Aquel fue uno de esos días, raros en la historia de cualquier país, en los que se reúnen casi todas las significaciones. Un concentrado de pasado, presente y futuro, de dentro y fuera, de razón y emociones. Unos regresábamos a casa impregnados de sensación de victoria, pero angustiados por el porvenir. Habíamos vivido tanto los pesares del exilio como las experiencias de otras sociedades; dispuesto del tiempo y la tranquilidad de pensar, de aprender. Para otros, aquí, lo esencial era el alivio. Habían pasado en carne propia por una de las más crueles dictaduras de todos los tiempos. Otros empezaban a mirar hacia otro lado al pasar frente al espejo, o a temer por las consecuencias de sus crímenes e ilegalidades. Todos nos preguntábamos qué iríamos a hacer con nuestro pasado. Muchos habíamos aprendido, o intuíamos, que de eso dependería el porvenir.
Pero aquel 10 de diciembre el país todo, como París alguna vez, era una fiesta. Prevalecían la esperanza, la alegría, el reconocimiento. Algo así como si lo mejor del espíritu ciudadano aflorara en las calles, mientras los avergonzados y temerosos de justicia permanecían en sus casas.
Si tuviese que resumir el clima reinante aquellos días, apelaría a dos recuerdos, uno de la calle; otro, de aquello que la calle festejaba. El primero, unos días antes del 10 de diciembre, el espontáneo recibimiento popular a Julio Cortázar, en calle Corrientes de Buenos Aires, durante el que sería su último viaje. Fui testigo de eso: “Y de pronto, empezó a pasar frente a nosotros una manifestación por los derechos humanos. Unas seiscientas u ochocientas personas, en su mayoría jóvenes. Un fotógrafo lo reconoció, alguien gritó: ‘Ahí está Cortázar’ y ya no hubo manifestación, sino un tumulto a su alrededor. ‘¿Viniste a quedarte, Julio?’, ‘Gracias Julio, gracias por todo’, le decían chicos que tenían 10 años cuando él pudo visitar la Argentina por penúltima vez en 1973, y que empezaron con la literatura y la política mientras estaba prohibido. “Yo quería ser la Maga, u Olivera, o Cronopio”, decían los ya no tan jóvenes. Muchos se dispersaron por las librerías siempre abiertas de calle Corrientes y volvieron con sus libros agitando lapiceros; hasta hubo alguien que se presentó como ‘el quiosquero de enfrente’ y le entregó un libro de Carlos Fuentes para que lo firmara (‘perdone Julio, ya no había ni uno suyo...’). Y luego, cuando alguien recordó que la manifestación debía proseguir, surgió potente y espontáneo el coro de amor y revancha: ¡Bien-ve-nido, carajo! ¡Bien-ve-nido, carajo!” (versión completa: Revista Casa de las Américas, julio-octubre de 1984, homenaje a Julio Cortázar. La Habana, Cuba).
El otro recuerdo, el motivo de los festejos, es la asunción de Raúl Alfonsín y su discurso de intenciones. El líder de la primera victoria presidencial sobre el peronismo, la principal de las razones que hacen memorable ese día, dijo entonces, entre muchas otras cosas: “Hay muchos problemas que no podrán solucionarse de inmediato, pero hoy ha terminado la inmoralidad pública. Vamos a hacer un gobierno decente. Ayer pudo existir un país desesperanzado, lúgubre y descreído: hoy convocamos a los argentinos, no solamente en nombre de la legitimidad de origen del gobierno democrático, sino también del sentimiento ético que sostiene a esa legitimidad. Ese sentimiento ético constituye uno de los más nobles movimientos del alma. Aun el objetivo de construir la unión nacional debe ser cabalmente interpretado a través de la ética. Ese sentimiento ético, que acompañó a la lucha de millones de argentinos que combatieron por la libertad y la justicia, quiere decir, también, que el fin jamás justifica los medios (…) nuestro compromiso está aquí, y es básicamente un compromiso con nuestros contemporáneos, a quienes no tenemos derecho alguno de sacrificar en función de hipotéticos triunfos que se verán en otros siglos. Nosotros vamos a trabajar para el futuro. La democracia trabaja para el futuro, pero para un futuro tangible. Si se trabaja para un futuro tangible, se establece una correlación positiva entre el fin y los medios”.
¿Qué queda hoy, 35 años después, de aquel clima de diálogo y fraternidad; qué hemos concretado, en democracia, de aquellas intenciones? Algo queda; algo hemos hecho. Pero resulta evidente que el balance es muy negativo. Tenemos instituciones, pero son ineficaces y corruptas, y no las respetamos. Tenemos libertad, pero la usamos como espacio de discordia y enfrentamiento. La situación económica y social se ha degradado; los liderazgos políticos, diluido o en cuestión; la violencia política y social, delincuencial, o la pura y simple, se han multiplicado.
Lo que diferencia aquel 10 de diciembre de este 35º aniversario es que pasamos de la esperanza al temor, de las promesas de cambio al balance de promesas incumplidas, del abrazo fraterno a la dispersión; el odio, incluso. Por ejemplo, aquel Juicio a las Juntas, ejemplar a pesar de sus omisiones y limitaciones (¿acaso Nuremberg no las tuvo?), acabó en el uso político descarado del tema derechos humanos y el no respeto de las leyes que tanto costó recuperar; en el enfrentamiento.
Y no se trata solamente de los derechos humanos, un asunto en el que hasta las posiciones más extremas acaban siendo comprensibles. La corrupción institucional, corporativa, política, social, inunda, ahoga al país. En estos días, los avatares de la final River-Boca nos dan el último, transversal y acabado ejemplo.
Durante la dictadura, se popularizó una imagen de Gardel que rezaba: “No me lloren; crezcan”… En 35 años de democracia, no le hemos hecho el menor caso.
(*) Periodista y escritor.