A esta altura, cabe preguntarse si el país perdió cuatro meses de vida útil, porque después del fragor de una de las guerras más duras que se recuerdan entre sectores en épocas de democracia, todo volvió a fojas cero. Pero la experiencia, sin duda, fue de una riqueza superlativa, como suele ocurrir en la vida de las personas cuando atraviesan crisis casi terminales.
La histórica votación del Senado marcó un antes y un después en la era del Kirchnerismo. Si la Presidenta y su entorno logran leer correctamente la experiencia, advertirán que lejos de haberles provocado una derrota, los legisladores de la Cámara Alta simbólicamente les salvaron la vida.
Lo hicieron porque la imagen negativa de Cristina Kirchner y su esposo habían caído al lugar más bajo que conocieron desde que se instalaron en la cúspide del poder. La obcecación, la miopía, el empecinamiento, el enojo, que estuvieron exhibiendo desde que estalló el conflicto con el campo, si no se corregían desde afuera, la hubieran sumido en una debilidad insuperable.
Cristina Kirchner ahora gobierna un país que alborozadamente retomó la calma y la normalidad, esa que perdió cuando el 11 de marzo pasado un oscuro y ahora casi olvidado ministro, Martín Lousteau, tuvo a su cargo el anuncio, como si fuera propio, de la medida más desacertada elaborada por el kirchnerismo.
La norma de las retenciones nació de nalgas: no fue consultada, analizada, sopesada con ninguna persona que sepa realmente sobre cuestiones de campo y de impuestos, y se lanzó así, sin más, y así fue recibida.
Lejos de dar algún paso atrás que le hubiera ahorrado al país la grave crisis que atravesó, la Presidenta -a instancias de su esposo- fue por más. En todos estos meses nadie parece haberle aconsejado que tratara de buscar una verdadera solución a la pelea con el campo, en vez de recurrir a las chicaneadas y las audiencias inútiles que efectuó y que sólo acicateó más el rechazo de la dirigencia y los hombres que viven de la producción agropecuaria.
Mil y una razones se esgrimieron desde el poder para justificar una medida de una injusticia flagrante. Ninguna convenció, tal vez porque nunca se dijo la verdad de su génesis a la sociedad. Se ensayaron argumentos tales como que se aplicaban las retenciones para que "la mesa de los argentinos no careciera de alimentos básicos". Una falacia total, ya ampliamente probada, en la que se pasaba olímpicamente por alto uno de los problemas de fondo más acuciantes de esta administración, que es que la mesa no está completa porque la inflación devora sus ingredientes.
Se ensayó luego que se aplicaba el impuestazo para lograr la redistribución de la riqueza y hasta se anunció un pseudo plan para mejorar hospitales, escuelas y demás, cuando en realidad, el Gobierno venía vanagloriándose desde tiempos de Néstor Kirchner de sus históricos y continuos superávit que, a confesión de parte, relevo de pruebas, entonces nunca se habían aplicado para mejorar la vida de los que menos tienen.
Finalmente se expuso que era necesario para pagar la deuda externa. ¿No era que ese ya era un fantasma desparecido de la vida del país? Otra vez, a confesión de partes...
Lo cierto es que el cúmulo de desaciertos del Gobierno no podía si no desembocar el rotundo fracaso que lo golpeó. La sociedad se inclinó cada vez más a favor de los reclamos del campo y los legisladores no tuvieron más remedio que acompañar esa postura.
Mientras tanto, el país se hundía en la falta de crecimiento y el aumento de la inflación, y se había adueñado en la gente la sensación otra vez de desesperanza, inmovilidad, falta de proyección hacia el futuro. Así volvió a crecer el riesgo país y cayó como nunca la imagen del Gobierno en la sensación de la opinión pública.
El resultado de la votación de la madrugada del jueves entonces fue una amplia mano que no golpeó, sino sacó al Gobierno del borde del abismo en que se había colocado casi con voluntad de kamikaze.
Hoy se habla de un supuesto resurgimiento del radicalismo gracias al ahora presuntamente heroico vicepresidente Julio Cobos. Cobos tuvo el acierto de votar a conciencia y así devolvió al imaginario social la confianza perdida en el Parlamento, pero lejos estuvo ese gesto de generar un renacimiento del partido que sigue disperso y sin ninguna claridad de proyección.
Cobos, en definitiva, no fue el excluyente autor del resultado de la votación. Antes que él, la mitad del Senado, donde convergieron oficialistas y opositores, había dicho "no"a las retenciones.
Algunas figuras recuperaron protagonismo y buena imagen en la opinión pública, como Carlos Reutemann y Felipe Solá, pero tampoco el éxito durará para siempre.
Hoy es la hora de Cristina Fernández. Si desempolvara las ideas, los discursos y los métodos que había lucido en su excelente etapa de legisladora, en vez de seguir sumisa los pasos de su esposo, estaría consiguiendo una oportunidad de oro para llevar por fin a buen puerto no sólo a su gobierno, sino también a su país.
Si hubo grandes perdedores en esta contienda, estos tal vez estén resumidos en la propia figura de Néstor Kirchner y de los sindicalistas y piqueteros oficialistas que usó a placer para llenar cuanta plaza intentó para su propio autohalago. Ninguno de ellos pudieron frente al clamor de la gente del campo y de sus adherentes, enormemente superiores en cantidad que el magro ejército de oficialistas que fueron acarreados para llenar las plazas del "sí Kirchner".
Dicen que el Gobierno prepara una serie de anuncios para recuperar oxígeno, entre los que figurarían modificaciones en el Impuesto a las Ganancias para los trabajadores, mejoras en los haberes jubilatorios, y otras medidas largamente esperadas por la gente.
Ese sería un muy buen punto para que Cristina Kirchner se refunde a sí misma y para que el país, de una vez por todas, transite por largo tiempo el indispensable camino hacia la normalidad.