Las discusiones de las últimas semanas sobre las salidas de detenidos a distintas actividades pusieron otra vez en las tapas de los diarios a la cárcel y al castigo. Para un tema tan invisibilizado, esto puede parecer una buena noticia. Sin embargo, pasados los días y decantada la conmoción, lo que queda es confusión y un mensaje sobre la necesidad de restringir este tipo de autorizaciones.
En estos días se conoció que los diputados de distintos partidos Patricia Bullrich (Unión por Todos), Gerardo Milman (GEN) y Gustavo Ferrari (Frente Peronista) plantearon la urgencia de modificar la ley nacional de ejecución penal para evitar nuevos escándalos.
Esta sería la peor traducción política posible de todo lo que pasó. Recordemos, si no, la franca ineficacia de la reforma penal impulsada por Juan Carlos Blumberg y otros sectores políticos en 2004 que se cristalizó en medidas orientadas al endurecimiento punitivo.
Este mecanismo para generar alarma social, quitar contenido a las discusiones, volverlas superficiales, dejar la idea de que nada funciona y todo está mal, no es nuevo. Si la discusión se circunscribe a cuán acertadas son ciertas autorizaciones de traslado de presos para actividades extramuros o a la presencia de organizaciones de carácter político en la cárcel, se pierde la oportunidad de avanzar en un debate serio sobre el castigo y los lugares de encierro.
Finalmente, el formato del escándalo, con famosos incluidos, logra tapar la tortura. El submarino seco que se pudo ver en la comisaría de General Güemes, provincia de Salta, o el joven colgado y golpeado en su celda de la Unidad 32 de Florencio Varela, en Buenos Aires, fueron tratados en forma secundaria, como cuestión marginal y contingente de la discusión.
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(*) Directora del área de Justicia y Seguridad del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).