Hasta hoy, el único contacto que Fernando Cáceres mantenía con el mundo exterior, fuera de su círculo íntimo integrado por su mamá Ramona, sus cinco hermanos, sus hijos y unos pocos amigos, era a través del teléfono. A once meses del intento de robo que lo dejó durante dos meses en coma y al borde de la muerte, el ex jugador de Independiente y de la Selección nacional acepta abrir por primera vez las puertas de su intimidad, aunque pide no ser fotografiado.
Al ingresar, uno descubre que tanto en la casa como en él, conviven imágenes del Cáceres de ayer y de hoy, que inevitablemente ya no es ni será el mismo. En la entrada hay una gran foto que lo muestra con esa típica sonrisa pícara, y una de su momento de mayor gloria, con la camiseta de la Selección. A pocos metros, está el altar que su madre le armó con los santos y estampitas que le regalaron durante los difíciles días de su internación.
Resulta increíble que esa persona a la que los médicos le daban pocas chances de sobrevida sea la misma que llega en una silla de ruedas, movilizada por su hermano Ramón, a tomar mate al comedor.
“Preguntá lo que quieras”, dice de repente y rompe el silencio. La rehabilitación, hoy una cuestión central en su vida, es el primer tema de conversación de este largo encuentro.
“ Contale a la gente que el Negro Cáceres está hecho una bala... ja, es un chiste malo pero bueno... estoy bien. La rehabilitación va lenta, pero es así. No te tenés que poner plazos, porque a veces no resultan. Hay que tener paciencia. Arranco a las diez de la mañana y sigo a la tarde, hasta las siete. A las ocho ya estoy en la cama. Lunes, miércoles y viernes tengo pileta y todas las tardes kinesiología, donde me ayudan a moverme y a hacer ejercicios en las paralelas. Termino así como me ves, muerto. Por eso te dije, soy más simpático por teléfono”, se excusa.
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