El 9 de mayo de 1920
Alfonsina Storni publicaba una de sus notas periodísticas en la columna
Bocetos Femeninos
del diario
La Nación titulada “
La perfecta dactilógrafa” en donde realizaba una clara descripción de un
viaje matinal en la ciudad de Buenos Aires:
“
Si de 7 a 8 de la mañana se sube a un tranvía se lo verá en parte ocupado por mujeres que
se dirigen a sus trabajos y que distraen su viaje leyendo. Si una jovencita lectora lleva una
revista política podemos afirmar que es obrera de fábrica o costurera; si apechuga con una revista
ilustrada de carácter francamente popular, dactilógrafa o empleada de tienda; si la revista es de
tipo intelectual, maestra o estudiante de enseñanza secundaria, y si lleva desplegado
negligentemente un diario, no dudéis… consumada feminista, espíritu al día; punible Eva. Pero
queden tranquilas las Evas no punibles. En las manos de las viajeras matutinas abundan las revistas
de carácter popular, aquellas de las confidencias amorosas”.
Obrera, costurera, dactilógrafa, empleada de tienda, maestra,
Evas no punibles (amas de casa) y militantes desfilan en este retrato que une trabajo,
artefactos culturales y lectoras en la ciudad de Buenos Aires en la década de 1920.
La imagen contrasta ostensiblemente con los textos de los epígrafes y con otras visiones de
la época: la costurerita que dio el mal paso, los residuos de fábrica, las milonguitas, mujeres
condenadas al trabajo y en cuyas vidas se cruzaban en permanente tensión honradez y virtud, el
poder despótico y sanguinario de los patrones, la indiferencia de los varones. La extensa
y persistente difusión de estos motivos ha creado un cierto espejismo respecto al conocimiento que
se tiene sobre las labores, los espacios,
los poderes y saberes que articulan el trabajo femenino y sus relaciones con los
compañeros varones; sin embargo, es poco lo que se sabe de esa compleja experiencia.
Para conocerla se impone responder al interrogante sobre
cuántas eran las trabajadoras,
cuáles eran los espacios laborales,
las actividades y el tipo de tareas que desarrollaban. Las respuestas se
encuentran diseminadas en fuentes diversas: impresiones de viajes, recuerdos de viejos, información
de la prensa, investigaciones gubernamentales e información estadística.
Numerosas memorias fueron publicadas hacia fines del siglo XIX. Con asombro señalaban los
cambios en la vida cotidiana, en las relaciones sociales, en los vínculos entre varones y
mujeres, en la economía y la política. También, por esa época, algunos visitantes que
pasaron por el país narraron sus impresiones de viaje, donde relataban la vida política,
el bullicio y la actividad febril que se podía observar en las ciudades,
particularmente en Buenos Aires y
Rosario y, sobre todo, el
visible incremento de las actividades económicas. Muchos de esos relatos hablan de
las mujeres, de sus trabajos, de los modos de vestir, de las costumbres y de los cambios en las
maneras de relacionarse con los varones.
Paralelamente, se fueron realizando
informes gubernamentales y se construyeron más sistemáticamente informaciones
estadísticas cuando las autoridades nacionales se plantearon conocer el territorio, tener alguna
idea de la población, de la producción y de las labores que se realizaban, como parte de una
política del Estado nacional y de las provincias para ordenar y legislar. Para tener información de
la cantidad de población, de las actividades que se desplegaban, del comercio de importación y
exportación y de las profesiones se levantaron los
censos nacionales y las
estadísticas provinciales. El primer censo nacional fue realizado en 1869, en 1895
se hizo el segundo y aunque el objetivo era efectuarlo cada diez años, lo cierto es que en la etapa
del siglo XX que se privilegia en este estudio sólo fueron realizados los correspondientes a los
años 1914, 1947 y 1960. Se levantaron también algunos censos y estadísticas industriales sobre todo
en las décadas de 1930 y 1950, y en cada provincia se realizaron estudios específicos. Esas
radiografías numéricas son indicios también sobre las ocupaciones femeninas.
“
La casa de mi madre, la obra de su industria, cuyos adobes y tapias pudieran computarse en
varas de lienzo tejidas por sus manos para pagar su construcción, ha recibido en el transcurso de
estos últimos años algunas adiciones que la confunden hoy con las demás casas de cierta
medianía”, escribía
Sarmiento en
Recuerdos de provincia, publicado en 1850. La cita menciona las labores de las “
mujeres industriosas” y de los cambios de la época, pero en el libro
desfilan imágenes que pueden multiplicarse en otras provincias como las de Salta, Jujuy, Catamarca,
Santiago del Estero y Córdoba.
