A menos de 48 horas de una derrota electoral que, tras las PASO amenazaba con ser catastrófica, el Gobierno nacional recuperó la sonrisa tras el fallo de la Corte Suprema de Justicia. Más allá de si los pronósticos y las denuncias de Elisa Carrió terminaron cumpliéndose, el relato kirchnerista demostró que sigue vivo al igual que el "proyecto" –entendido como perpetuación en el poder.
En el momento de aparente mayor debilidad política, con su líder enferma, sus ministros y funcionarios peleándose públicamente, un vicepresidente investigado por la justicia y la economía que se desangra, el kirchnerismo no se dio por vencido y reflotó como si fuese Highlander. Sólo el tiempo y la sociedad dirán cuánto benefició el ancho de bastos que le acercó Ricardo Lorenzetti al gobierno. Cuánto ganó Cristina y sus sucesores –si es que tiene alguno- de prolongar, entre sus fieles, el verso del pluralismo y la democratización de las comunicaciones y cuánto perdió enardeciendo, aún más, a la inmensa masa de la sociedad que le ha soltado la mano al modelo K.
El gobierno ha sido astuto en instalar temas de conversación en la última década. No sólo ha promovido debates necesarios en la sociedad, tanto como algunos superfluos, sino también la forma en la que el ciudadano debía pararse ante esos temas. Al dividir al pueblo entre buenos y malos, sin terceras vías, el kirchnerismo coloca a todo aquel que critica al fallo de la Corte en empleado de Héctor Magnetto o cómplice del grupo Clarín. Lo mismo hizo con la política de derechos humanos. Nadie puede estar en contra de la reparación histórica que han significado los juicios a los represores como tampoco a la búsqueda de los nietos. Pero, todo aquel que critique la utilización política de la noble bandera de los derechos humanos y que denuncie la cooptación simbólica y económica de algunos organismos de Derechos Humanos, para el relato, es un Videla en potencia.
El fallo de la Corte sería ejemplar en un país normal en el que los medios públicos no se dedicasen a escrachar al que piensa distinto o a ningunear al opositor. La última de sus víctimas es un actor y cómico que escribió un twitt cuestionando la supuesta bancada de Juan Cabandié durante la última dictadura militar, aunque sea en pañales. En un país pluralista, en serio, en la programación de un canal público podrían convivir un periodismo cercano al gobierno con algún espacio de debate que incluyese investigaciones que no tuviesen únicamente que ver con que si el gobierno de la ciudad cumplió o no con la recolección de basura todos los días o si los subtes funcionaron correctamente. En un país con medios de comunicación públicos, como la palabra lo indica, todos los sectores de la sociedad deberían estar incluidos: desde los pueblos originarios perseguidos en provincias gobernadas por caudillos que reivindica el pluralismo bobo, a las madres que denuncian a los narcotraficantes y a los punteros que hacen negocios con sus hijos, pasando por los políticos que sufren aprietes en el interior del país hasta los padres que perdieron a un familiar por “los hijos del poder” y no solo aquellos que son reivindicados por la Presidenta de turno.
Además de plural, serían federales. Es llamativo que los medios que dicen escuchar las voces de todos los rincones del país, se la pasan hablando del gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Para ellos, el interior sólo existe para mostrar un plato autóctono, escuchar una chacarera o promocionar algún intendente amigo. Para el falso pluralismo, el periodismo de denuncia sólo es aceptable si el investigado es opositor.
En un país normal, los medios de comunicación no deberían depender de la pauta publicitaria del gobierno que se reparte discrecionalmente. En ese país, las leyes se cumplirían para todos por igual. Nadie podría decir ni pío si un poderoso grupo mediático es obligado a desinvertir parte de su capital como así también, un gobierno a cumplir con las sentencias judiciales a los jubilados o devolverle su puesto de Procurador de Santa Cruz a Eduardo Sosa. En un país normal, el poder político no se la pasaría cuatro años hablando y gastando millones de pesos en difundir su visión sobre un tema determinado incumpliendo, al mismo tiempo, otras leyes que la Corte Suprema de Justicia también ha exigido su inmediato cumplimiento. Allí están los habitantes que conviven con la contaminación del Riachuelo aguardando, más allá de si sus gobernantes ganan o no la madre de todas las batallas contra el grupo Clarín, que alguien escuche a esa misma Corte Suprema de Justicia que sentenció que los gobiernos, de la ciudad, provincial y nacional, tenían que sanear la cuenca hídrica de La Matanza.
Ese país normal es el que, en la primera parte del fallo, la Corte Suprema de Justicia cree habitar. Pero, lamentablemente, en la Argentina actual, el pluralismo y la diversidad, pertenecen al 33% que banca al modelo que se proclama, cínicamente, como inclusivo.
(*) Especial para Perfil.com. En Twitter: @luisgasulla