América latina es considerada la región con mayor desigualdad en el mundo. Uno de los modos de medir el grado de desigualdad en un país consiste en establecer cuántas veces la renta del 10% más rico supera al decil que está situado en la base de la pirámide. Esa relación en Argentina es de 31 veces mientras que en Japón, por ejemplo, es de sólo 7.
Por consiguiente, toda política que aspire a conseguir una redistribución más justa de la renta en nuestro país merece ser bien acogida. Pero otra cuestión es verificar si los buenos deseos se ven correspondidos por políticas que alcanzan a modificar la realidad.
El medio más directo y eficaz para redistribuir la renta es el sistema impositivo. Sin embargo, en la Argentina, el sistema impositivo mantiene un sesgo regresivo. El peso de los impuestos directos (33% del total de la recaudación) sigue siendo mucho menor que el de los impuestos indirectos (66%).
El IVA, un impuesto que pagan pobres y ricos, tiene una alícuota muy elevada (21%) frente al 16% de España. La renta financiera (intereses y dividendos) sigue sin estar gravada y las plusvalías obtenidas por la venta de las acciones de una empresa no tributan. Otro modo de verificar la eficacia del sistema impositivo es medir la presión impositiva, es decir la cantidad total recaudada en relación con el Producto Interior Bruto (PIB). Es una media, es decir que puede haber contribuyentes que paguen mucho y otros que no paguen nada porque evaden. Pero igualmente sirve de referencia porque la existencia de una elevada evasión es también un signo de redistribución regresiva del ingreso.
En la Argentina, la presión impositiva ha ido subiendo en los últimos años pero, en términos comparativos, sigue siendo baja. Según un informe de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) la presión tributaria total pasó de 25,5% del PIB en 2000 a 31,4% en 2006. Es una cifra todavía inferior a la que tiene Brasil (33,4%), Alemania (37%) o los países escandinavos (en Suecia alcanza 51,5%).
En definitiva, al no haberse modificado en los últimos años el sesgo regresivo del sistema impositivo, se puede afirmar decir que no se percibe una diferencia entre el modelo "K" y los modelos fiscales anteriores. En todo caso, hay que reconocer una mayor eficacia en la gestión recaudatoria, lo que ha permitido reducir la evasión fiscal, debido a la mejora de los sistemas informáticos y catastrales implantados en los años 90.
Podría entenderse que otro modo de redistribuir ingresos se consigue a través de las políticas de subsidios para evitar el incremento de algunos precios relevantes en la cesta de los consumidores. En la Argentina, el Estado paga subsidios a la industria harinera y a la aceitera para evitar la suba del precio del pan y del aceite; al gasoil para evitar el aumento del precio de los transportes; etc.
Esta política de subsidios no es habitual en los países avanzados porque provoca graves distorsiones en los precios relativos, constituye un entramado muy difícil de desarmar en el futuro y tiene un peso cada vez mayor en el presupuesto del Estado, donde ya representa 25% del gasto público, superando el gasto en sueldos y salarios del personal del Estado.
Desde el punto de vista redistributivo, sus efectos son imprecisos. Un subsidio a la tarifa eléctrica beneficia a las clases medias de elevados ingresos, tanto como a los hogares humildes que tienen acceso al servicio, algo que no todos consiguen. El subsidio a la tarifa del gas no alcanza a favorecer a los hogares no conectados a la red que deben pagar la garrafa del gas licuado a un precio mucho más elevado.
La política actual de subsidios parece más bien dirigida a contener el índice inflacionario, para evitar así que aumente el costo de la deuda pública indexada con el IPC, más que a redistribuir ingresos. Por otra parte, el sistema de subsidios es una fuente de corrupción porque deja en manos de los gestores públicos un enorme poder para retrasar o avanzar los pagos y da lugar a un costo administrativo de gestión que lo hace altamente ineficaz.
Tal vez sería más razonable sustituir todo el sistema de subsidios por una renta básica dirigida a los hogares más humildes, previamente censados por un procedimiento objetivo y abonada por el sistema bancario para evitar mediaciones indeseadas.
Otra forma de redistribuir el ingreso se consigue por un medio indirecto, mediante la entrega suficiente -y respetando mínimos de calidad- de los denominados "bienes públicos", como la salud, la educación, la vivienda y la protección ante la incertidumbre. Si los sectores humildes tuvieran acceso a un seguro de desempleo, a hospitales públicos de calidad, escuelas bien dotadas y accedieran a viviendas dignas con créditos hipotecarios subvencionados a largo plazo, se podría aceptar que estamos ante política reales de redistribución.
Sin embargo, observando la realidad actual, no parece que en los últimos años se hubiera producido un incremento o mejora de los bienes públicos puestos a disposición de los más humildes.
Resta analizar si el anuncio oficial de destinar una parte de los incrementos en las retenciones a las exportaciones -es decir sólo aquellas que superen el 35% vigente al 11 de marzo- para la construcción de 30 hospitales públicos de complejidad 4 implica un cambio sustancial de políticas. Hay que decir, en primer lugar, que las retenciones a las exportaciones, por su carácter de instrumentos de política cambiaria, sometidas a los vaivenes propios de los precios de las commodities en los mercados internacionales no es un medio idóneo para financiar obra pública.
Sólo hay que imaginar un descenso del precio internacional de la soja a los niveles en que se aplica una retención de sólo 35%. ¿Se dejarían en este caso los hospitales a medio construir por haber desaparecido la previsión presupuestaria de ingresos? Por otra parte, la vulneración flagrante de la Ley de Coparticipación, demuestra que lo que aparentemente se entrega a las provincias por una partida, no alcanza a compensar lo que se les sustrae por la otra. Los 30 hospitales que supuestamente se darían a las provincias a lo largo de dos años representan una inversión estimada provisoriamente en unos 3.000 millones de pesos.
Sin embargo, el incumplimiento de la vigente Ley 23.548 de Coparticipación -que obliga a la Nación a entregar a las provincias 57,36% de lo recaudado, cuando en realidad reciben sólo 30%- puede valorarse en una suma de unos 15.000 millones anuales. Es decir, que la entrega de la suba de las retenciones apenas cubre 10% de la deuda que la Nación mantiene con las provincias.
La conclusión parece obvia. No se está en presencia de un modelo de redistribución social diferente al que tenía Menem o De la Rúa. Sin embargo, la revitalización que ha vivido el Congreso al recibir el espinoso asunto de las retenciones, puede ser un revulsivo que permita introducir el tema de fondo representado por la discrecionalidad más absoluta en el reparto de los fondos coparticipables. La Constitución de 1994 le dio al Congreso un plazo que vencía a finales de 1996 para que el Congreso dictara una nueva ley de coparticipación. Hay en curso un módico retraso de 12 años en el cumplimiento del mandato constitucional. Tal vez, ha llegado el momento para que los diputados se desperecen y pongan manos a la obra.