La vida de la madre de Sarmiento permite imaginar la de otras mujeres, de aquellas anónimas
que no sólo realizaban labores de tejido (“estableció su telar, y desde allí yendo y
viniendo la lanzadera asistía a los peones y maestros que edificaban la casita”), sino que
desplegaban una variedad de trabajos y actividades (“las industrias manuales poseídas por mi
madre son tantas y tan variadas, que su enumeración fatigaría la memoria con nombres que hoy ya no
tienen significado”, “Hacía de seda suspensores […] pañuelos de mano de lana de
vicuña […] corbatas y ponchos […]”, que proveían al sostenimiento de la familia y
con sus ahorros permitían sobrellevar las contingencias de la vida (“con el producto de sus
tejidos había reunido mi madre una pequeña suma de dinero”).
La voz de Sarmiento se suma a las memorias de viejos que aparecieron en el último cuarto del
siglo XIX. Esas memorias están marcadas por la nostalgia del pasado, y como ha señalado
Adolfo Prieto, en un texto ya clásico, son
relatos de personas que integraron los grupos dirigentes, que participaban de una cultura
letrada y que se cobijaban en los pliegues del poder. Aunque pueden marcarse rasgos
peculiares para cada momento histórico, las autobiografías y memorias deslizan, detrás de los
relatos de quien necesita justificar sus actos frente a la opinión pública, otras narraciones que,
en tanto variantes de la escena familiar o de costumbres, hablan de los trabajos y de los oficios
de quienes los rodean.
En Sarmiento es su madre la que teje los hilos de las labores femeninas pero, en otros
casos, desfilan en una suerte de galería costumbrista la servidumbre y los vendedores ambulantes.
Ellos aparecen en
La sociedad de antaño
escrita por
Octavio Botalla. Frente al avance arrollador de la modernidad el autor rescataba
las costumbres de la gran aldea que consideraba irremediablemente perdidas. El mundo que describe
era un universo de contrastes y
las mujeres trabajadoras aparecían como sombras desdibujadas de las damas de la
sociedad.
Las criadas y la servidumbre adquirían presencia en tanto decían algo de la posición social
de las familias ricas.
Ellas eran parte del mobiliario, de las alfombras, del oratorio, de la vajilla, de los
carruajes. Una de las imágenes recurrentes es la referida a las “
cosas de negros”, entendidas como “c
iertas aptitudes, modalidades y ocupaciones características de esa desventurada fracción
del género humano, conocida por la raza de color”.
Las trabajadoras negras estaban diseminadas por toda la ciudad de Buenos Aires y en las
quintas, chacras y estancias. Podían realizar casi todas las tareas pero sobre todo
eran cocineras y mucamas y, como trabajadoras por cuenta propia,
vendían dulces, panes y postres (alfajores, rosquillas y tortas).
Los varones, en cambio, podían ser cocheros o changadores, además de mucamos.
Cerca del Río de la Plata, en la ciudad de Buenos Aires, se encontraban las lavanderas, negras y
blancas, con las ropas secándose al sol.
José Antonio Wilde coincide con Botalla en que “
las morenas o negras se ocupaban del lavado de ropa” y remarcaba que “
ver en aquellos tiempos una mujer blanca entre las lavanderas, era ver un lunar blanco,
como hoy es un lunar negro ver una negra entre tanta mujer blanca, de todas las nacionalidades del
mundo, que cubren el inmenso espacio a orillas del río, desde la Recoleta y aún más allá, hasta
cerca del Riachuelo”. Entre sus otras ocupaciones estaba “
la de vender tortas, buñuelos, etc. Se sentaban en el cordón de la vereda con una bandeja
que contenía pastelitos fritos bañados con miel de caña [...] y amamantar y cuidar niños”,
pues, como dice Wilde, las “amas de leche eran en esos tiempos casi exclusivamente negras, y
los médicos las recomendaban como las mejores nodrizas”. Menciona también a las
cigarreras y señala que “
este ramo de industria está, puede decirse, exclusivamente en manos de la mujer, y muchas
familias pobres se sostenían bien con sólo la fabricación de cigarros de hoja”.
