Es un hecho: he perdido el apetito. Los alimentos larga duración suministrados a diario por los guardias se acumulan ahora sobre la plancha de zinc del apoya-valijas. No queda espacio en los estantes del ropero, atiborrados como están, no sólo de comida, sino por todo lo que me acercan los afectos por mensajería. Hoy es el octavo día del confinamiento hotelero y ya no me divierte ser miembro plástico del decorado en el set de El día de la marmota. Además del apetito, he dejado de lado el humor.
Desde las 13 horas de ayer no he ingerido bocado. Lo último fueron unas castañas que compré -para matar el tiempo- durante mi estancia en el aeropuerto megaflash de Dubai, diez horas a la espera del vuelo que me depositó finalmente en Barcelona. Me mantengo a café durante la mañana; por las tardes, té en hebras. Capaz, luego de escribir esto, incorpore una manzana.
Observar a mis vecinos por la ventana perdió el encanto inicial. No me causa gracia, a ellos tampoco (lo noto cuando asomo el esqueleto y clausuran la exhibición íntima con el cierre iracundo del cortinado, como si escaparan del barrido perturbador del onanista). Aburrido, extenuado por el encierro, busco algo para hacer en las horas chicle. Los ejercicios físicos no me atraen más (mido 1.90 y me rodean demasiados obstáculos), la televisión me apena hasta la lágrima, algunos libros confiados por amigos ya los liquidé, otros los empecé y abandoné, quedaron dos sin abrir. En cualquier caso, no me dan ganas. La conexión en el penal de la ponzoña es pésima, no me permite ver películas siquiera. Aunque, de lograrlo, tampoco sé si me contentaría.
Diario de cuarentena: la fantasía de los aislados
Me dedico entonces a la última salvación del monigote atolondrado. Horizontal, con los pies desnudos, musculosa y calzones lastimosos, acciono el pulgar que conduce al placer extático del desesperanzado. En la pantalla del celu se suceden los whatsapp a velocidad mach. Detengo el chorro en un mensaje que me convoca no por su contenido (no llegué a leerlo aún), tampoco porque estimule mis glándulas perceptivas -son palabras impresas sobre un papel y ya-, sino, creo entender –no le quitemos trabajo a los conductistas psi-, por el comentario de uno de los integrantes de la pandilla, que se refiere a ese texto (es una fotografía de una hoja impresa, pegada con scotch en una pared) de la siguiente manera: “En este país están todos locos”.
El escrito en cuestión expresa más o menos lo siguiente (resumo): “La vecina del 2°B y los del 4°C nunca salen al balcón al aplauso a los médicos a las 8 (…) Sin embargo cada día salen con el perro hasta 4 y 5 veces y algunas veces tardan más de 20 minutos en volver (…) Propongo que todos llamemos a la Policía cada vez que salga alguien (…) ¡Gracias a todos los que cumplen!”.
Me enjugo los ojos, toso un poco para aclararme la garganta, doy paso a mi comentario que refuerza, en efecto, que este país y la ciudad de Buenos Aires sobre todo -santuario de los irritados-, es una usina colosal de dementes. “¿De dónde sacaste esto?”, pregunto al emisor. “Me lo mandó una amiga -responde-, lo vio pegado en la pared de entrada de su edificio”.
Acto seguido procedo como se debe actuar en estos casos, sin macerar pensamiento. Lo importante en estos menesteres es la velocidad de acción. Debemos ser los primeros en transmitir para, por un lado mostrar que tenemos recursos (humanos y técnicos), muchas primicias (en el anquilosado ecosistema cibernético, jugamos a ser periodistas-investigadores con buenos contactos y mejores conjeturas), porque de lo contrario podría volverse como un chiste contado dos veces: pierde la gracia. Seguro de mí mismo, refuerzo, reenvío la imagen a otro grupo, nutrido por mis amigos más cercanos. Del otro lado, en respuesta recibo la misma foto-cartel y un mensaje copiado de un amigo de mi amigo que dice: “Me lo mandó mi primo. ¿Podés creer que lo pegaron en la puerta de su edificio?”.
Relato de un confinado en un hotel de cuarentena
Como si se trataran de enigmas pergeñados por Poe, el dilema lo define otro más atento al resto que apresura: “¿Son gomas? ¿No ven que dice Oviedo? Hasta donde yo sé, Oviedo queda en España”. Tema resuelto. (En el resumen esbozado arriba obvié referirme a Oviedo -sí dejé el horario de las 8, aunque sabemos que nuestro país aplaude a las 9- porque, como en el caso del chiste contado dos veces, mi coartada hubiera carecido de sentido.)
Hundido en el colchón queen, despatarrado, con las almohadas diseminadas por el interior la cueva vip, decido esquivar nimiedades y hacer un picadito por los portales de noticias. Me entero que un exparticipante de Gran Hermano (auténtico motor productivo) fue detenido en las últimas horas por la división Cibercrimen por propagar información falsa sobre el coronavirus y de ese modo inyectar miedo infundado en los lectores (parece que es un influencer). Nada nuevo: vale recordar que el ciclo pandémico en nuestro país abrió con la circulación de una declaración (tergiversada) de una especialista milanesa (real) que daba recetas sobre la cuestión. O sea: los cocineros de mentiras se cuidaron esta vez de utilizar un nombre verdadero (constatable con un clic), con un comunicado real (aunque deformado), para sus cometidos (des)informativos. Recuerdo que el año pasado, cuando sucedió el eclipse que tuvo en vilo a San Juan, trascendió un supuesto mensaje de una supuesta especialista española que alertaba a los argentinos sobre el carácter nocivo del asunto. Gente cercana con instrucción universitaria me reenvío el mensaje con la advertencia: tené cuidado con tus hijos, que no miren la tele ni el celumientras dure, porque se quedarán ciegos. Plop.
Un estudio señero en la materia, realizado por el MIT, revela que el 60% de los consultados durante la investigación -mayores de 18 años- aseguraba saber diferenciar sin problemas una noticia falsa de una auténtica. El resultado arrojó que en rigor sólo un 14% logró detectar las disimilitudes. En los nativos digitales el índice araña el 3 %. El mismo estudio manifestó otro dato estremecedor: las noticias falsas circulan siete veces más rápido que las verdaderas. Habría que acercarle a los cráneos de la entidad norteamericana la inquietud surgida por el Caso Oviedo: no sólo no sabemos si en efecto está colgado en un edificio de esa ciudad, sino que hay individuos -a más de 10 mil kilómetros del lugar- que se adjudican la cercanía para darle fidelidad al reenvío. Hablemos de psicopatía, ¿dale?
El Caso Oviedo es, por si hiciera falta aclarar, una pavada instrumentada por un escolar con problemas de atención si lo comparamos con lo efectivas que resultaron las fake news en algunas elecciones presidenciales, poniendo en jaque al conglomerado de democracias occidentales.
Una noticia, guisada en las entrañas del periodismo profesional, requiere de un aceitado aparato productivo que el lector medio desconoce -no tiene por qué; yo tampoco sé cómo se elaboran las golosinas a escala industrial… aunque pensándolo bien, tampoco quisiera enterarme-. Pero en una comunidad planetaria tan permeable deberíamos esperar otras competencias. Ojalá -y parafraseo el comunicado difundido por ENACOM- en estos tiempos de distopía alucinada, los ciudadanos atormentados consigan, además de cortar con el encadenado pandémico, talar de raíz los mensajes zoquetes que circulan por infinidad de canales nocivos. Por un mundo con más y mejor periodismo. Amén.