La muerte de Néstor Kirchner fue una tragedia para sus partidarios; en primer lugar, para su compañera y discípula. Sin embargo, más allá del dolor y las lágrimas, Cristina supo convertir el velatorio público en una puesta en escena que conmovió a los argentinos y alfombró el camino a su reelección con una votación récord.
Una representación exitosa, que cambió el clima de la opinión pública: la mayoría de la gente se solidarizó con la presidenta en su rol de viuda triste y sufriente pero serena, estoica, que mostraba la templanza necesaria para seguir gobernando la Argentina a pesar de la pérdida del hombre fuerte del país.
Una construcción a tono con estos tiempos de “teledemocracia”, donde “la política es espectáculo”; se ha transformado en “representación a través de la interpretación”, según explica el politólogo italiano Sergio Fabbrini.
La idea fue de Cristina, quien tomó las principales decisiones; por ejemplo, que nadie pudiera ver el rostro sin vida de Néstor. Ella también tuvo a su cargo el papel estelar, parada o sentada junto al féretro cerrado y lustroso, toda de negro y con grandes anteojos también negros, un luto que conservaría durante más de tres años.
En las casi 13 horas que ella permaneció en el Salón de los Patriotas Latinoamericanos de la Casa Rosada estuvo acompañada por sus hijos –Florencia, de 19 años, y Máximo, de 32– y un abanico de parientes, amigos, funcionarios y dirigentes políticos y sociales, dispuestos en un cuidado segundo plano.
De esta manera, la presidenta se convirtió en la receptora natural de todas las muestras de cariño de la multitud que desfiló frente al féretro –muchos, con los ojos bañados en lágrimas– durante las 26 horas que, en total, duró el funeral, desde las 10 de la mañana del jueves 28 de octubre. Hubo gente de todas las edades, pero una de las sorpresas fue la cantidad de jóvenes, tristes pero también firmes y esperanzados en sus cantos y consignas. Habían comenzado a trabajar o a estudiar en la universidad durante el gobierno de Kirchner, que les pareció una maravilla, sobre todo en comparación con la gran crisis de 2001, que ellos también padecieron junto con sus padres y amigos. La reactivación económica, la creación de empleos, la revalorización de la política, la reapertura de los juicios a los militares de la dictadura y el discurso épico sobre el pasado reciente –esa lucha entre buenos y malos, amigos y enemigos, que les resultaba tan fácil de entender– les había llegado al corazón.
“Para los que oscilamos en torno a la frontera de los 30 años, el kirchnerismo y Néstor Kirchner representaron la posibilidad de ver con nuestros propios ojos que era posible torcer el rumbo que el país seguía desde, probablemente, el fracaso del proyecto alfonsinista”, explicó Mariano, autor del blog El Buen Salvaje, a Página/12.
Ocho presidentes de la región, entre ellos el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el boliviano Evo Morales y el venezolano Hugo Chávez, llegaron para confortar a Cristina, así como Diego Maradona –Kirchner era fanático del crack– y figuras del espectáculo: Marcelo Tinelli, Andrea del Boca, Florencia Peña, Soledad Silveyra, Nancy Dupláa y Pablo Echarri, entre otros.
Cada uno de esos saludos y diálogos con Cristina fue un cuadro en sí mismo, un episodio que ayudó a mantener la tensión dramática del evento y el interés de los millones de televidentes que pudieron asistir en vivo y en directo al funeral gracias a que las imágenes del canal oficial estuvieron disponibles para todos los canales.
Hubo otros cuadros más inesperados y, por eso, más impactantes, como el cantante lírico que entró entonando el
Ave María; el productor rural que agradeció a viva voz la política oficial hacia el campo, uno de los peores “enemigos” para el gobierno, y los homenajes de los mozos de la Casa Rosada y de trabajadores de la construcción con sus cascos amarillos y azules.
El evento permitió al kirchnerismo la recuperación de la mística –el espíritu que anima la política– luego de la derrota contra el campo, en 2008, y la caída en las elecciones legislativas de 2009, en las que el propio Kirchner perdió en la provincia de Buenos Aires; le ganó Francisco de Narváez, un empresario con un brevísimo pasado en política.
El oficialismo venía mejorando, pero la empatía provocada por el funeral fuera del círculo militante fue decisiva para que siguiera en el poder durante varios años más. Sin embargo, había sufrido una pérdida crucial. El gobierno de Cristina en soledad, sin la figura omnipresente de Néstor, no sería, ciertamente, más de lo mismo. El kirchnerismo tampoco.
El director de la puesta en escena fue Javier Grosman, un experimentado productor teatral y musical que ya se había destacado en el fabuloso desfile por el Bicentenario de la Revolución de Mayo, que fascinó a la gente, que desbordó las avenidas y las calles del centro de la ciudad de Buenos Aires.
En realidad, el Bicentenario fue una celebración federal, con 118 eventos realizados en todo el país a lo largo de 2010.