Las negras se ganaban la vida como lavanderas, planchadoras, costureras, cocineras,
vendedoras, pero a
Víctor Gálvez le llamó la atención entre los oficios femeninos el de las “
achuradoras”, aquellas mujeres que se
“apoderaban de los despojos que abandonaban en los mataderos, pues recogían el sebo
de las tripas, de las cabezas, de las patas de los animales vacunos…; en cestas, tipas de
cuero, traían todas las tardes esos despojos y los beneficiaban en sus casas”. Como
más tarde sucedería con las obreras de los frigoríficos, la mirada masculina pasaba rápidamente del
trabajo a los cuerpos femeninos y a las sensaciones que producían: “
Eran hediondas y sucias”. Claro que, como señaló el mismo Gálvez, “con esa
industria hacían su peculio, y con sus economías compraban un terreno de poco precio y construían
su rancho”.
El trabajo en el campo fue recordado por
John Brabazon, un inmigrante que se benefició de la coyuntura económica favorable
que siguió a la expansión de la ganadería ovina a mediados del siglo XIX. Brabazon llegó al país en
1845 después de una travesía marina de tres meses y para vivir realizó numerosas tareas en la
ciudad y en el campo: fue zanjador, albañil, carpintero, ovejero, acopiador de frutos del país,
comerciante y ganadero. De una de sus primeras andanzas por la provincia de Buenos Aires recuerda
que “
todos los esquiladores eran paisanos excepto mi hermano y yo [...] y los otros eran una
india y sus dos hijas, y un hijo y su madre”.
Otro de los memoriosos fue
Ramón J. Cárcano, quien relató los sucesos y acontecimientos en los que participó
durante su larga vida. Como fue un hombre que intervino activamente en la vida pública, sus
impresiones se concentraron en los acontecimientos políticos que envolvieron a su Córdoba natal, y
al país mismo. En sus memorias desfilan su educación en el
Colegio de Montserrat, las vicisitudes que rodearon la elaboración de su tesis
doctoral, sus vínculos políticos con
Juárez Celman, gobernador y ministro de esa provincia y presidente entre 1886 y
1890, las revoluciones de la época, los actos de su gobernación en Córdoba, la organización de los
comedores escolares. La intimidad del hombre público sólo aparece en el capítulo dedicado a su
esposa Anita, pues en los relatos de infancia las mujeres (la madre, la abuela y la sirvienta)
apenas son mencionadas.
El capítulo de Anita es un pretexto para asomarnos a la vida cotidiana y a los
trabajos de las mujeres de elite. Aunque en la literatura social aparecen como las
“
niñas burguesitas”, vale la pena romper las fronteras de las clases y
preguntarnos sobre ellas. Criadas en el desahogo de las fortunas,
adquirían una educación que las preparaba –como dice Cárcano–
para ser mujeres de hogar y de salón.
Debían aunar el talento para ser madres excelentes y, al mismo tiempo, brillar por las
luces, la libertad de juicio, la información y la cortesía. La virtud de Anita era ser unaeficiente ama de casa (“practica las tareas del hogar, donde el bienestar se
conserva por el orden y el trabajo”) y
una madre ejemplar (“infunde los sentimientos y nutre la mente de sus
hijos”) siempre dispuesta a cumplir con su “deber” (“metódica, económica,
exacta, diligente, infatigable, invariablemente unida al deber”).
Anita, como las otras damas de la sociedad, necesitaban de un ejército de sirvientes que
cocinaban, servían el té, hacían las compras, limpiaban la vajilla. Muchos criados y criadas eran
recordados con cariño (“Vivía en el interior de la casa entre los criados y criadas;
su sociedad me encantaba, y sería ingrato si no recordara con afecto a aquella buena gente con
quien pasé los primeros años de mi vida”) y en algunas ocasiones objeto de las licenciosas
costumbres masculinas (“Mi maestro Josef odiaba a los enamorados, a pesar de las libertades
que se tomaba él con las sirvientas del colegio, a quienes manoteaba demasiado”).
Otras mujeres se asoman en el relato asociadas al brazo educador del Estado, pues Ramón J.
Cárcano fue presidente del Consejo Nacional de Educación en 1932. Una de las políticas llevadas a
cabo por la institución fue la instalación de los comedores escolares. Cuando visitó las escuelas
de diversos barrios de la ciudad de Buenos Aires (Lugano, Nueva Pompeya, Liniers, Mataderos,
Chacarita, Villa del Parque, Villa Urquiza, Boca, Barracas, el barrio de la quema de basuras y los
bañados de Flores), Cárcano descubrió la situación de miseria y el hambre de los niños y niñas que
asistían a las escuelas.
