Es la 1.30 a. m. del sábado 24 de agosto de 1991 y me encuentro desnudo, con los ojos vendados, amordazado y con las manos atadas dentro de un ataúd. Intento entender por qué estoy dentro de una van sin ventanas y con rumbo desconocido.
Quince minutos antes estaba regresando a mi casa después de jugar a las cartas. Dos hombres corpulentos se me abalanzaron. Mi primera reacción fue pensar que se trataba de un asalto. Me golpearon fuerte y quedé algo atontado.
Unos minutos después tomé conciencia de que no se trataba de un robo, como pensé inicialmente. Me estaban secuestrando.
Menos de una hora más tarde estoy en calzoncillos en una caja más grande, de apenas dos metros por dos metros, con paredes de machimbre, sin ventanas, en un sótano, con las dos piernas encadenadas al piso. Hay un colchón viejo en el suelo y una manta. Solo puedo estirarme para alcanzar un pequeño inodoro químico. En un rincón hay un viejo televisor en blanco y negro y un pequeño velador destartalado.
En ese lugar comencé a vivir los días más traumáticos de mi vida.
Pasaba largas horas acostado, con la mirada puesta en un agujero circular en el techo, de unos diez centímetros de diámetro, desde el que mis secuestradores bajaban a través de una cuerda una pequeña bolsa con comida dos veces por día. Cada tanto, en lugar de la bolsa colgaban un pequeño grabador y el diario del día para que grabara los titulares y pudiera demostrar que aún estaba vivo. Ese agujero y el televisor eran mi único contacto con el mundo exterior.
Como había visto en tantas películas, estaba a merced del secuestrador malo y del secuestrador bueno. Me tocó escuchar las voces de ambos. Uno de ellos me pedía una y otra vez que me parara exactamente bajo el agujero del techo para poder dispararme en la cabeza. La otra voz llegaba durante las madrugadas. Era la de un hombre que me anunció desde el primer momento que para él yo sería Mario. No sé por qué, pero lo bauticé con el mismo nombre. Él también fue Mario para mí.
Las conversaciones con Mario se prolongaban durante las horas de la noche, en medio de un silencio aterrador. Su voz me llegaba a través de aquel pequeño agujero del techo. Ambos descubrimos nuestra pasión compartida por Boca Juniors. En una de aquellas charlas le conté a Mario que desde chico soñaba con llegar a ser presidente de Boca. Cuando le preguntaba sobre mis posibilidades de salir de allí con vida, Mario me respondía siempre que él no iba a permitir jamás que mataran al futuro presidente del club.
Apenas llegué a aquella caja descubrí junto al colchón una caja con pastillas. Me dijeron que eran píldoras para poder dormir. Como un gesto inútil de rebeldía me negué a tomarlas. Todas las madrugadas, después de hablar con Mario, apagaba la lamparita para intentar dormir. Estaba seguro de que iba a enloquecer si no dormía aunque más no fuera por un rato.
Al despertar, después de un sueño de no más de cuatro o cinco horas, pasaba largos momentos quieto, en silencio y en penumbras. Tenía una sensación muy extraña. Intentaba convencerme a mí mismo de que seguía durmiendo y que todo lo que me rodeaba formaba parte de un sueño. Pese a sentir las cadenas en mis tobillos creía que una vez que encendiera la luz estaría acostado en la cama, en mi dormitorio, en mi casa.
Los titulares de los diarios de agosto de 1991 hablaban del colapso de la Unión Soviética, de la declaración de independencia de Ucrania y de Carlos Menem, que llevaba ya dos años en la Presidencia de la Nación. Se hablaba de la reciente convertibilidad, que desde abril había establecido que en la Argentina un peso valía un dólar. El fútbol local atravesaba un duro conflicto por los derechos de televisación de los partidos.
En aquellos días pasé por todas las emociones y por todos los estados de ánimo imaginables. Por momentos tenía la certeza de que me iban a matar. Al fin y al cabo, según supe semanas después, ese y no otro fue el destino de siete personas secuestradas por la misma banda de excomisarios y represores que habían actuado durante el último gobierno militar. En el televisor veía algo de lo que sucedía en la realidad: las personas seguían con sus vidas.
