Es domingo 10 de julio de 2011. En el mundo se discute la democracia real: los indignados españoles; los votantes en Islandia, que modifican la Constitución por Facebook; los chinos, que inventan microblogs para gambetear la censura; los árabes, que se sacuden por Twitter gobiernos seculares; los que buscan derrumbar de una vez lo viejo y lo viejo que se aferra con garras y dientes a una batalla perdida.
Estoy en Londres, a 11.100 kilómetros de Buenos Aires. ¿La distancia permitirá ver más claro? Lo que se ve a la distancia son partidos que violaron la veda electoral, candidatos que se chicanearon sin discutir, debates que fueron monólogos a cámara, mentes e inquietudes menores que nunca atacan los problemas de fondo.
La Capital tendrá su ballottage para que nada cambie: el problema de la democracia argentina no es elegir entre más de lo mismo. Ahora se enfrentarán, otra vez, un gobierno de derecha que no se anima a serlo y uno que asegura, para la gilada, ser de izquierda. Bajan alegres de la Sierra Maestra investigadores de la Flacso, gremialistas corruptos, ex militantes de la UCeDé, dirigentes barriales cooptados a fuerza de subsidios, barrabravas y chicos del secundario que se llevaron historia a marzo. Del otro lado, yuppies de la derecha vergonzante que no se animan a ser peronistas del todo, que quisieran pero tienen miedo, que se escudan en que no los dejan.
La Villa 31, que crece en propiedad vertical a los costados de una de las autopistas más breves y caras del mundo, resultó una metáfora de esa batalla entre iguales: de ser por ellos, el PRO la hubiera limpiado de un plumazo, con sus habitantes adentro. Mientras tanto, el Gobierno, a la noche, enviaba más y más camiones con materiales y fomentaba la construcción clandestina.
A ninguno de los dos, en el fondo, les importa si todo se derrumba. La Ciudad de Buenos Aires tiene más de 120 mil empleados directos. En realidad, nadie sabe bien cuántos son. Quizá sean 140 mil. Nadie sabe bien, tampoco, qué hacen exactamente y si están capacitados para eso. Tienen con el Estado, desde siempre, una relación envilecida: ellos hacen como que trabajan y el Estado hace como que les paga. Podrían, cada mañana, construir la Pirámide de Keops y destruirla cada tarde. Despedirlos sería una locura, claro. ¿Pero también lo sería capacitarlos?
Ninguno de los protagonistas del ballottage habló del punto. Ni hablará el que gane. Preferirá arreglar otra vez con los gremios y evitarse problemas.
La campaña fue una cuerda floja en la que ambos transitaron por el equilibrio de lo políticamente correcto: hay conflictos nacionales que cortan la calle municipal, pero la Policía municipal no interviene (y tampoco la nacional, que elige enviar pequeños grupos de choque de La Cámpora para convencer a los qom). El resultado es el mismo: la calle se podrá cortar, dependiendo de quién la corte, aunque no se lo recomendamos a los maestros de Santa Cruz y menos frente al Ministerio de Trabajo cuando el ministro es, a la vez, el candidato a vicejefe.
Horas después de la veda, Filmus juró convocar a un gobierno de consenso. Es curioso: promete consenso quien, a la vez, se propone como continuidad en la Ciudad y en la Nación con un argumento bastante deleznable: “Si somos los mismos, por fin nos darán pelota”. ¿El kirchnerismo llamará en la Ciudad a quien piense distinto cuando jamás lo hizo en la Nación?
La batalla política por la Ciudad no genera cambio alguno en la vida de sus habitantes. Es la metáfora de una batalla nacional, donde importa el resultado sólo porque facilita u obstruye un triunfo mayor. Buenos Aires es un instrumento de propaganda, como el Gobierno pretende que también lo sean las insólitas elecciones internas obligatorias en agosto, cuando deberemos elegir obligatoriamente a candidatos que ya están elegidos a dedo.
Ninguno de los dos candidatos al ballottage pertenece a una política distinta: son las mismas viejas caras agarradas con desesperación de los pelos y los vicios de la política vieja. Si se raspa un poco la superficie, aparecerá Amadeo Genta, la dinastía de los porteros, los militantes rentados del viejo Concejo Deliberante o los “nuevos” del Parque Indoamericano, los eternos proveedores de la obra pública o los dueños de los carteles, las coimas a los manteros o la abulia interesada del Tribunal de Faltas.
Observaba Fontevecchia en su columna de ayer la incidencia de la economía en el eventual triunfo de Cristina en octubre. Es cierto, pero el problema no es la economía, sino la política. Si nuestra democracia de baja intensidad no logra hacer de la política un elemento de transformación real, los capítulos de esta ficción en la que se nos propone “elegir” siempre seguirán vacíos de contenido.