“Tuve un embarazo perfecto. Cuando estaba de 33 semanas fui a un control de monitoreo, me pusieron los aparatos, y me dijeron que no escuchaban los latidos de mi bebé. La ecografista fue la encargada de decirnos que Ciro estaba sin vida”, relata Johanna Piferrer acerca del momento que recibió la peor noticia, sin saber todavía que lo que iba a vivir después sería peor.
Víctima de violencia obstétrica en 2014, cuenta cómo logró transformar su dolor “en instinto de supervivencia” y que su caso fuera el primero sobre muerte perinatal en judicializarse. Y en el marco de la semana del parto respetado, su caso cobra aún más fuerza.
Todavía con la voz entrecortada, Piferrer recuerda el momento que atravesó luego de enterarse que había perdido a su hijo, por lo que decidió iniciar una demanda contra el hospital y la prepaga. “Me dijeron que me iban a inducir un parto natural y que si no había dilatación me hacían cesárea. Yo les dije que no estaba en condiciones de atravesarlo, pero me respondieron que no era una urgencia, y que la cesárea me la iban a poder hacer recién al otro día. Tuve la suerte que una amiga abogada movió todo el hospital, e hizo volver al obstetra que se estaba por ir de vacaciones; y me realizaron la cesárea. Pedí asistencia psicológica y recién a las 48 horas me la dieron. En el medio, tuve que decidir si iba a conocer a Ciro o no, si le iba a realizar autopsia”, recuerda.
Ciro pesó 2,300 kilos. Y cuando sus familiares fueron a verlo a la morgue, les dieron tres opciones: “O lo dejábamos en el hospital y se iba a desecho patológico; o lo llevábamos en una caja; o lo retirábamos con una cochería. Elegí cremarlo porque, para la medicina, como nacieron sin vida son NN. Y el certificado de defunción va a nombre de la madre porque no hay manera de registrarlo”.
La demanda por daños y perjuicios que inició pasa a etapa de alegatos en junio. Y también impulsa un proyecto de ley que contempla un protocolo de salud a seguir ante la muerte perinatal.