Pero el jueves siguiente todo cambió y mi corazón se estrujó de angustia. Vi en la minúscula pantalla de la TV que un ejército de camarógrafos hacía guardia frente a la casa de mi padre en Barrio Parque. A los gritos, papá intentaba hacerse escuchar por los periodistas, hablándoles desde su balcón. Al cabo de pocos días, en los que por razones de seguridad solo un puñado de personas cercanas estaba al tanto de mi desaparición, el secuestro se había convertido en la noticia excluyente en los medios de comunicación. Tenía apenas treinta y dos años. Las imágenes de mis tres hijos y de todos los miembros de mi familia aparecían en la pantalla y en mi cabeza de manera constante. Los extrañaba y temía no volver a verlos jamás. Me abrumaba un fuerte sentimiento de culpa por el sufrimiento que les causaba. Al verlos, mi angustia crecía más allá del límite de lo soportable. Me desesperaba la preocupación que veía afuera, en ese lugar que me parecía inalcanzable.
Allí, en el sótano, aprendí a permanecer largas horas en silencio, esa vieja costumbre calabresa que le vi practicar durante mi infancia a mi abuelo Giorgio, el papá de mi papá. Estar secuestrado es una experiencia terrible que no le deseo ni a mis peores enemigos.
En medio de aquel silencio solo atravesado por alguna gotera, el murmullo del televisor o el rumor de un auto pasando por la calle —aún no sabía que estaba bajo la avenida Juan de Garay, en el barrio de Constitución—, me dedicaba a pensar. Pensar era mi manera de sobrevivir al cautiverio.
Quería vivir. Pero eso ya no dependía de mí. Era una decisión que escapaba a mis posibilidades. Y pensaba, una y otra vez, en cómo podría llegar a ser mi vida si era que mi vida iba a seguir conmigo. A esa altura, era apenas un “pescadito”, como me llamaban mis captores, que veían en mí al delfín, al primogénito, al heredero de Franco Macri. En aquel tiempo trabajaba a la sombra de mi padre al frente de Sideco, su empresa constructora.
Es paradójico, pero de pronto empecé a pensar en grande. Out of the box, como dicen los americanos. Por fuera de la caja, en este caso, literalmente. Pensé que si salía vivo, mi vida cambiaría por completo. Recuerdo una conversación que tuve con un amigo de mi padre cuando tenía quince años. Me dijo una frase que me quedó grabada: “Va a llegar un momento en tu vida en el que vas a tener que elegir: o ser o tener”.
Pensé en hacer cosas que ayudaran a la gente a vivir mejor. Pensé en cumplir mis sueños de la infancia. Pensé que la vida, que no da revanchas, a mí me podía llegar a dar una segunda oportunidad. Pensé en ser libre e independiente. Pensé en Boca, pensé en la gran ciudad en la que estaba. Pensé en la Argentina y en tantas cosas que se podrían cambiar. Pensé en algo que no tenía nombre para mí y que luego supe que se llamaba vocación de servicio. Yo, que había recibido todo, pensé que si lograba salir con vida habría llegado el momento de comenzar a dar. Tenía, creo que por primera vez, la capacidad de elegir mi futuro. Había encontrado mi propio para qué.
Tras el pago del rescate se produjo un intervalo sin ningún contacto con mi familia. Tuve la certeza de que mi muerte era inevitable. Desde mi encierro, por las noches, Mario me contaba que mis captores discutían acerca de qué iban a hacer conmigo.
Pasaron tres días en los que no podía determinar quién estaría peor, si mi familia o yo, hasta que una madrugada decidieron mi liberación. Una voz me ordenó que me pusiera de espaldas y escuché por primera vez el chirrido de la puerta de la caja al abrirse. “Te vas. Ponete este jogging.” Era la voz de Mario y sentí su mano sobre mi hombro. Cuando me soltaron en el medio de la nada, sentí que había vuelto a nacer.
Había llegado el momento de elegir otra vida. Una vida nueva que me llevó de la mano de miles, luego de centenares de miles y finalmente de millones de personas hasta lugares que solo existían en mis sueños más audaces e inconscientes.