Eran las cuatro de la tarde, la ansiedad corría por las venas del gobernador tucumano José Alperovich y varios funcionarios que esperaban en el aeropuerto Benjamín Matienzo de Tucumán la llegada de los jefes de estado. La autopista que conecta la ciudad con la aeroestación se atestaba de personas que, con pancartas representativas de sus jefes políticos, debían vivar el paso de los mandatarios, con especial acento en Cristina Kirchner.
Sin embargo, en el horizonte se divisaba una postal cotidiana de este Tucumán tan bizarro como inexplicable. Tres columnas de humo se elevaban desde los cañaverales, produciendo la conocida "lluvia negra", esa que cae sobre las ciudades de esta provincia a pesar de estar penada por ley.
Esta actividad ilícita no falta nunca a pesar de las campañas y de los controles que dice hacer el departamento de policía encargado de este control. A esto se suma también el olor pestilente que emanan los ingenios y el hollín que tiran al aire sus chimeneas.
Esta es parte del otro Tucumán, productivo pero contaminante, el mismo que gasta diez millones de pesos para recibir con todo el glamour a los visitantes, pero no puede controlar el delito ambiental, que se produce en las propias narices del poder.
*Especial para Perfil.com.
