El 15 de agosto de 1972 veinticinco presos políticos se fugaron del penal de la ciudad de Rawson, en la provincia de Chubut. Seis lograron arribar a Chile en un avión secuestrado de Austral. En cambio, diecinueve
no alcanzaron el vuelo y quedaron varados en el viejo aeropuerto de Trelew. Mientras tanto, mantuvieron el control de la estación aérea y cuatro horas más tarde se entregaron sin lastimar a nadie. A pesar de ello, una semana después, en la Base Naval Almirante Zar, ubicada a pocos kilómetros del aeropuerto, fueron masacrados sin mediar palabra por un grupo de marinos y en donde sólo tres prisioneros pudieron escapar de la muerte.
Una conferencia de prensa. El ex legislador y abogado de presos políticos Hipólito Solari Yrigoyen recuerda que esa noche, el aeropuerto fue rodeado inmediatamente después de que llegaran los prófugos, por fuerzas navales al mando del capitán de corbeta Luis Emilio Sosa. Señala que los guerrilleros ante la imposibilidad de irse “se rindieron, pero antes dieron una conferencia de prensa”. Aprovecharon para agradecer la presencia del periodismo y explicaron el motivo de la operación. Solicitaron que un médico los revisara para certificar el estado de salud de todos los detenidos y solicitaron que el juez federal de Rawson, Alejandro Godoy junto al abogado Mario Abel Amaya, presente en el aeropuerto, actuaran como mediadores ante las tropas militares.
Los detenidos reclamaron “no ser torturados ni asesinados” y negociaron volver al penal de donde se habían escapado. No obstante, fueron engañados. Una vez que entregaron sus armas y antes de abandonar el aeropuerto, Sosa les comunicó que serían trasladados “provisoriamente” a la cercana Base Almirante Zar. El marino, además, les prometió “que en la Base obtendrían todas las seguridades que ellos buscaban”. Sin embargo, no cumplió. En las primeras horas de la mañana siguiente se paseó exultante entre los calabozos y les aseguró que “la próxima vez no habría negociación, sino que los iban a cagar a tiros sin miramientos”. Fue premonitorio. Entretanto, en Buenos Aires, el gobierno militar encabezado por el general Alejandro Agustín Lanusse reclamó al presidente de Chile, Salvador Allende, la detención preventiva de los prófugos que pisaron suelo chileno, y además, “ordenó recuperar el control del penal”.
Quienes lograron llegar a Chile fueron Roberto Santucho, Mario Osatinsky, Enrique Gorriarán Merlo, Roberto Quieto, Domingo Menna y Fernando Vaca Narvaja, la plana mayor detenida de FAR, ERP y Montoneros. Alejandro Ferreyra, autor del secuestro del avión de Austral en el que se fugaron seis convictos, denuncia que Lanusse pretendió recuperar el penal “a sangre y fuego. Exigió una masacre generalizada”. No obstante, agradece que el jefe del V Cuerpo de Ejército “desobedeció la orden y negoció la entrega del penal que estaba tomado por los presos sin derramar una sola gota de sangre”. Mientras tanto, los diecinueve detenidos fueron alojados en seis pequeños calabozos enfrentados entre sí y sólo separados por un angosto pasillo de no más de un metro y medio de ancho. Allí permanecieron una semana. Fueron interrogados por personal de civil, obligados a desnudarse y permanecer de pie durante horas. Siempre estuvieron custodiados por cuatro militares armados con pistola, puñal y ametralladoras. Tampoco pudieron conversar.
Padecieron el frío y varios simulacros de fusilamientos. Debido a ello, ninguno se sorprendió cuando en la madrugada del 22 de agosto fueron despertados a los gritos por Sosa mientras el cabo Marandino les abría los calabozos y Bravo vociferaba “que lo peor que habían hecho era meterse con la Marina” y les ordenaba formar dos filas en el pasillo sin levantar la mirada del piso. No se escuchó más nada. Lo siguiente fue el tableteo de las ametralladoras. No hizo falta más. Los presos ubicados en los calabozos delanteros cayeron fulminados.
En cambio, los del fondo se zambulleron en los calabozos y de esa manera: María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo Rene Haidar tuvieron la chance de sobrevivir. No obstante, no fue fácil. Bravo recorrió las celdas para completar su faena y que sólo se vio interrumpida cuando alarmados por los disparos llegaron al lugar otros marinos de la Base. Todo indica que los mataron sin piedad. Los cuatro disparos recibidos en la panza embarazada de Ana Villareal de Santucho confirma esa teoría. Sangre y pólvora. Igualmente, nadie atinó a decir nada esa noche. A lo sumo, se escuchó algún insulto o algún quejido por parte de algún herido que reclamaba una atención médica. El teniente de navío médico Juan Ricardo Lois Lisandro dormía esa noche a doscientos metros de los calabozos en la Base. Sin embargo, en su declaración testimonial declaró que no escuchó nada, que se enteró porque fue llamado para asistir a los heridos esa madrugada y que asistió al lugar junto al doctor Talavera. Además, reconoció que cuando llegó a la zona de calabozos se percibía olor a sangre y a pólvora, que l a mayoría de los detenidos “tenían impac tos en todos lados” y que cuando llegó el capitán Sosa le pidió que lo revisasen porque según él le habían tirado. El médico en su declaración manifestó desconocer quiénes fueron los autores del hecho y que cuando llegó al lugar se encontró “con ese estropicio”.
Finalmente, Solari Yrigoyen afirma que después del 22 de agosto la vida en el penal de Rawson cambió mucho. Los presos estuvieron un mes incomunicados y “las condiciones de detención se endurecieron de manera considerable”. El abogado señala que en Rawson se torturaba y se sometía a los presos a penas muy crueles, inhumanas y degradantes. Además, el ex legislador recuerda que, si bien el régimen de máxima peligrosidad del penal fue derogado al año siguiente de la masacre, fue “reinstalado por un decreto de la presidenta María Estela Martínez de Perón” poco tiempo después. Hace cuarenta años los marinos
implicados creyeron que no había sobrevivientes. Sin embargo, en todas las masacres suele haber alguien que se salva y lo puede contar. Así sucedió en los campos de concentración nazis, en Armenia o en Vietnam. También con los fusilados en los basurales de José León Suárez y en los campos de exterminio instalados a lo largo y a lo ancho del país a partir de 1976. Es posible que exista alguna razón inexplicable para que haya personas que a pesar del horror se salven para contar lo sucedido. Ahora, la Justicia tiene la palabra.