Los lamentables acontecimientos que volvimos a vivir en las últimas semanas, y en los que desde el
máximo nivel del poder se intentó que nuevamente una parte de la población se enfrentara con otra,
tuvieron, sin embargo, algunos aspectos para rescatar.
El más importante, seguramente, es que excepto ciertas fracciones radicalizadas y a sueldo
del poder, el grueso de la población del país, tanto del interior como de las grandes ciudades, no
cayó en semejante jugada y, por el contrario, rescató fuertemente el rol del interior y, más aún,
del sacrificado hombre de campo.
También, aunque las formas del reclamo (cortes de ruta, por ejemplo) son objetables y
causaron innumerables problemas, el resto de los sectores aceptó el hecho e, incluso, adhirió y
respaldó la medida.
Sin embargo, tal vez lo más importante pasó por otro plano muy distinto. Fue el contundente
impacto político de un hecho que cobró casi las características de “inédito”, y no sólo
por la duración sino, más bien, por la instantánea generalización y la adhesión que logró en otros
sectores.
Sin duda, va a haber un antes y un después del paro del campo. Para los gremios que vieron,
como el de camioneros, su hasta entonces absoluto poder, ahora recortado por un grupo de
chacareros. Para los intendentes, legisladores y gobernadores que debieron –y deben–
salir a dar explicaciones a sus votantes. Muchos tuvieron que pronunciarse ante la exigencia de la
gente, y a pesar de la “inconveniencia”, ante el oficialismo. En muchos sentidos, fue
casi como recuperar la transparencia perdida.
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