Tan bien le salió a Grosman que varios periodistas comenzaron a llamarlo “El ministro del relato K” o “El arquitecto estético del kirchnerismo”. Pablo Sirvén, de La Nación, lo bautizó “El Walt Disney del kirchnerismo”. En todo caso, resultó un funcionario clave en “la batalla cultural”; desde que el italiano Antonio Gramsci actualizó el marxismo, se sabe que la cultura –en un sentido amplio– es el lugar donde se decide la hegemonía de un grupo político sobre los otros.
Un ex colaborador de Grosman cuenta que su jefe se enteró de la muerte de Kirchner cuando, a media mañana, recibió en su casa un llamado de Nicolás Diana, el periodista de Noticias, que estaba en El Calafate.
—Javier, murió Néstor –le dijo.
—¡La concha de tu hermana! ¡No me rompas las pelotas! –le contestó Grosman, creyendo que se trataba de una broma.
—Javier, escuchame lo que te digo: murió Néstor.
—No te puedo creer, Nicolás. Mientras su esposa ponía la televisión, Grosman llamó a Juan Manuel Abal Medina, vicejefe de Gabinete y asesor de Kirchner en la Unasur.
“Javier –agrega el informante– siempre contaba que Abal Medina lo atendió, pero que no le salió una palabra porque estaba llorando”.
—Ya está, Juan Manuel, entendí todo –le dijo antes de cortar.
Grosman se fue a la Casa Rosada, al despacho de Oscar Parrilli, que era el secretario general de la Presidencia y de quien dependía en el organigrama como director ejecutivo de la Unidad Ejecutora del Bicentenario.
Por su cargo, Parrilli era el encargado de organizar todos los actos protocolares de la presidenta.
Durante una hora, hasta que Parrilli viajó también él a El Calafate para asistir al velatorio íntimo, se ocuparon de trazar las líneas gruesas de la capilla ardiente.
“Cristina tuvo, claramente, una participación decisiva desde el momento en que pudo hablar por teléfono con Parrilli. Una participación más conceptual, además de algunas decisiones claves. Aníbal Fernández –jefe de Gabinete– y Carlos Zannini –secretario de Legal y Técnica de la Presidencia– también hicieron aportes por teléfono, entre otros ministros y secretarios”, informó el ex colaborador de Grosman.
Lo primero que definieron fue el lugar del velatorio público. Tanto el vicepresidente Julio Cobos como el titular de Diputados, Eduardo Fellner, habían ofrecido el Congreso, pero ese lugar fue rechazado porque todos coincidieron en que “la casa de Néstor era la Casa Rosada”.
“Néstor mismo lo había demostrado. Era un político de gestión; ya había sido elegido diputado, pero estaba claro que la tarea parlamentaria no le interesaba en lo más mínimo”, explica otro ex funcionario que también realizó aportes por teléfono.
Fellner era un amigo: fue uno de los pocos gobernadores que apoyaron a Kirchner para la primera vuelta en 2003, cuando mandaba en su provincia, Jujuy, que, además, fue uno de los tres únicos distritos en los que el patagónico ganó, junto con Santa Cruz y Formosa.
En cambio, Cobos se había transformado en mala palabra en el kirchnerismo luego de su voto “no positivo” en el Senado, que decidió la derrota contra el campo. La consigna “¡Cobos traidor!” y todas sus variantes estuvieron entre las más coreadas por la gente que hizo hasta ocho horas de fila para despedirse de Kirchner.
Una decisión clave, y polémica, fue que el velatorio se hiciera a cajón cerrado, a diferencia de lo que había sucedido con otros líderes populares, como Juan Perón, en 1974, y Raúl Alfonsín el año anterior. El féretro había llegado así desde El Calafate; la presidenta podría haber ordenado su reapertura, pero no lo hizo.
En una entrevista con el programa Terapia de noticias, de La Nación+, Grosman afirmó que “fue una decisión personal, íntima y respetable de su esposa, de Cristina, y de su familia”.
La presidenta le dio esa orden a Parrilli, que se la transmitió a Grosman. El director de la puesta en escena quedó convencido de que se debía al golpe en la frente que Kirchner se había hecho al rozar con la mesita de luz antes de desplomarse al suelo. Y se mostró aliviado: por su pertenencia judía, estaba de acuerdo con los funerales a cajón cerrado.
Sin embargo, el golpe en la frente no pasaba de un raspón, una herida muy superficial, según afirmaron los médicos y enfermeros que lo atendieron en El Calafate.
Lo mismo aseguró el funebrero Walter Yosver, quien ofrece otra explicación para la decisión de la presidenta:
“El cuerpo se estaba descomponiendo muy rápido. No estaba en condiciones de ser velado más tiempo a cajón abierto”.
El tercer argumento posible es político: la nueva jefa del oficialismo habría preferido que el último recuerdo popular sobre Kirchner no fuera el de una persona inerte, sin vida, sino el de un luchador –“un gladiador”, lo calificó Maradona– dispuesto a dar todo, hasta el último latido de su corazón, en la pelea al mando de los buenos.
En ese contexto, pretendía evitar que la imagen de su marido muerto fuera exhibida como un trofeo por los malos, por sus enemigos. “Cristina y el kirchnerismo no querían la foto de Néstor en la tapa de Clarín del día siguiente”, resume Francisco Muñoz, el periodista de agencia OPI Santa Cruz que los conoce tanto.
