En los noventa me tocó asesorar a un grupo chileno que se hizo cargo de una de nuestras más emblemáticas empresas estatales. La idea de los hermanos trasandinos era convertirse en una compañía "querida"; es decir, héroes que venian al rescate.
Los ejecutivos iban de acá para allá, ensayando sonrisas frente a un auditorio interno que les escupía el café (literal), y uno externo que les demandaba soluciones mágicas.
Fue la primera vez que choqué de frente con el siguiente concepto: si para Juan Bautista Alberdi gobernar es poblar, para muchos empresarios posicionar una empresa es "hacerse querer"; sobrevaloración del afecto que conduce a callejones sin salida.
Por supuesto, los convencí de que antes de encariñarnos con un chileno (todavía no habían desembarcado "Manguera" Valenzuela y Benjamín Vicuña), los argentinos éramos capaces de abrazar a una boa constrictora. Eso sí, valorábamos su creciente eficiencia. ¿Por qué empeñarse con el amor cuando es posibleconstruir desde el respeto? Peor aún, cuando la búsqueda del amor ahuyenta el respeto.
El nudo de la gestión de Cristina Kirchner puede resumirse así: nosotros no la "queremos", y ella está enamorada de un pueblo inexistente. Acá también funciona eso de las culpas compartidas. Que la presidenta está lejos de ser querida salta a la vista. Aunque todos los políticos populistas irritan a los ricos, Cristina suma la originalidad de desconcertar a los pobres.
La nota completa puede leerse en la nueva edición de la revista Noticias.
(*) Publicista y Filósofo.