo puede recostarse en la idea de la comunidad. Pero desde el punto de vista de la práctica llevó a regímenes autoritarios o de ese estilo. Una verdadera democracia debe tener en cuenta tanto las reglas como los principios y los valores.
—El filósofo argentino Alejandro Groppo escribió el trabajo “Tres versiones contemporáneas de la comunidad. Hacia una teoría política posfundacionalista”, en el que compara su pensamiento con el de Jean-Luc Nancy y el de Ernesto Laclau. ¿Cuáles son los puntos en común con esos dos pensadores? ¿Qué es la comunidad hoy?
—Hay un rasgo común. Con Ernesto Laclau, autor que aprecio más allá de la forma en que sus teorías han sido utilizadas en Argentina, tengo en común el tema del conflicto como forma de participación. No estoy de acuerdo con su lectura de Antonio Gramsci y Jacques Lacan. Con Nancy y Laclau comparto la mirada sobre lo común. La comunidad no es un plan, no es una propiedad y no es una sustancia. Es un espacio vacío. Laclau identifica el significante vacío como aquel que puede agregar movimientos de protesta y constituir una política real.
—Usted dice “un deber une a los sujetos de la comunidad, en el sentido de ‘te debo algo’ pero ‘no me debes algo’, que hace que no sean enteramente dueños de sí mismos [...]; les expropia, en parte o enteramente, su propiedad inicial, su propiedad más propia, su subjetividad [...]; es lo impropio lo que caracteriza a lo común”. ¿El deber constituye una ética social?
—Munus, el término latino, conlleva un dar que no espera una retribución. A diferencia del comunitarismo, que asocia la comunidad a una identidad de lengua, de religión, étnica, la comunidad, no tiene el sentido de una propiedad sino el sentido de una expropiación voluntaria. No es solo una forma de ética social, es la forma más alta de ética social.
—¿Hay una dialéctica entre afirmaciones identitarias individuales, como la lucha feminista o el antirracismo en los Estados Unidos, y las identidades nacionales, como los nacionalismos europeos?
—El filósofo que pensó más radicalmente el tema de la alteridad es Emmanuel Levinas, que pensó en el corazón de la comunidad y la singularidad. La cuestión de la identidad necesita, sí, que se hagan distinciones. A diferencia del nacionalismo, la identidad femenina o nación son identidades de la diferencia, identidades diferenciales. Por supuesto que en filosofía, pero también en la realidad, uno nunca puede separar por completo la identidad y la diferencia, porque para establecer una diferencia uno también debe tener una identidad. Son matices complejos
—Gianni Vattimo dice, un poco en broma, que si hubiera una Internacional Socialista vigente, el líder debería ser el papa Francisco. ¿Coincide?
—Considero a Vattimo un autor muy importante. Lo estimo. Y creo que tiene razón en este punto. La frase conlleva una dosis de exageración. Pero el papa Francisco tiene de hecho un radicalismo y un carisma difíciles de encontrar hoy en otros líderes políticos, especialmente en la izquierda. Es quien más representa hoy a los pobres, a los últimos, a los migrantes marginados de la tierra. Y luego implementó una fuerte revisión de la doctrina cristiana también en el nivel dogmático, que incluye al máximo incluso a los no creyentes o creyentes en otras religiones, lo que lo llevó a asumir batallas con el clero de Roma. En este sentido, Vattimo tiene razón.
—Usted habla del momento en que “la crónica empieza a ser historia”. ¿Cuál es el aporte que se puede hacer desde el periodismo a ese movimiento intelectual y dialéctico?
—Le corresponde una contribución importante. Es cierto que el periodismo está en crisis. Su importancia también se mantiene respecto del mundo de las redes sociales. El periodismo, cuando es serio, tiene esa posibilidad extra de profundizar en los hechos y abrir el discurso a horizontes que de otro modo hoy permanecerían cerrados. Es un poco el sentido de entrevistas como ésta, como un periodista como usted.
“En Trump y Bolsonaro se da lo que Umberto Eco llamó fascismo eterno”
—¿Qué enseñanzas les dejó a los filósofos de la política el paso de Donald Trump por el poder en los Estados Unidos?
—Podría decirse que la elección de Trump enseñó a los optimistas que, aunque la democracia tiene sus propios anticuerpos, el riesgo de un cambio autoritario siempre está a la vuelta de la esquina. Sobre Trump alguien también habló de “fascismo”. Pero la comparación no se sostiene. La situación es muy diferente. Sí existen algunas características paradigmáticas: una forma de actuar, una mentalidad, un comportamiento, lo que Umberto Eco definió como fascismo eterno. Cabe ver cómo líderes mundiales como Trump, como Jair Bolsonaro, encajan desde muchos puntos de vista en esta mentalidad fascista. La filosofía puede aprender de todo esto que el tiempo no discurre linealmente. A veces vuelve: reaparece como un fantasma, incluso cuando ha pasado el tiempo.
Producción: Pablo Helman y Natalia Gelfman.