Hoy la vecindad carcelaria amaneció apagada. La tenue aunque persistente llovizna tiñe el edificio con los tintes plomo del concreto. En rigor, no debería atribuirlo al mal clima, lo percibo conforme pasan los días. Las pibas de la primera planta dejaron desinflar los parlantes; el crispado no tiene a quien repudiar, carece de estímulo. Son pocos ya los que cruzan experiencias y novedades picoteadas de la tele desde las piezas a través del corredor tumbero. El presidio cheto ha claudicado; sucumbe cabizbajo frente al ramalazo fértil del desánimo.
Desde la ventana paseo la vista por el ala contrafrente como James Stewart. Tironeado de los grises -como decía Néstor Sánchez-, mordiéndome las uñas, atesoro actividades y horarios de todos aquellos a los que mi radar sensorial consigue capturar. Me sorprende lo domesticados que estamos; inmersos incluso en la distopía, los hábitos se representan como apéndices de la misma secuencia. Es así, conjeturo me diría uno de los psicólogos que alimentan paneles en los programas de la tarde (Lic.:YY, M.N.: XXXX), porque en la composición del proceder rutinario,se aloja el resguardo de la seguridad primitiva.
Dos pisos más abajo advierto la manía de un sujeto de unos sesenta años que, como quien mira la hora en la sala de espera del dentista, se apresura a tomar la pistola atrapa-fiebre para llevarla con empuje elástico hacia la frente y dejarla ahí por un instante, hasta exprimir resultados. Al despegarla, se concentra en el visor para luego abandonarla arriba de la mesa. Se me antoja pensar que acaba de comprarla vía delivery, cuando la descubrió flasheado en los operativos sanitarios fabricados en los aeropuertos que debió sortear para llegar hasta acá. Su escritorio anida junto a la ventana, fuera de su posición natural debajo de la tele (lo mismo hice con el mío, en el rancho los gustos se complacen). Sobre la tabla, además de la pistola, descansan un tarro de alcohol en gel, paños de limpieza, el celular, botellita de agua, una caja de pañuelos descartables y la notebook gris plata que el sujeto atiende como puede: mouse en la mano izquierda, solo el índice de la derecha encargado de ejecutar las teclas.
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La señora que tengo justo enfrente de mi habitación (son dos las habitaciones, de la otra me ocupé en el primer relato de esta serie) guarda la intimidad tras el cortinado crudo durante el día. La lápida se despeja segundos antes de las 21, para exponer el torso -viste siempre blusa clara; barniz cobrizo en la testa; pulserita y cadenita de oro con dije- y batir palmas en reconocimiento a médicos, policías, bla bla (ustedes saben). Un piso más abajo, una muchacha cuarentona todas las tarde cincela la figura con ejercicios exportados de un tutorial de youtube. Calzas negras que abrigan justo hasta debajo de las rodillas, top diminuto verde fluo rabioso, ombligo al desnudo. En la pieza de al lado un pibe (¿treinta?, ¿treinta y cinco?) cogotea a media tarde, luego del almuerzo. Esconde el rostro detrás de unas gafas negras inmensas; luce remeras estampadas, los brazos tatuados, barba rala que define el contorno de la cara.
La pareja del último piso asoma por la noche, una vez concluida la cena, cuando él se entrega al cigarrillo y ella -toalla protegiéndole el cabello recién lavado- parlotea con la vecina que no consigo observar. Insisto: los veo, los reconozco, podría reconocerlos incluso de aquí a un tiempo, cuando nos despidan del hotel por sanos, o por insoportables. Como sea: actividades cotidianas, vestimentas. Me obsesiono por ir más allá, víctima de un pequeño viaje sentimental: ¿Cuáles serán sus tentaciones? ¿Por qué viajaron al exterior? ¿Ostentan alguna enfermedad? ¿Qué los frustra? ¿Qué harán cuándo abandonen el hotel? ¿Temen a la muerte?
Desde que el confinado en los hoteles de CABA se volvió también protagonista de esta historia para los medios, consigo evacuar algunas dudas en las piezas periodísticas que a diario se reproducen en loop. Hay de todo. Juzgar en circunstancias tales sería descabellado; potestad del hipócrita abanderado. Cada cual responde como puede. Nadie debería sentenciar a los pasajeros del Titanic hasta no ser parte misma de la tragedia. (Como escuché decir por ahí: el progresista es un tipo que cuando se hunde el Titanic, se viste de mujer.)
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En la oscuridad del confesionario, sonsacándome las miserias, mis cavilaciones son interrumpidas por un bramido que recorre el ducto encofrado como resabio de ecos cavernosos. Abro la ventana para fidelizar el sonido: ¡Queremos comer!, se imprime en solitario desde los pisos inferiores. Otra voz amplifica: ¡Sí, muero de hambre! Comprensible: son ya las 14.30.
Llaman a la puerta. Mis certezas se desvanecen al advertir, de pie frente a la entrada, dos cuerpos en apariencia humanos metidos en mortajas de fantasma. Hago foco: mamelucos blancos con gorra incorporada, bozal de tela sintética, lentes plásticos para contrarrestar la escupida, guantes de goma; a los pies: secadores, trapos, el inconfundible olor apestoso de la desinfección. Cuando percibo que vuelvo a tener el pulgar en la boca, tal vez con la intención de saborear la sangre, las simpáticas criaturas me saludan y solicitan el ingreso. Proceden así, las células activas del Escuadrón Lavandina, lanzadas al interior de la cueva apestosa de uno de los tantos ratones de Foucault.