Leer Las Escuelas, de Adriana Amante es entrar en un juego de espejos constante. Como si cada signo propusiera su otra cara del binomio, articulándose con el siguiente, y así armando algo que se parece más a la obra de Jorge Macchi que ilustra la tapa, Eraser Head que a un uróboro: unos lápices que se unen en vértices, generando ángulos un tanto irregulares hasta que la punta (la cabeza) se toca con el borrador. Quizás esa imagen, con todas sus interpretaciones abiertas a la imaginación de quien observe, contenga su primera declaración: escribir una historia es una carrera contra la posibilidad de que se borre.
"En la literatura, lo importante no es la verdad", dice Adriana Amante.
Empezar a leer Las Escuelas con una explicación es casi una traición. Justamente la autora es una de las más importantes especialistas en literatura argentina del siglo XIX de Argentina. Pero en esta novela, uno de los principales desafíos fue despojarse de la capacidad de encontrar sistemas y entender lo que puede un texto y permitir que la escritura suceda.“Tomé decisiones que tenían que ver con la autonomía de la novela, que no hubiera tomado en ningún libro de ensayo”, dice Adriana Amante, en diálogo con PERFIL.
—¿Como por ejemplo?
—La decisión de no poner comillas u otro tipo de ausencias. De todos modos, por momentos una escritura cuidada hubiera sido compatible porque la narradora es, por decirlo de alguna manera, una traga. Pero el desafío era hacer que hubiera una autonomía donde ese discurso debía ser escrito sin marcaciones de metadiscursos, corrección extrema, sin bastardillas, por ejemplo. También hice un uso muy cuidado de la palabra “escuela”. En determinados momentos tenía que aparecer en mayúscula, para que se entendiera que se trataba de la de mecánica, sin tener que escribir siempre el nombre completo.
—Es casi un trabajo de edición.
—Quería evitar leerme o releerme como crítica literaria. A mi en general me molestan esos textos tan evidentes que hacen que la crítica se anquilose en esa evidencia. A veces se plantea algo como si fuera insólito, nuevo, exclusivo, pero lo cierto es que muchos abordajes críticos dicen siempre lo mismo, de tan servida en bandeja que está la lectura. Entonces hice prevenciones, pero evité sobreleerme o sobreescribirme. Seguí el consejo de David Oubiña y María Negroni: que no aparezca Adriana Amante. Yo soy una persona que trabaja con estructuras y demás, pero acá solo importaba si la rumia del capítulo anterior me había dejado a las puertas de algo.
—¿Al acercarte a esta historia, siempre supiste que estabas escribiendo una novela?
—Creo que no. La memoria funciona con una austeridad que me importaba para la escritura. Pienso en Varia Imaginación, de Sylvia Molloy. Esos textos breves que plantean algo que a veces es absolutamente cotidiano, pequeño, hasta banal, pero que adquieren existencia y envergadura por el modo en que ella va urdiendo eso. Entonces, no digo que sea igual, pero sí creo que hay ahí una enseñanza acerca de lo breve virtualmente encadenado, que fue formando una historia que terminó siendo una novela.
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Las Escuelas cuenta la historia de una amistad herida de guerra por la última dictadura militar argentina. Si bien, al enmarcar una ficción en esas coordenadas históricas aplica la pregunta ¿qué núcleo familiar, amoroso, amistoso o político no fue dañado durante la última dictadura militar?, acá hay una circunstancia concreta que hace todo más difícil. La memoria de la niña que le da forma a un yo lírico que por momentos se estira hacia la adultez, está evocando su amistad con la hija de un director de una escuela de formación de suboficiales de la Armada. En esa delicada frontera entre el amor y el horror pivotea la memoria de la protagonista que logra no solamente tramar un lenguaje, sino también trillar la historia individual de la colectiva, ofreciendo un singular ejercicio de memoria (con minúscula, pero también con mayúscula).
“No desconozco que el libro quiere aportar algo frente a un vacío de una parte específica de la memoria social, política, colectiva, histórica, a la que quise contribuir. Pero no quería que eso fuera su sostén o su fundamento principal. Trabajé con una memoria emotiva que no está desvinculada del acopio que pude ir haciendo de testimonios, documentos, datos comprobables, digamos. Pero, en ese proceso que hice de escritura, si bien trabajé con lo que yo podía recordar o lo que podía recuperar, el trabajo que quise hacer fue con el lenguaje, con la cohesión léxica. Porque así empezaba a operar mi memoria, o yo la forzaba para que operara de esa forma.
—Esa articulación con la memoria histórica debe haber sido ardua.
—Sí. Hubo un fin de semana en el que me trabé mucho con la escritura, en el que cometí el error de volver a mirar los materiales que se habían desclasificado en relación con Sudáfrica. Y me resultó abrumadora la cantidad de información que intenté recuperar. Entonces no pude escribir, y me di cuenta de que no iba por ahí, que yo tenía que seguir trabajando el modo en el que creo que las cosas fueron o bien podrían haber sido. O que forman una urdimbre concreta: el modo en que la memoria procesa lo que puede, lo que intenta, y también deja ir lo que se le escapa.
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—Respecto a la cohesión léxica, es como si algunas palabras contaran una historia en tu memoria.
—Sí. Es que que el sustrato de esto es la memoria colectiva, y la novela es una manera de contribuir a algo que me excede individualmente, que puede tener una implicancia más social e inevitable de cosas que yo pensé en una época que no eran útiles como testimonio. Y entonces nunca se me ocurrió que yo podía testimoniar en un sentido explícito. Pero la ficción muchas veces contribuye a llenar algunos de esos vacíos que la situación social o lo que llamamos realidad generan.
—Hay una ambigüedad constante en la novela, que no apela a la confusión, sino a la inocencia.
–Hay un horror que se está construyendo ahí, una inocencia y una ignorancia que quizás es el lugar en el que pivotea eso que vos llamás ambigüedad. Y puede ser indecisión o puede ser otra cosa. La memoria fluctúa todo el tiempo y las cosas se recuerdan como quizás fueron, como podrían haber sido, como es factible que hayan sido, pero también lo importante es que una vez que se formulan generan un efecto de realidad inevitable, digamos. Lo pienso a través de un ejemplo al que no le llego ni a los talones: Emma Zunz, de Borges. Hay algo verídico en la cosa que, con el cambio de algunos dos o tres nombres, modifica todo.
—¿Hasta la verdad?
—En literatura lo importante no es la verdad. En este caso, al menos, esa legítima veracidad. Yo quise que intervinieran también los sentimientos, además de los hechos. Y eso, eventualmente, puede contribuir a tejer algo genuino o legítimo. ¿No?