En los últimos meses, académicos de Relaciones Internacionales debatieron cuál debiera ser el posicionamiento de Argentina en la competencia geopolítica y geoeconómica entre Estados Unidos y China. Grosso modo y simplificando, parece haber dos opciones: equidistancia entre las superpotencias o alineamiento a una de ellas. Todos los diagnósticos sostienen que, en mayor o menor medida, Argentina, al igual que otros países de rango mediano, pagará costos si no tiene una estrategia para lidiar con la disputa entre Washington y Beijing.
Sin embargo, algunos de los análisis pasan por alto factores que condicionan, limitan y, en algunas ocasiones, imposibilitan que la política exterior argentina adopte una de esas prescripciones normativas. Sucintamente, no ponen la lupa sobre las motivaciones y preferencias de los decisores políticos; sobre el escaso poder del Estado argentino para ejecutar una estrategia coordinada y coherente que pueda resistir amenazas y aprovechar oportunidades; y sobre las limitaciones estructurales derivadas de la propia competencia bipolar.
La equidistancia postula que Argentina no debe tomar partido por una superpotencia y colocarse en un punto intermedio entre ambas. Como aseguró Mariano Turzi, “propone una respuesta geométrica a una problemática geopolítica”. El alineamiento con uno de los grandes poderes, en tanto, implicaría ganarse la enemistad del otro. El caso de Australia, que propuso una investigación internacional sobre el origen del Covid-19, posición que disgustó a China, su mayor socio comercial, y agradó a la Casa Blanca, es un ejemplo de los costos del alineamiento.
Sin poder, Argentina navega pendularmente hacia donde soplan las superpotencias
Frecuentemente, los analistas olvidan las opciones y preferencias de los decisores al abrazar conceptos, tipos ideales, y grandes estrategias. Sugerir cursos de política exterior sin sopesar los condicionantes domésticos es más una ensoñación intelectual que una propuesta de política pública concreta, que pueda ejecutarse y sea realista.
En Argentina, los decisores privilegian el tablero doméstico al internacional. En What Determines Foreign Policy in Latin America? Systemic versus Domestic Factors in Argentina, Brazil, and Mexico, 1946–2008, Octavio Amorim Neto y Andrés Malamud destacan que mientras México adopta una política exterior determinada por variables sistémicas y Brasil una fundada en elementos mixtos, el comportamiento externo de Argentina hacia Estados Unidos está basado mayormente en factores domésticos.
El círculo es vicioso: el país tiene cada vez menos peso relativo en la escena internacional, ese declive no genera los incentivos para que los dirigentes tengan una perspectiva global, y esa ausencia de incentivos los vuelve parroquiales y los aleja de la elaboración de grandes estrategias. El objetivo en el corto plazo es ganar las próximas elecciones. La política exterior, que no figura entre las preocupaciones del electorado, es sacrificada en el altar de las urgencias internas (suspender exportaciones de carne ante suba de precios, por ejemplo) o loteada entre sectores de la coalición gobernante que tienen cosmovisiones divergentes. La decadencia de las elites también pone límites a la equidistancia. Basta tan sólo con preguntarse: ¿Tenemos una dirigencia con la clarividencia suficiente para calibrar cuál es el punto intermedio entre las superpotencias y cómo podríamos llegar a él pagando los menores costos posibles? Un prolongado silencio es la respuesta más piadosa.
Aunque cambiase la mentalidad de los decisores, el país se tropezaría con otro obstáculo a la hora de formular su política exterior: el escaso poder de Argentina para preservar márgenes de autonomía en un mundo cada vez más incierto, volátil, entrópico y desigual, modelado por la disputa de las superpotencias. El poder es el combustible para circular por las rutas internacionales y formular una política exterior que sirva al interés nacional. Sin él, Argentina no llega al punto de equidistancia ni al de alineamiento, tan sólo navega pendularmente hacia donde sopla el viento (o las superpotencias).
La estructura internacional también limita el accionar. El país tendrá margen de maniobra en tanto y en cuanto la competencia hegemónica no se vuelva rígida. Es decir, la posibilidad de practicar la mentada equidistancia dependerá más de los niveles de tensión y distensión en la relación bilateral entre China y Estados Unidos que de la voluntad política de Argentina. El alineamiento, en un orden internacional tan interdependiente, donde ni siquiera las superpotencias optan por desacoplarse, también resulta una estrategia miope. En un escenario extremo, elegir entre Beijing y Washington se parece bastante a optar entre la prosperidad y la seguridad. Aun en ese caso, no está claro que Argentina pueda garantizar a sus ciudadanos una ni otra. Dejar de romantizar una equidistancia vacía de contenido es tan imperioso como evitar un alineamiento a cambio de una protección o un “pago” que no llegará.
No habrá estrategia exterior exitosa sin una estabilización de la economía que permita crecer
Si bien la competencia entre Washington y Beijing es el elemento más influyente en la conformación de un nuevo orden internacional, el declive y decadencia de Argentina no empezó con esa disputa, sino mucho antes. Más que formular una estrategia para posicionarse en esa competencia, antes habría que definir un modelo de desarrollo sostenible que acumule capacidades, perdure en el tiempo y no sea alterado por las pulsiones de las campañas electorales.
Eso solo será posible si la política se pone a sí misma el cascabel y ordena la macroeconomía. No habrá estrategia exterior exitosa sin una estabilización que permita volver a crecer, bajar la inflación, dejar atrás la restricción externa y la fragilidad de la balanza de pagos. Los déficits más urgentes que arrastra el país no pueden subsanarse sin una coherente y articulada política económica que impulse la inserción en las cadenas globales de valor; que gestione el impacto de la transición laboral provocado por la Cuarta Revolución Industrial y potencie los recursos humanos que nutren a la economía del conocimiento; que disminuya la pobreza infantil que proyecta una sociedad más desigual para las futuras generaciones; y que implemente una transición energética a fuentes limpias.
En definitiva, hay que ordenar la casa y crecer. No será una gran estrategia geopolítica, pero solo así Argentina interrumpirá su prolongado ciclo de declinación.