La telenovela turca “El Sultán”, protagonizada por Halit Ergenç, conquistó al público mundial y trajo a la actualidad la vida de uno de los monarcas más famosos, temibles y poderosos del viejo Imperio Otomano: Solomán, el Magnífico. Traída a la Argentina por Telefé, la novela narra la historia de la esclava Aleksandra Anastazja Lisowska, su llegada al harén imperial, donde el sultán se enamora perdidamente de ella, y la encarnizada guerra interna gestada por ese amor. Este lunes se emitirá el último capítulo.
Solimán vivió una niñez tranquila, pero lejos de su madre y sometida a su estricto padre, Selím I “El Inflexible”. De cuerpo atlético, Solimán era de tez morena, con una frente amplia y unos grandes ojos negros, cejas prominentes, nariz aguileña, labios finos y un bigote tupido, todo lo cual lo haría irresistible. Cuando fue coronado en 1520 decidió dejar atrás la crueldad de su padre y dedicarse más a meditar sus decisiones y disfrutar de la vida.
Aclamado como “Príncipe y Señor de la Feliz Constelación, César Majestuoso, Sello de la Victoria, Sombra del Omnipotente”, Solimán poseía una figura esplendorosa, no dudaba en condenar a muerte a los funcionarios corruptos y se ganó el cariño de los pobres por bajar los impuestos. Para 1530, en toda Europa ya se hablaba de él como monarca poseedor de un poder formidable y una incalculable riqueza. Se le llamaba el Magnífico.
Como sultán, Solimán tenía derecho a todas las mujeres que se le antojaran, pero solo se casó con tres: Mahidevran Gülbahar (primera esposa), Gülfem Hatun (segunda esposa) y Roxelana -o Hürrem (“la Alegre”), la esclava traía de Crimea-, a la que convirtió de concubina a esposa real y le dio una influencia inédita en la vida del Estado turco. Con todas ellas Solimán tuvo dos hijas y ocho hijos, de los cuales el heredero del imperio fue Selím, hijo de Roxelana.
El amor del sultán Solimán por toda su familia era incondicional, otro gesto extraordinario en una monarquía donde cada monarca tenía derecho a enclaustrar en el harén a la mayor cantidad posible de esposas, a ejecutar a todos sus hermanos para que no compitieran con él, a ahogar a sus hijas mujeres y arrojar al vacío a todas aquellas concubinas que quedaban accidentalmente embarazadas.
La sultana Hurem (interpretada por la actriz turco-alemana Meryem Uzerli), también conocida como Rosselana, Roxelane, Roxolana, Rossa y Ruziak, debido a su cabello pelirrojo y a que varios pensaban que venía de Rusia, era la mujer a la que Solimán describía como “mi bien, mi amor, mi luna/ Mi amiga más sincera, mi confidente, mi propia existencia, mi sultana, mi único amor/ La más bella de las bellas…/ Mi primavera, mi amada de cara alegre, mi luz del día, mi corazón, mi hoja risueña…”
Regalada al emperador por mercaderes tártaros, la joven Roxelana iría adquiriendo poco a poco un poder tal que reinó sin competencia ni rivales. Ni masculinos ni femeninos. Recién llegada al harén, no tenía la menor intención de convertirse en una “qadín” (concubina) más, sino que aprovechó su belleza para seducir al sultán. Su primer cometido fue eliminar a Gülbahar, la consorte principal, en una escena narrada por un embajador extranjero: la esposa se arrojó contra la concubina y ambas se trenzaron en una violenta lucha cuerpo a cuerpo.
Solimán, furioso, expulsó a su esposa lejos del palacio y ofreció a Roxelana la posibilidad de ser su consorte principal, reinar en el harén e influir en las decisiones de Estado. Llevada por la ambición, Roxelana persuadió al sultán de expulsar a todas las mujeres de su corte para evitarle tentaciones. Y fue todavía más lejos: quiso que su hijo Selím fuera el heredero del trono. Solimán, ateniéndose a la ley fraticida, estranguló a su hijo mayor con un cordón de seda.
El odio hacia la poderosa consorte se expandió por todo el Imperio otomano, donde se la llamaba “la Hechicera” y el asesinato del visir Ibrahim, confidente del sultán y gran opositor de la sultana, dejó bien claro quién llevaba las riendas del poder. Fue el último golpe sangriento de Roxelana en el palacio imperial de Topkapi, desde el cual reinó sin contemplaciones.
En 1558 la sultana murió y su ausencia ensombreció los últimos años de Solimán con una guerra fraticida por el poder. Antes de morir en 1566, Solimán el Magnífico le dedicó un último poema: “Si muero, serás mi verdugo, impiadosa mujer infiel. Estoy en la puerta, para alabarte todo el tiempo mientras mi corazón está lleno de reproches y mis ojos de lágrimas, mientras que mi amada es feliz con su vida”.