Todo convergía en ella; nada distraía la atención del público. También la escenografía, de una simpleza dramática: apenas el féretro, apoyado sobre una alfombra circular y cubierto con la bandera argentina, el bastón de mando del ex presidente, un pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo y la camiseta de Racing; un jarrón de rosas coloradas por delante y una cruz por detrás; cuatro granaderos de guardia, y un tapiz de coronas recostadas sobre las paredes pero sin tapar los retratos de San Martín, el Che Guevara, Perón, Evita, José Martí y Salvador Allende, entre otros personajes de la Patria Grande.
Tanto Grosman como sus colaboradores señalan que el velatorio de Kirchner en la Casa Rosada estuvo dentro de la línea estética que desde los festejos por el Bicentenario buscaba interpretar las ideas de la presidenta para “relatar una épica determinada” –una lucha–, cuyo objetivo era transmitir una ética; es decir, una serie de conceptos y valores sobre lo que está bien y lo que está mal.
“Nosotros no hicimos otra cosa que entender lo que pasaba por la cabeza de la persona que conducía y nos conducía”, aseguró Grosman a La Nación+ al explicar cómo se generó esa estética tan identificadora.
Una estética para una épica que expresa una ética; la fórmula general que resume el estilo Grosman. Junto con otros dos elementos: en cada evento, una idea muy clara sobre lo que se quiere contar y una producción de primer nivel para un espectáculo de masas.
El ex colaborador de Grosman, que pidió permanecer en el anonimato, cuenta que “nosotros no pensábamos individualmente los eventos. Primero, pensamos una idea general, que después se iba bajando y plasmando en cada acto. La verdad es que nosotros no controlábamos todo; ni remotamente. A veces salían cosas que ni siquiera habíamos pensado. Muchas veces hacíamos lo único que podíamos hacer, ya sea porque no teníamos tiempo o porque ésos eran los recursos disponibles. Lo que pasa es que, cuando las cosas salen bien, se buscan luego explicaciones estrafalarias”.
Según esta fuente, en la capilla ardiente en la Casa Rosada hubo varias decisiones obvias como, por ejemplo, la elección del lugar, al que luego se le atribuyó buena parte del éxito por su forma circular, que facilitó la tarea de las cámaras de televisión y del fotógrafo presidencial Víctor Bugge, quien desde la galería captó imágenes cenitales muy conmovedoras.
“Hay toda una fantasía ahí, pero fue todo muy natural –explica el informante–. Si vos entrás en la Casa Rosada por Balcarce 50, por la entrada principal, ¿dónde desembocás? En ese lugar, que tiene forma circular. El lugar ya estaba y, además, era el Salón de los Patriotas Latinoamericanos. No tenía sentido buscar otro. Más aún, si tenías que prever que llegaría mucha gente porque nosotros, cuando hacemos un análisis de un lugar físico de ese tipo, comparamos a la gente con el agua. Nos preguntamos: ¿qué haría el agua en estas circunstancias? ¿Para dónde iría? La conclusión: la gente iba a entrar por Balcarce 50, llegaría al salón, miraría el féretro mientras pegaba la vuelta y saldría por el mismo lugar, aunque por la otra puertita”.
“Lo mismo –agrega– con las cámaras de televisión. El lugar y la función te dan la ubicación de las cámaras. Entra la gente por aquella puerta, tenés que poner una cámara en diagonal para que la enfoque de frente. Después te preguntás quién más está en el lugar, quiénes son los otros actores principales. La presidenta y quienes la acompañan; los tomamos desde aquella esquina, y tenés que poner una cámara allí. Así tenemos los planos y los contraplanos. También debemos tener imágenes de la gente haciendo la fila; ponemos cámaras dentro y fuera de la Casa Rosada. Y necesitamos buenas fotos de toda la escena y de Cristina al lado del féretro, ¿qué mejor que desde arriba, desde la galería? Bugge subió y sacó esas fotos. Un fotógrafo excelente, de toda la vida en Presidencia”.
Bugge está por cumplir cuarenta años como fotógrafo presidencial. Un caso único en el mundo; un profesional muy prestigioso, dentro y fuera del país. Recuerda que el día del funeral entró en el salón junto con Cristina: “Había ya un grupo de parientes, amigos y funcionarios, pero nadie hablaba. El silencio era, como suele decirse, ensordecedor.
El único que podía hacer un ruido era yo, con la cámara. Pero tardé, hasta que el ingreso de la gente trajo un murmullo que me permitió sacar la primera foto sin molestar con el ruido de la cámara. Está la presidenta con sus dos hijos delante de un retrato de Perón. Ese fue el primer envío, a los cuarenta minutos del inicio del velatorio”.
“El segundo envío de fotos –recuerda– fue a la hora y media. Subí a la galería y saqué unas quince fotos; elegí una entre ellas, en la que no había nada más que la presidenta y el ataúd. Tenía un problema: la bota de un granadero en la alfombra; no quería usar Photoshop para borrarla por lo cual reencuadré y la alfombra no quedó redonda”.