Es el hambre de los niños lo que facilita la mención de la directora de una escuelita de
Villa Lugano reclamando la instalación de un comedor escolar, diligencia que realizó empujada por
las advertencias de una maestra sobre las necesidades de los pequeños.
Las postales de la nostalgia permiten apreciar un abanico de actividades;
vendedoras ambulantes, lavanderas, achuradoras, maestras y eficientes amas de casa que
organizaban el trabajo de la servidumbre.
Eran ricas y pobres, blancas, negras e indias. La enumeración de estas actividades
se repetía en la mirada de los viajeros, esos extranjeros que se aventuraban por motivos diferentes
más allá del espacio que conocían.
El viaje, los viajeros y sus relatos recortan experiencias e imágenes superpuestas de
América, de Europa, de proyectos, de impugnaciones. Entre los años 1820 y 1835 se
destacaron los viajeros ingleses que construyeron imágenes del país articulando en sus discursos
elementos
racionalistas y románticos, donde se mezclaban aventuras, paisajes, diagnósticos y
juicios. La preocupación por la emergencia de una literatura nacional enlaza el análisis de los
viajeros ingleses con el de quienes, al revés, se dirigían a Europa (Francia, España, Inglaterra) y
a los Estados Unidos ávidos de ideas, experiencias personales, científicas y estéticas.
David Viñas ha analizado las variaciones del viaje (colonial, utilitario,
balzaciano, consumidor, ceremonial, estético y de izquierda) como parte de las búsquedas de las
elites intelectuales y políticas, sean ellas conservadoras o impugnadoras. Viñas sugiere también
los deslizamientos de la mirada hacia “
las menudas ceremonias domésticas”
donde cobran fuerza el “niño” y las “niñas” oligárquicas con sus
criados y criadas. Son los deslizamientos de las miradas de quienes visitaban la Argentina
y su suspensión sobre los rincones de la ciudad y de las casas los que dibujaron también los
lugares y las labores de mujeres.
En 1901 el periodista
Jules Huret, enviado por
L’Echo
de París y
Le Figaro
, visitó Buenos Aires y recorrió la Argentina. De ese largo viaje testimonian sus libros
De Buenos Aires al Gran Chaco y Del Plata a la Cordillera de los Andes, publicados en 1911. En sus
narraciones aparece acentuada la consolidación de
dos esferas separadas: una para los varones, el espacio de la política, del trabajo y el
comercio, y otra para las mujeres, la de la casa familiar, la sala, la cocina y las labores
domésticas. Pero esa separación ideal de los espacios se desdibujaba en sus relatos.
Cuando Huret llegó a tierras jujeñas se sorprendió ante la
presencia femenina en el ingenio Ledesma.
Descubrió allí, en medio de un “
cuadro en extremo pintoresco y raro [...] un grupo de mujeres de una suciedad repulsiva,
cargada con haces [sic] [...] Cuesta trabajo distinguirlas de los hombres [...] trabajan como ellos
en las plantaciones de cañas y además crían a sus hijos. Así, el trabajo, la maternidad frecuente,
la suciedad y la embriaguez marchitan pronto su juventud”. Las trabajadoras
aparecían mimetizadas con los hombres y en
su visión eran sucias y provocaban rechazo. [...]
Las contradicciones y los distintos posicionamientos de las formas de ver aparecen cuando se
leen en paralelo memorias y relatos de viajeros. Para
Emile Daireaux las calles estaban abiertas a las “
tentativas comerciales” de cualquiera, hasta de los niños, “
sólo no se encuentra a la mujer”, pues todos los oficios eran acaparados por
los hombres y por el peso de las “
leyes españolas” que las prohibía. En contraposición,
José Antonio Wilde hablaba de la
fabricación y el comercio de cigarros como una actividad principalmente femenina:
“
Uno de los recursos con que muy legítimamente contaba ésta era el de vender por menudeo,
pues es claro que del atado (128 cigarros) que vendía al almacenero o pulpero por seis pesos, por
ejemplo, ella sacaba diez, y no faltaban compradores”. Muchos de ellos se acercaban atraídos
por las más jóvenes y entablaban amenas conversaciones, todo “dentro de los límites del
decoro”.