Máximo debió ser Néstor. Y su nacimiento, el 16 de febrero del ’77 en La Plata, no trajo paz. Trajo guerra. Néstor y Cristina estaban algo distanciados. Él la acompañaba poco en los últimos meses de embarazo porque se la pasaba en charlas y reuniones de política. Afuera, en la calle, todo era arrasado. Demasiado peligroso para la época. Era lo que pensaba Cristina, que quería paz y tranquilidad en esa instancia de su vida. Tenía miedo por su hombre. Así se lo confesó a su madre, Ofelia, una tarde mientras se acariciaba la panza, delante de ella y de una vieja amiga que hoy lo recuerda.
El nacimiento venía a poner paz en la pareja, también más unión y un poco de calma entre tanta locura con los asesinos acechando.
Sin embargo, estalló la ira de Cristina. Es que “el Flaco”, como le decían a Kirchner en aquellos peligroso días universitarios y de militancia platense, quería cumplir una vieja tradición familiar y llamar a su primer hijo varón igual que su propio padre y también como él. Y sin querer transmitirle un pesado mandato: llamarse igual que él. Ser como él.
“De ninguna manera lo voy a permitir. ¡Qué costumbre familiar ni qué ocho cuartos!”, gritó CFK y no se habló más del tema. Para ella, es su “Oso”. Sólo negoció el segundo nombre: Carlos, igual que Néstor y su abuelo.
Hacía poco tiempo que habían decidido emprender el viaje a la capital santacruceña y las cosas no estaban saliendo como lo habían previsto. Cristina había decidido que no iba a tener su primer hijo en la soledad de Río Gallegos y para evitar cualquier inconveniente con su salud, pasó sus últimos meses de embarazo en la casa de su madre.
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